Asegura Borges que en el Emporio
celestial de conocimientos benévolos figura una clasificación de los animales
que los divide en: (a) pertenecientes al emperador, (b) embalsamados, (c)
amaestrados, (d) lechones, (e) sirenas, (f) fabulosos, (g) perros sueltos, (h)
incluidos en esta clasificación, (i) que tiemblan como enojados, (j)
innumerables (k) dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, (l)
etcétera, (m) que acaban de romper un jarrón, (n) que de lejos parecen moscas.
Descontando todas las licencias literarias que el caso merece, este texto tiene
la virtud de manifestar la dificultad que se esconde detrás de la taxonomía
oficial que ahora manejamos, que subdivide a los seres vivos, sucesivamente, en
dominios, reinos, filos, clases, órdenes, familias, géneros y especies. El
hecho de que los seres vivos se clasifiquen en grupos que se ramifican
sucesivamente y de modo excluyente es algo que no sólo no es inmediatamente evidente, sino que deriva de
un complejo proceso mental de abstracciones sucesivas que llevan a definir
caracteres, a distinguir entre caracteres principales y derivados, etc. De modo
que no siempre es fácilmente comprensible la presencia de determinadas especies
en el grupo al que ahora se les asigna. Ha sido necesario el esfuerzo de muchos
hombres notables y el transcurso de muchos siglos para llegar al árbol
genealógico de la vida que manejan hoy los expertos.
Hoy incluimos a la ballena y
demás cetáceos en la clase de los mamíferos, y no nos cuesta aceptarlo en vista
de su reproducción vivípara y la lactancia de las crías, pero el proceso por el
que se adoptan estos criterios como rasgo diferencial no es la ocurrencia
espontánea de un observador inocente. También asociamos con los mamíferos el
pelo y los labios, pero no creemos que ninguno de estos rasgos sea la razón por
la que un animal en cuestión es un mamífero, sino, más bien, una de sus
consecuencias: es vivíparo, y tiene mamas, pelo y labios, porque es un
mamífero, y no al revés. Son la forma en que se manifiesta ante nosotros la
naturaleza íntima del animal: su "mamiferismo". Pero ese mamiferismo
es anterior a los rasgos que lo manifiestan. Por eso, a nadie se le ocurre decir que, por ejemplo,
el gato esfinge, que carece de pelo, no es un mamífero,
o que la gallina que acabo de desplumar haya dejado en este momento de ser un
ave.
Es verdad que esa naturaleza íntima
no siempre es fácil de reconocer, y por eso, a través de las diferentes
clasificaciones, hay especies que han cambiado de grupo taxonómico, al darse
más peso a uno u otro rasgo. Pero, entonces, ¿qué es lo decisivo?, ¿de qué nos
fiamos? La respuesta se ha vuelto más clara, más rotunda y más indiscutida en los últimos
años, a medida que se han ido conociendo los genomas de las diferentes
especies: lo decisivo es el patrón del ADN, que no sólo muestra los agrupamientos familiares de las especies, y nos permite, por esa razón,
acercarnos a la historia evolutiva de la vida, sino que también nos revela su naturaleza íntima, su ser
esencial.
Uno de los casos más
demostrativos de lo que quiero decir es lo ocurrido con la cuaga, una especie
extinta de cebra que vivió en África hasta que la explotación de los colonos
holandeses la dejó reducida a los pocos ejemplares enviados a los zoológicos de
Europa. Pero no se consiguió su reproducción en cautividad, y el 12 de agosto
de 1883 murió, en el zoo de Amsterdam, el último ejemplar vivo de cuaga. No
queda ya de la cuaga más que unas pocas fotografías y algunos ejemplares disecados. Su
aspecto externo era llamativo, y justificaba que en 1788 se la clasificase
como una nueva especie de cebra: su pelaje era rojizo, salvo en
las patas y el vientre, que eran completamente blancos, y sólo tenía rayas negras en la
cabeza, el cuello y los flancos.
Pero cien años después de su extinción,
en 1984, la cuaga se convirtió en el único animal extinto cuyo genoma ha sido
extraído y analizado en su totalidad, y eso ha permitido a los sabios en la
materia advertir que se trata simplemente de una subespecie de la cebra común
adaptada a la vida en campo abierto.
El estudio del ADN es hoy
esencial para el conocimiento de la condición biológica última de un ser vivo. Los
caracteres morfológicos pueden ayudar, y son muchas veces suficientes para
reconocerla, pero otras veces nos dejan
a la puerta de ese reconocimiento, y sólo el estudio del ADN nos permite
decidir la cuestión. Y decidirla incluso contra la resistencia que ofrece nuestra
propia intuición, como cuando nos dice que los hongos están más próximos a los
animales que a las plantas, o cuando establece que
ciertas bacterias están más próximas a los animales y plantas que a otras bacterias que
nos parecen casi idénticas a ellas.
El ADN es, en estos comienzos del
siglo XXI, el único dato que decide la cuestión. Y es un dato que no es posible
corregir eliminando sus manifestaciones: los rasgos morfológicos no determinan
nada, lo único que hacen es permitirnos atisbar en lo profundo, remitirnos a su
condición última, mostrarnos su identidad.
Por eso es un error creer que
suprimiendo el carácter eliminamos la identidad: quitarle las alas a una mosca
no la convierte en otro animal, sólo la convierte en una mosca mutilada. Del
mismo modo que castrar a un toro lo convierte en buey -en toro castrado-, pero no lo convierte en vaca. No tiene esa opción. No está en sus genes.