Una de las cosas que más llaman la
atención del estudiante de Medicina es la diferente frecuencia con que
determinadas enfermedades afectan a uno y otro sexo. Para el caso del
hígado, por ejemplo, el 90% de los pacientes con cirrosis biliar primaria son
mujeres, y el 70% de los pacientes con colangitis primaria esclerosante son
varones; las mujeres suponen el 90% de los pacientes con tiroiditis de
Hashimoto, y a los varones les toca el 90% de los síndromes de Goodpasture, que
afecta a riñón y pulmón. Además, empezamos a conocer otras implicaciones, como que,
a igualdad de los demás factores, el tabaco es más peligroso para la mujer, o
que la obesidad les supone mayor riesgo de ictus que a los hombres.
Hace unos años se desarrolló una
vacuna contra el herpes. Cuando, en una fase provisional, se observó que la
efectividad era del 73% en las mujeres pero no subía de 0% en varones -en conjunto no llegaba a un 40% de efectividad- la empresa promotora retiró el
proyecto. Pero, ¿de verdad no era efectiva la vacuna? Los estudios
farmacológicos acostumbran a realizarse en varones para evitar la
“inestabilidad” que supone las oscilaciones del ciclo hormonal femenino y la
posibilidad de un embarazo, por lo que eso implica de pérdida de las
condiciones basales para el estudio. Pero se sabe que, por ejemplo,
la aspirina protege más a la mujer del infarto cerebral, y al varón del
infarto de miocardio. Y ya hemos visto que los riesgos para los hombres no son
los mismos que para las mujeres. Las casas farmacéuticas optan por ignorar
estas diferencias, porque se obligarían a hacer un doble estudio en la
población y a doblar el coste de la investigación, pero el Sistema Nacional de
Salud de los EE.UU. obliga ya a hacer ese doble estudio a los laboratorios que
aspiren a financiación oficial.
Y estas diferencias se mantienen en
el plano celular. Se conoce desde hace años que los embriones macho tienen
divisiones celulares más rápidas que los embriones hembra, una diferencia
que llega a ser de 4 horas en los embriones de dos días. Y, en otro orden: según Zahra Zakeri,
de la Universidad
de Nueva York, las células madre musculares de machos tienen mayor facilidad
para diferenciarse a cartílago o hueso, y las de hembras, a músculo, y hasta la
mitad de los genes de las células de hígado, grasa y músculo se expresan de
modo diferente en uno y otro sexo.
La costumbre ha sido siempre
atribuir las diferencias entre los sexos a las hormonas masculina
–testosterona- y femeninas –estrógenos y progesterona-, pero a esos
embriones les faltan todavía seis semanas para empezar a producir sus hormonas,
y las células madre se estudian en cultivos celulares libres de hormonas, de
modo que hay que pensar en otra cosa.
Sabemos que todas las células del
hombre tienen el par de cromosomas sexuales XY, y todas las de la mujer, XX, y
eso tiene importancia reconocida en el desarrollo del embrión, cuando el
cromosoma Y pone en marcha sus escasos genes –principalmente, el SRY- para
convertir la glándula sexual indiferenciada en testículo, que en seguida
empezará a producir testosterona. Pero, pasado ese momento, el papel del
cromosoma Y parecía consistir en quedar silente a la espera de ser
empaquetado en un espermatozoide, permaneciendo al margen de las aventuras
metabólicas del organismo durante la mayor parte de su existencia. Este
concepto ahora está cambiando: estamos viendo que sus productos regulan genes de otros cromosomas.
Para dejar más claro que esas
diferentes sensibilidades no están relacionadas con las hormonas, Arthur
Arnold, de la Universidad
de Los Ángeles, ha introducido el gen SRY –responsable último de la producción
de testosterona- en hembras XX, y lo ha suprimido de machos XY, consiguiendo
así, en el primer caso, sexo cromosómico femenino con hormonas
masculinas, y, en el segundo, sexo cromosómico masculino con
hormonas femeninas. Y lo que ha visto es que, aun sin testosterona, el
cromosoma Y se sigue asociando a baja frecuencia de enfermedades autoinmunes y
a enfermedades neurodegenerativas más rápidamente progresivas, exactamente como
ocurre en los machos normales.
Pero se ha visto más: se ha visto
que, con el paso de los años, hasta un 20% de los varones pierde el cromosoma Y
en algunas de sus células, y estos varones tienen mayor tendencia a desarrollar
cáncer, lo que sugiere que el cromosoma Y podría tener alguna relación con
genes vinculados al desarrollo del cáncer.
No, no parece que la presencia del cromosoma Y sea un
dato anecdótico en la vida de una célula cualquiera. Como tampoco lo es contar con dos cromosomas X, porque hay que inactivar uno de ellos,
lo que consume energía que podría dedicarse a otros fines, y porque la
inactivación nunca es completa, de modo que la
mujer tiene una ración doble de algunos de sus genes.
Ni siquiera en el nivel celular el ser masculino o femenino resulta indiferente.