A pesar de la
imagen del sabio distraído como un personaje ajeno al mundo que lo rodea, la
verdad es que los científicos reales trasladan a su trabajo las mismas
cuestiones que se plantea la sociedad en la que viven. Por eso proliferan ahora
los estudios sobre el origen de la diversidad en el comportamiento de las
personas y animales de uno u otro sexo, buscando la confirmación o el descarte
de las doctrinas que apoyan su origen biológico natural o ambiental,
educacional.
Es sabido que,
entre los mamíferos, la diferenciación sexual se origina, en último término, en
la asimetría en la dotación cromosómica, que presenta un par de cromosomas
sexuales XX en las hembras, y XY en los machos. La razón de eso está en que el
cromosoma Y de los machos contienen una región Sry que hace que la célula
sexual indiferenciada produzca testosterona, y esa testosterona impregna todo
el organismo, provocando su masculinización.
Esto se ha
confirmado repetidamente de forma experimental administrando a las crías
hembras, antes de la eclosión del huevo o inmediatamente tras el nacimiento,
hormonas masculinas, y comprobando cómo se masculinizan. Pero las cosas no son
tan claras, pues no se masculinizan en su totalidad, además de que se requieren
dosis mucho más elevadas que las que da la naturaleza, y de que no se evita la
masculinización de los embriones machos bloqueando sus hormonas. Por eso, nuestros
sabios trabajan ahora en dilucidar qué más hay detrás de todo esto.
Desde luego,
lo que hay “de más” es una dotación genética diferenciada, como ya sabíamos. Lo que ahora es nuevo es que el desarrollo de la técnica permite a los
investigadores “diseñar” el ADN de los organismos que luego van a estudiar. Y
una de las cosas que han hecho es separar la región Sry del cromosoma Y en el
que normalmente está inserto, de modo que han conseguido individuos con Sry –y,
por tanto, con testículos y con testosterona- asociados tanto al par XY como al
par XX.
Los comportamientos con
diferencias sexuales de los animales se refieren en general a dos ámbitos
particulares: por un lado, el grupo de actividades relacionadas con la
reproducción, que están presentes con carácter excluyente en forma de “todo o
nada”. Es el caso del canto de cortejo en los machos de las aves, la defensa
del territorio, el comportamiento copulatorio, la nutrición y la agresividad
tras el nacimiento de las crías en algunas especies, etc. Por otra parte están
las actividades no relacionadas con la reproducción, que predominan en uno u
otro sexo pero se observan también, en menor proporción, en el sexo opuesto.
Por ejemplo, la respuesta al estrés y a la ansiedad, las preferencias
alimenticias, el comportamiento social, la sensibilidad al dolor y a los
reclamos y estímulos en general.
Pues bien, los investigadores
han estudiado estos comportamientos en los animales en los que se ha separado
la región Sry del cromosoma Y, y han llegado a algunas conclusiones que abren
nuevos caminos de investigación: han visto que las actividades relacionadas con
la reproducción dependen de la presencia de Sry –o sea, de testículo o de
ovario: de las hormonas- independientemente de la dotación cromosómica del individuo. Sin
embargo, las actividades del segundo grupo, no relacionadas con la
reproducción, se hacen presentes acompañando al par al que acompañan en
la naturaleza -XX o XY-, independientemente de sus hormonas.
Ya sólo faltaba conseguir
idéntico ambiente hormonal en ambas combinaciones de cromosomas sexuales para
determinar con evidencia el papel que juega el cromosoma Y en todo esto. Y aquí
ha venido la naturaleza –la casualidad- a ayudar a los científicos: en los
pinzones cebra existe un llamativo dimorfismo sexual que da a la hembra un
plumaje pardo y gris, y adorna al macho con una vistosa mancha anaranjada a
ambos lados de la cabeza, además de rayas horizontales negras en la cara
anterior del cuello y pecho que dan nombre a la especie.
Pues bien, en la Universidad
Rockefeller de Nueva York, Fernando Nottebohm, un estudioso
de las aves, observó un ejemplar de pinzón cebra que mostraba el plumaje de las
hembras en el lado izquierdo del cuerpo, y el colorido de los machos en el
derecho. Nottebohm lo remitió a la Universidad de California en Los Ángeles, donde
estudiaron a lo largo de meses su comportamiento copulatorio, que era siempre
el correspondiente a un macho. Presentaba también canto de cortejo y la agresividad
y otros comportamientos masculinos. Los niveles de hormonas masculinas eran intermedios
entre los que presentan ordinariamente los machos y las hembras normales.
Finalmente, al morir, fue
objeto de una autopsia minuciosa, que comprobó diversos aspectos: en primer
lugar, que, como parecía externamente, las dos mitades de su cuerpo tenían
constantemente diferente dotación cromosómica y genética: cromosomas y genes
masculinos en el lado derecho –incluyendo un
testículo bien formado, pero infértil- y cromosomas y genes femeninos en el lado
izquierdo –incluyendo un ovario bien formado, pero infértil.
Lo revelador fue el estudio de
su sistema nervioso central, que mostró, como el resto del cuerpo, una clara
diferenciación sexual a uno y otro lado de la línea media, incluyendo un
evidente HVC (el centro nervioso que controla el canto de cortejo) a la
derecha, y sólo esbozos del mismo a la izquierda. Como el organismo en su
conjunto está bañado por una corriente de hormonas común, la diferenciación del
sistema nervioso central –y de todo lo demás- ha de tener relación con la
diferente dotación genética de cada región, con la presencia o la ausencia del cromosoma sexual diferencial (que en las aves corresponde a la hembra y se denomina W) (1).
La conclusión no puede ser más
obvia: la masculinidad o feminidad de los seres vivos no es algo superficial
corregible con hormonas: pertenece a su íntima mismidad y no es posible
desprenderse de ella.
-----
(1) https://www.ncbi.nlm.nih.gov/pmc/articles/PMC153648/
-----
(1) https://www.ncbi.nlm.nih.gov/pmc/articles/PMC153648/