Asegura Xavi Hernández que los
cataríes consiguen ser felices sin democracia. La respuesta inmediata ha
sido un chaparrón de insultos y burlas sobre la cabeza del futbolista. ¿Cómo es
posible que alguien crea que se puede ser feliz en un régimen opresivo? Se le
reprocha poco menos que connivencia con el tirano: debería saber ya que la
democracia es condición necesaria y suficiente de todo lo bueno que hay en la
vida. Al fin y al cabo, eso mismo se repetía todavía machaconamente en las
calles de su infancia: con la democracia se acababan nuestras insuficiencias,
el sol brillaba más y la hierba era más verde porque estrenábamos democracia.
Si luego no ha sido así, la culpa es de los políticos encargados de
proporcionárnosla, que han sido traidores a su misión.
Pero Xavi hace ya dos años largos
que se apartó de nuestro pequeño mundo doméstico, y se ha convertido en un
personaje muy incorrecto: ya no presta atención a los viejos eslóganes de la
posverdad nacional, que, por lo que estamos viendo, siguen siendo los
mismos. Nos hemos instalado en el mundo de los Lunnis y no queremos salir de
él.
Aunque difícilmente encontraremos
una pareja más heterogénea que la felicidad y la política, y nos enseñaron de
pequeños que no se puede operar con entidades heterogéneas. Felicidad y
democracia pertenecen a esferas distintas de nuestra vida. La democracia,
habíamos quedado, no es más que un sistema para elegir al César: una parcela
sumamente reducida de la vida. La felicidad, en cambio, se refiere a su mismo
núcleo: es mucho más amplia, y nunca encontramos lo político en primer plano:
antes están el marido o la mujer, los hijos, la familia, los
amigos, el trabajo, la vocación -cuando es auténtica-, Dios
-como quiera que lo concibamos-,... Hasta muy atrás no aparece la política.
Y habría que preguntarse, además,
si es posible no aspirar a la felicidad. Ni siquiera en las circunstancias más
penosas renunciamos a ella. Todo lo que hacemos, y todo lo que omitimos, tiene
por objeto, en última instancia, alcanzar la felicidad. Podrá haber alguno que
deje todo a un lado para dedicarse a la lucha política, y sacrificarle su
propia vida personal, pero no será nunca más que una excepción anómala, un caso
raro y no representativo. La humanidad entera -si exceptuamos el fleco
demencial que encontramos siempre en todo- vive en vistas de la felicidad.
Que la consiga o no es ya otro
asunto, pero no podemos culpar de ello al régimen político en el que viva. La
felicidad siempre es inconstante, salpica nuestras vidas como las islas
salpican la superficie del mar. Pero no hay vida verdaderamente humana que se
desarrolle fuera del ámbito de la felicidad. Aunque estén oprimidos por el
totalitarismo. La felicidad tiene que ver con la vida personal, no con ninguna
otra cosa. Por eso no puede venir administrada desde arriba, y por eso no puede
traerla la democracia: la felicidad no es el resultado de una fórmula mágica ni
depende del resultado de unas elecciones. No hay una “felicidad para todos”.
Y no la hay porque la felicidad
exige la culminación de un proyecto de vida auténtico, íntimamente personal.
Claro que llevar a cabo un proyecto conlleva el riesgo de no alcanzarlo, de
fracasar, y a nadie le gusta fracasar. Más, todavía: como todos tenemos
proyectos diferentes, a veces alternativos, a veces sucesivos o
contradictorios, es inevitable fracasar en algunos de ellos aunque se
conquisten otros. Y es precisamente en los avanzados países democráticos
occidentales donde más afán existe por la seguridad, donde menos interés hay en
correr riesgos. Es una ilusión en el peor de los sentidos: algo irreal,
ficticio. La vida es inseguridad, y el peligro que sigue como su sombra a ese
afán por la seguridad es acabar instalado en lo que se denomina ahora “zona de
confort”, alejando la posibilidad de fracaso… y de felicidad.
¿Se puede ser feliz sin
democracia? Suponer que la felicidad llega como una consecuencia del régimen
político sería tanto como negar la posibilidad de felicidad a una abrumadora
porción de la Historia
y de la Humanidad. Ni
siquiera llega como resultado de la posesión de determinadas cosas, de
determinados “bienes” -lo que descartaría de nuevo a una buena parte de
nosotros. Pero todos tenemos proyectos y aspiraciones que nos ponen en el
camino de la felicidad personal. Por eso siempre se ha podido ser feliz,
incluso en circunstancias atormentadoras. Una felicidad incompleta, claro,
limitada. E intermitente: a ratos, felices; a ratos, desdichados. Como en todos
los sitios. Como en todas las épocas.
A mí -¡qué cosas!- lo que me
sorprende de los cataríes es que consigan ser felices con 86 metros cúbicos
de agua al año por persona. En España tocamos a 2710 y aún estamos intentándolo.