Cuatro mil de los aspirantes a
las oposiciones de Policía Nacional han sido excluidos por no superar la prueba
de ortografía. La noticia se presenta como un escándalo, y arrecian las
protestas. Se han presentado ya 1200 recursos. La opinión publicada es unánime.
He recordado a mi inolvidable
catedrático de Farmacología, D. Jesús Flórez Beledo –escribo aquí su nombre
como homenaje público-, que sabía que todo el que enseña en español es también
profesor de español, y he recordado un trabajo que devolvió ya corregido en el
que aparecía rodeada por un trazo de bolígrafo rojo una palabra “improvisada”
sobre la marcha, con su comentario: “¿palabra nueva?”. Otro profesor, de
Matemáticas, rebajó la nota de un ejercicio a un alumno con el comentario de
que había resuelto bien el problema que le había planteado, pero había resuelto
mal otro problema: el de si “tangente” se escribía con “g” o con “j”.
¿Qué sentido tiene exigir que un
policía nacional sepa escribir sin faltas de ortografía? ¿Qué sentido tiene que
un abogado, un médico, un camarero, un cantante, un labrador,… sepa escribir
sin faltas de ortografía? La pregunta nos remite, por un lado, a qué sentido
tiene atenerse a las normas. Existe la impresión de que todas las normas,
también las gramaticales, son una ocurrencia elitista, opresora de la libertad
de los individuos que haríamos mejor en saltárnoslas todos. ¿Es que no se entiende
“bergel”, “orrendo”, “vendecir” o “agovio”, por poner ejemplos sacados del
examen? Sí, claro que se entiende. Pero dejan una mala impresión en el lector.
En una época en la que está garantizado el acceso de todos a esos
conocimientos, eso refleja desinterés, escasa apreciación por lo bien hecho.
Nos parece que su autor es alguien que se conforma con el mínimo esfuerzo. Y en
el caso de funcionarios que van a velar por el cumplimiento de la ley,
resultaría poéticamente impropio que se saltasen las normas gramaticales.
Pero en todo esto hay algo más
grave que una mala imagen. Si no nos atenemos a unas normas comunes, no
tardaría es resultar imposible la comunicación. Basta considerar la
transcripción del texto con que publica la noticia el periódico, escrito tal y
como lo pronunciamos –y habría que decidir antes por cuál de tantas
pronunciaciones particulares nos inclinamos-: “los kandidátos kalkúlan ke ésta
dezisión déja fuéra dezénas de aspirántes de la Komunitát Balenciána, ke
prepáran rekúrsos masíbos. De écho, según fuéntes del kolektíbo en Baléncia
konsultádas por éste médio, ásta el moménto se an presentádo únos 1.200
rekúrsos de alzáda en tóda Espáña. Se an presentádo a las pruébas únas 16.000
persónas.”
No es fácil seguir leyendo un
texto así, pocos llegarían al final de la noticia. Por eso digo que acabaría
imposibilitando el mutuo entendimiento, porque cada uno de nosotros habla a su
manera, y cada comarca, también. En rigor, el latín que hablamos ahora en
España es tan diferente del latín que se habla en Francia, Portugal o Rumanía,
que son recíprocamente ininteligibles, y nos ha parecido conveniente darles
nombres distintos.
Las normas son la condición de la
vida tal como la conocemos, tan distinta de la de la Edad Media, por ejemplo,
cuando se podía cruzar la calle sin esperar a encontrar un semáforo en verde
¿Alguien cambiaría nuestro mundo por aquel? Hoy, si quiero viajar en coche de
Alicante a Santander, pongo por ejemplo, la única posibilidad que tengo de
llegar vivo a mi destino es que existan unas normas de tráfico y que todos las
respetemos; sin ellas, no sobreviviría al primer cruce de caminos, ninguno de
nosotros podría salir del pueblo con esperanzas de regresar vivo a casa, volveríamos
todos a la época prerromana.
No es indiferente atender a los
detalles pequeños, eso es lo que tendríamos que tener presente cuando leemos
noticias como ésta. Conocí a una mujer que en su juventud tuvo como profesor de
Lengua Española al poeta Gerardo Diego. Parece que era un profesor exigente, y
ella contaba algunas anécdotas muy expresivas. Era buena alumna, de
sobresalientes, y esperaba recibir una Matrícula de Honor a fin de curso. Pero
no la recibió. En vez de eso, se encontró con un “Sobresaliente”. Y estaba
asimilando la noticia cuando pasó por allí Gerardo Diego y la llamó:
-Esperaría usted una Matrícula…
-¡Sí!
-¿Y sabe usted por qué no se la
he dado?
-Pues,… ¡no!
-Porque cuando ha firmado el
examen ha escrito “Gutiérrez” sin acento, y una persona que saca Matrícula en Lengua no puede escribir “Gutiérrez” sin
acento.
Malos tiempos son éstos para un
profesor como Gerardo Diego.