Al hilo de las diferentes leyes que han
instaurado, en España y fuera de España, la “ideología de género”, inauguramos
este curso académico con la noticia de que “hay chicas con vulva y chicas con
pene, hay chicos con vulva y chicos con pene”, lema adoptado por una asociación
de padres de niños transexuales y secundado por diferentes Consejerías de
Educación.
La noticia es sorprendente. Bueno, no, no es sorprendente. Es pasmosa. Rompe esquemas, seguramente ya muy viejos, y fuerza a escoger entre un modelo consagrado por la larga existencia de la
humanidad y la nueva visión que adelantan nuestros próceres. Porque el “porque
yo lo digo” es un argumento poco convincente, además de poco elegante, y los
padres de los alumnos afectados, y todos nosotros por extensión, podríamos
llegar a sentirnos víctimas de un abuso de poder, de un César tirano. Que es,
justamente, lo que nos dicen que debemos combatir.
Volvamos a la razón, a la que hace doscientos años entronizaron los revolucionarios franceses. ¡Contenta debe estar
a estas alturas, viendo cómo la tratan sus exaltadores! A mí me da hasta vergüenza
tener que decir estas cosas, pero los tiempos que corren son tiempos en los que
hay que decir lo evidente. Cuando estudiábamos el bachiller de seis cursos nos
familiarizábamos con la “reducción al absurdo” para demostrar la falsedad de
una afirmación: si por esa línea argumental se llegaba a una contradicción, a
un absurdo, quedaba demostrado que esa afirmación era falsa.
Bueno, pues resulta que es sumamente sencillo
demostrar la falsedad de esta sentencia por este procedimiento de la reducción al absurdo. Supongamos que abandonamos en
una isla desierta a unos cuantos chicos y chicas del modelo tradicional: ellos
con pene y ellas con vulva. Cien años después habrá una variada población de
viejos, maduros, jóvenes y niños: una sociedad en marcha. Pero si sustituimos
en el experimento a los chicos con pene por otros chicos con vulva, o a las
chicas con vulva por otras con pene, lo que encontraremos cien años
después será un montón de cadáveres, testigos del fracaso del experimento y
prueba indiscutible de que aquellos chicos con vulva no eran verdaderos chicos,
y que las chicas con pene no eran verdaderas chicas.
Pero más sorprendente que todo esto es la
reacción furibunda que han despertada las recientes declaraciones de los
obispos, unánimemente contrarios a esta nueva doctrina. Como si el atentado
contra la razón fuese obra de ellos. Vamos a ver, señores: que no se trata de
obispos sí, u obispos no. No se trata de religión. Tampoco se trata de rechazo
-mucho menos, de odio- al transexual. El transexual es merecedor de todos los
respetos, y tiene los mismos derechos que cualquiera de nosotros. Incluido, naturalmente, el derecho a la verdad. Porque de lo que aquí se trata es -¿cómo podría decirlo?- del respeto a la verdad.
El transexual se encuentra en una
situación muchas veces dolorosa. Otras veces, no: convive pacíficamente con su
condición. A esos no hay que contarles estas milongas. Pero los hay que lo
viven con profundo dolor. No podemos ser insensibles a él, porque es dolor humano
concreto, real, y sentimos la necesidad de eliminarlo. Pero no se consigue
eliminar un dolor real sustituyendo la verdad por una mentira complaciente, y
decir que hay chicos con vulva y chicas con pene –vamos a decirlo lisa y
llanamente, pero con la máxima claridad- no es más que eso: una mentira
complaciente. Pese a su indudable buena intención. Una mentira complaciente.
Que acaba, como ya nos advertía Góngora, “en tierra, en humo, en polvo, en
sombra, en nada”.
No debemos enseñar a los niños, como si
fuese verdad, algo que no lo es. Está en juego su percepción de la
realidad, el reconocimiento de las posibilidades que la vida les ofrece. Está
en juego la posibilidad de su propia plenitud humana, de su felicidad. Que no
consiste en instalarnos en un mundo irreal en el que las cosas se adaptan a nuestros
deseos, sino en la culminación de un proyecto vital sólido, hecho de
realidades.