Esperaron a que fuera de noche para ir a por él. El jefe de los ancianos les había ordenado llevarlo atado a su presencia para ser juzgado, y aunque esperaban encontrarlo solo y ellos eran muchos, no iban tranquilos: su fama de hombre poseedor de unos poderes especiales hacía pensar que no sería fácil prenderlo; un mago poderoso que había resucitado a muertos y había aquietado las fuerzas de la naturaleza, que había caminado sobre el agua y alimentado a muchedumbres con un puñado de peces y unos panes, no tendría graves dificultades para desembarazarse de ellos. Por eso no olvidaron llevar consigo espadas y palos para defenderse.
Pero no tuvieron necesidad de usarlos, porque no encontraron la resistencia para la que se habían preparado. Es verdad que su sola palabra les hizo caer por tierra, pero él no se enfrentó a sus captores, lo que no dejó de suponer para ellos una sorpresa y un profundo alivio. Y la sorpresa fue mayor cuando lo vieron acercarse a curar la herida que uno de sus amigos le hizo con una espada al criado del jefe de los ancianos.
Tampoco los ancianos que lo juzgaron las tenían todas consigo. Había dicho de ellos algunas cosas terribles, pero también conocían los poderes que había manifestado en público, y no se atrevían a enfrentársele abiertamente. Por eso lo trataban con un respeto distante, y esperaban que otros hiciesen las acusaciones directas. Pero no había manera, él siempre les ponía en evidencia la falsedad de las acusaciones. Hasta que uno de los guardias pierde la paciencia y le abofetea. Al instante, la sala del tribunal enmudece y todos los ojos lo miran petrificados. El propio guardia, de pronto, cae en la cuenta de lo que ha hecho: “¡No, no, no…! “¡Dios mío… ¿qué he hecho?!”. Y todos esperan verlo caer fulminado bajo las iras del acusado.
Pero, para su sorpresa, no pasó absolutamente nada. Jesús no devolvió la bofetada, y todo el mundo respiró aliviado. Se habían acabado sus terribles poderes: podían escupirlo, insultarlo, abofetearlo, azotarlo, apalearlo,... ¡matarlo! ¡Fuera miedos! Habían descubierto que golpear a Jesús sale gratis. Empezaba la orgía de sangre.
Y hasta hoy, Jesús sigue siendo abofeteado. No hablo de nuestras ofensas personales, se trata de otra cosa más honda: el afán de borrar el rostro de Jesús a fuerza de golpes y salivazos. Últimamente, con especial virulencia, en la cara de su Vicario, cuya sola presencia despierta una agresividad que no se explica únicamente por la persona del Papa. Porque hay que admitir que tampoco el Papa acude a sus abogados, tampoco él se querella ni busca la venganza. Y los enemigos de Jesús se crecen: ya no toleran tampoco los crucifijos, repartidos por todos los rincones de todos los pueblos de Europa.
Ahora dan un paso más. Parece ser que la Universidad de Barcelona había firmado en 1988 un convenio, aún vigente, con el Arzobispado de Barcelona, en el que se acordó que se destinara un espacio académico al culto católico. Pero los activistas del laicismo fundamentalista no pueden convivir con eso, y llevan un par de meses boicoteando las misas que se celebran en su Facultad de Ciencias Económicas, donde se encuentra el oratorio. Las cosas han llegado a tal punto de violencia que las autoridades académicas no han podido seguir mirando para otro lado, y en un sucinto comunicado se muestran dispuestas a debatir la cuestión en los órganos de gobierno, porque “los tiempos y las opiniones cambian”. Para empezar, se ha cerrado el oratorio al culto para evitar más disturbios.
Siento tener que decirlo, pero en este comunicado de la Universidad de Barcelona no veo más que una invitación al derecho del más fuerte: si los fieles desalojados hubieran tenido el impulso de responder a la violencia con una violencia mayor en favor de su propia causa, las cosas habrían tenido que hacerse de otra forma. Lo que significa que no se protegen ya los bienes jurídicos a consecuencia de unos principios, sino que ya sólo se pretende evitar el choque con el más fuerte. En esto queda la Alianza de Civilizaciones, en la alianza de los que queden cuando hayan eliminado a los que no les gustan. Y cuando sólo queden en pie los que devuelven la bofetada, la Alianza se habrá reducido a un solo miembro: el más fuerte.
Recientemente, el pensador francés Bernard-Henri Lévy, ateo confeso y referencia intelectual de la “nueva izquierda”, reclamaba en el “Corriere della Sera” una defensa decidida de los cristianos perseguidos: “O se adhiere uno a la doctrina criminal y loca que hace competir a las víctimas (a cada uno los propios muertos, a cada uno la propia memoria y, entre unos y otros, la guerra de muertos y memorias) y nos preocupan sólo las víctimas ‘propias’, o se rechaza (sabemos que en todo corazón hay suficiente espacio para compasión, luto y solidaridad no menos fraternos)”. Y concluye: “¿existe acaso permiso para matar cuando se trata de los fieles del ‘Papa alemán’? ¿Un permiso para oprimir, humillar, martirizar, en nombre de otra guerra de las civilizaciones no menos odiosa que la primera?” “No –responde–. Hoy es necesario defender a los cristianos”.