viernes, 15 de febrero de 2013

NO SE TRATABA DEL PODER

          El día 16 de abril de 2005 el cardenal Ratzinger cumplía 78 años y, preguntado por su situación en el Cónclave que se iniciaba dos días más tarde, aseguró su completa falta de ambición papal. Había invertido sus ahorros en comprar una casa en Alemania a la que retirarse con su hermano Georg, y si no estaba ya en ella era porque Juan Pablo II le había pedido que aplazase su jubilación.
La víspera del Cónclave Ratzinger era considerado el candidato con más posibilidades, y la prensa europea atacaba de frente. El Sunday Times recordaba en portada su integración en las Juventudes Hitlerianas, los “vaticanófobos” consideraban que un conservador a machamartillo entraba Papa al Cónclave y su paso “de Gran Inquisidor a jefe de la Iglesia Católica” no auguraba nada bueno. El “guardián de la fe” no era el candidato más idóneo para poner en marcha la larga serie de reclamaciones que la prensa europea recordaba a los cardenales: celibato sacerdotal, aborto, ordenación de mujeres, matrimonio homosexual,… Ratzinger era demasiado viejo, demasiado enfermo, demasiado europeo, demasiado intelectual, demasiado “línea dura”
Pero cuando, al día siguiente, se iniciaba el Cónclave, desde la primera votación se confirmó su posición destacada, poniéndose de manifiesto la libertad de los cardenales por encima de las presiones de los medios. Las cosas no salían como Ratzinger hubiera deseado. Él mismo ha confesado que, al ver que en las sucesivas votaciones aumentaba su ventaja, dirigió su oración a Dios: “¡No me hagas esto!”. El segundo día de votaciones, mientras se iban leyendo en voz alta los votos de la urna, dos lágrimas corrían por sus mejillas. Con 78 años a cuestas, cansado ya de estar cansado, se le pedía la entrega definitiva, apurar la oblación. Seguro de su debilidad, pero también seguro de la asistencia de Dios, se puso en Sus manos y consintió en Su voluntad.
El mismo día de su elección, desde el balcón del Palacio Apostólico, afirmaba: “Me consuela el hecho de que el Señor sabe trabajar y actuar incluso con instrumentos insuficientes, y sobre todo me encomiendo a vuestras oraciones. En la alegría del Señor resucitado, confiando en su ayuda continua, sigamos adelante. El Señor nos ayudará y María, su santísima Madre, estará a nuestro lado.” Con la humildad que le caracterizó como profesor, como teólogo y como Prefecto emprendió un Pontificado apoyado únicamente en la palabra de Jesús, que le había dicho: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra Yo edificaré mi Iglesia”.
Y le dejó edificar. Los críticos que temían un poder avasallador se encontraron con un Papa que pedía perdón por los pecados de la Iglesia, que reconocía que el mayor enemigo de la Iglesia estaba dentro de ella, que tendía una mano a los disidentes, que no confundía su obra privada con el magisterio petrino. Se encontraron con que un Papa al que habían calificado de conservador… ¡renunciaba a la Cátedra de Pedro!
Las mismas voces que le acusaron en 2005 de haber hecho campaña para ser elegido le reprochan ahora “bajarse de la Cruz”, y son las mismas voces que reprocharon a Juan Pablo II “aferrase al poder”. No comprenden nada. Ignoran que Dios tiene un plan personal para cada uno de nosotros, que no pide lo mismo a todas las personas, y tampoco pide lo mismo a todos los Papas. Que lo decisivo es el servicio a la fe, el servicio a la Iglesia de Cristo. Benedicto XVI lo ha explicado con mucha claridad: dadas sus condiciones físicas, y después de mucho tiempo de oración ante el Señor, y por el bien de la Iglesia, toma la decisión de renunciar al servicio que tenía encomendado. Tras consultarlo largamente con el Señor, y por el bien de Su Iglesia. Hay poco que añadir. Sólo una cosa: que se encomendó a mis oraciones, y yo no he rezado bastante por él.