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jueves, 1 de enero de 2015

GONZALO HERRANZ Y EL GATO CON BOTAS



El conocimiento científico ha llegado a ser, entre nosotros, paradigma del verdadero conocimiento, hasta el punto de afirmarse que el único conocimiento válido es el conocimiento científico. Es ésta, sin embargo, una afirmación que se contradice a sí misma, porque no procede de ninguna investigación de carácter científico: la afirmación "fuera de la ciencia no hay conocimiento" no puede defenderse desde dentro de la ciencia. La realidad, más bien, indica lo contrario: el avance de la ciencia no se produce, principalmente, por acumulación de nuevos datos, sino por rectificación de lo asegurado hasta ese momento, por revisión de lo que se creía anteriormente. 

La fuerza de convicción que tiene a nuestros ojos el conocimiento científico procede precisamente de ahí: de su capacidad para mirar atrás con ojos críticos, para poner las cosas en tela de juicio y ver qué pasa. Negar esto es volver al principio de autoridad como fuente de certeza, algo que repugna a la ciencia.

Tampoco es imparcial la ciencia. No puede serlo. Cuando la opinión general afirma que ciencia es observación y experimentación olvida el decisivo papel que juega la iniciativa del científico, que tiene que trazarse un objetivo, plantear una hipótesis que le lleve hasta él y diseñar los experimentos adecuados. Todo nace y está condicionado por este interés personal que es el motor de todo el mecanismo.

De modo que sin crítica de lo sabido, y sin voluntad cierta -libre de intereses ajenos a la ciencia- de descubrir la verdad, el conocimiento científico se nos escurre de las manos como el agua.

El profesor Gonzalo Herranz, Catedrático Emérito de Anatomía Patológica y de Embriología, es un ejemplo de afán por la verdad. Desde que su jubilación le dejó más tiempo libre, se ha esforzado en justificar las afirmaciones que todos –y él también- hemos dado cuando explicamos el desarrollo del embrión, cosas como que las células de un embrión de pocos días de vida son indiferenciadas e intercambiables, o que es posible la gemelación por separación de las células de un embrión único en etapas precoces de su desarrollo.

Ha dedicado mucho tiempo a rastrear aguas arriba, ascendiendo de un artículo al anterior  hasta dar con aquél del que procede lo que todos hemos repetido luego. Y ha publicado el resumen de sus hallazgos en un libro notable y herético, “El embrión ficticio”, un libro que se lee con pasmo, porque hace tambalearse los cimientos de nuestros conocimientos de embriología. Herranz expone ante el lector cómo surgen algunas de esas ideas que la Ciencia ha elevado a dogma.

Me quiero entretener en el argumento de la gemelación monocigótica, que  viene a decir que, a lo largo de sus dos primeras semanas, el embrión humano no es ni puede ser considerado un individuo,  porque puede escindirse y dar lugar a dos o más sacos embrionarios. Una afirmación cuyas consecuencias rebasan el ámbito de la ciencia, pues está en el origen de la doctrina que niega estatuto de humanidad al embrión temprano.

El argumento nace en un artículo de J.W. Corner de 1922 en el que describía los gemelos que había encontrado al estudiar los úteros de cerdas gestantes. Tras la presentación de sus hallazgos terminaba proponiendo una hipótesis: “Voy a permitirme la libertad de ceder a la imaginación al referirme a la morfogénesis de los gemelos monocigóticos humanos”. Y desarrolló una teoría ingeniosa y brillante –pero imaginaria- en la que unió sus propias ideas sobre la gestación biamniótica del cerdo con las de Paterson sobre la gestación monoamniótica del armadillo, y las trasplantó a la gestación monocorial humana.

Pero era una teoría altamente razonable y de una lógica lineal, y, apoyada en el enorme prestigio científico de Corner, fue aceptada no como lo que, en realidad, es –un modelo teórico, una hipótesis pendiente de verificación-, sino como un  registro preciso de hechos probados, a pesar de los esfuerzos del propio Corner por recordar la falta de soporte empírico de la teoría: todavía en 1954, cuando se había convertido ya en doctrina indiscutible, insistía en recordar que era algo puramente especulativo: “Se ha elaborado, sin embargo, mediante meras conjeturas”.  

Hoy, merced a las técnicas de fecundación artificial, se han estudiado decenas de miles de embriones humanos en fases precoces de su desarrollo, y no se ha encontrado soporte alguno para esta teoría. Sin embargo, se ha documentado al menos una vez, y de modo convincente, la presencia antes de la eclosión y dentro de una misma pelúcida –la “carcasa” de lo que fue el óvulo-, de dos embriones tempranos independientes, y nada impide pensar que se hayan separado en la primera división celular del embrión. Más aún: hoy sabemos que el embrión es una estructura altamente organizada, constituida por una población celular que presenta gradientes específicos de activación génica y de actividad de señalización, y esto hace altamente improbable la teoría de la gemelación monocigótica.

Cuando el bioético saca conclusiones de envergadura, como es afirmar o negar el estatuto humano del embrión, tiene la obligación de despojarse de sus prejuicios éticos y biológicos. Y esto quiere decir también abandonar el principio de autoridad, en virtud del cual se da por sentada la verdad de una afirmación científica sin más argumento que el prestigio de su promotor.

Revelar a estas alturas la inconsistencia de tal argumento puede parecer, en palabras del propio Herranz, “fustigar un caballo muerto”. Sin embargo, descubrir falacias del pasado nos proporciona una experiencia que puede ser útil para otros debates en el futuro. Especialmente, puede servir a los propios investigadores –y a nuestros legisladores y jueces, receptores acríticos de su mensaje-, cuya actitud ante los descubrimientos de la ciencia nos hace recordar a los personajes de Perrault: 

¡Cómo no va a existir el Marqués de Carabás cuando el propio Gato con Botas dice que está a su servicio!



viernes, 10 de octubre de 2014

NUNCA BAILARON JUNTOS


En poco tiempo nos hemos encontrado con dos noticias relacionadas con las “técnicas de reproducción asistida”: la primera contaba que una pareja australiana había pagado a una mujer tailandesa para que fuese inseminada y llevase a cabo la gestación de la que resultaron dos hermanos gemelos: Pipah, una niña sana que ya está en Australia con su padre y la mujer de éste, y Gammy, un niño con síndrome de Down, que no fue aceptado por su progenitor y quedó con su madre en Tailandia. Quizá no sea inoportuno añadir que Pattaramon Chanbua, la madre de las criaturas, es una muchacha de 21 años que trabaja como cocinera para alimentar a sus hijos de 3 y 6 años, y que aceptó quedar embarazada y dar a luz tras inseminarse porque con esos 10000 € podría pagar sus deudas y dar estudios a sus hijos.

La segunda noticia se refiere a Jennifer Cramblett, una mujer blanca de Ohio de 36 años que acudió a un banco de semen para conseguir satisfacer su deseo de tener un hijo. Jennifer descubrió, cuando estaba embarazada, que el donante de semen era de raza negra, lo que echaba por tierra su ilusión de tener un niño blanco y rubio, un angelito de Murillo. Como es natural, ha demandado al banco de semen por “nacimiento injusto y violación de la garantía”.

Son dos historias que nos hablan del deseo de tener un hijo, algo que no puede sino despertar nuestras simpatías. Y, sin embargo, hay en ellas algo que nos sorprende y nos violenta, algo que, como hace 200 años, vincula los conceptos “vida humana” y “mercancía”: la persona no es amada ya por sí misma, sino en función de determinados rasgos que debe presentar antes de ser aceptada. No se trata de su actitud; se la rechaza por algo que es superior a ella, y que es, además, la razón de su propia existencia, lo que se buscó desde antes de concebirla: el objeto de la persona, su destino final. Es decir, la cosificación como razón de ser.

Y así se entienden mejor estas noticias: si se concibe esa vida como un objeto de consumo es natural que esas transacciones caigan plenamente en el ámbito mercantil: es derecho de todo consumidor rechazar el producto defectuoso, y eso es lo que ha hecho el padre de Gammy, que nunca hubiera pagado esa cantidad por una mercancía imperfecta. Y lo que se refleja en la demanda de Jennnifer, que acusa al banco de semen de violación de garantía: ella pidió ser inseminada con semen de determinadas características para conseguir el producto deseado, y se siente estafada en sus derechos de consumidora.

Lo más sorprendente es que no lo haya comprendido así el propio abogado de Jennifer, Timoteo Misny, que ha declarado: “El Banco de Semen Midwest cometió un error que un banco de esperma no puede cometer. Esto no es como pedir una pizza”. El señor Misny se equivoca: esto es exactamente lo mismo que pedir una pizza: el consumidor solicita su producto con los ingredientes deseados y espera que el resultado tenga el aspecto apetecido.

¿Cómo se ha llegado hasta aquí? ¿Qué es lo que ha fallado? A mí me da la impresión de que algo está equivocado en esa idea tan aceptada del “derecho a tener un hijo”. El deseo de tener un hijo puede ser muy intenso, y el hecho de que en muchas parejas ese deseo acabe frustrado puede ser muy doloroso. Pero no podemos identificar “deseo” con “derecho” (algo que se podría exigir). Es ésta una equivalencia que ni siquiera en otros campos de la realidad nos parece válida: yo puedo desear ser el presidente de General Motors, pero eso no lo convierte en un derecho mío; un estudiante desea, sin duda, aprobar sus asignaturas, pero no tiene derecho a ello hasta haberlas estudiado y aprendido.

Pues si esto es así en lo que se refiere a nuestros deseos materiales, cuando hablamos de personas la distancia es incomparable. Yo creo que en ese campo el único “derecho” que asiste a la pareja es el derecho a realizar actos que en sí mismos estén orientados a la fecundidad, sin que ninguna autoridad pueda obligarles a ello ni impedírselo. Todo lo que pase de ahí ya no es un derecho.

Eso, en lo que se refiere a derechos de la pareja. Otra cuestión es el derecho que pudiera tener el hijo. Recientemente se ha abierto la página web AnonymousUs.org, creada por Alana S. Newman, una escritora californiana hija de un donante anónimo de semen, que tiene por objeto reflejar las vivencias y sentimientos de los hijos y padres en relación con la fecundación artificial. Allí podemos oír la voz de esos niños procreados artificialmente. El dolor y el resentimiento de algunas de esas personas produce desconcierto: “Soy un ser humano. Sin embargo, fui concebida con una técnica que al principio se usó para la cría de animales. Peor aún: los granjeros conservaban mejor los expedientes genealógicos de su ganado que las clínicas de reproducción asistida. También me hace sentirme extraña pensar que mis genes son la suma de los de dos personas que nunca se quisieron, nunca bailaron juntas, y ni siquiera se conocen.”

Ésta es la cuestión.

sábado, 28 de septiembre de 2013

SALIMOS PERDIENDO



Pasamos unos días de descanso en un pequeño pueblo del interior. Apenas unos centenares de casas apretadas bajo el sol. Al caer la tarde acaba el encierro preventivo al que obligan las altas temperaturas, y salimos a dar nuestro paseo.  Nos acercamos a un escaparate: lienzos de diferentes tamaños y estilos, fotografías de época, acuarelas, pasteles, óleos,…marcos sencillos, apenas unas regletas para confinar la belleza, y marcos reduplicados, tallados, artísticos, en los que parece que el contenido es el pretexto para exhibir la propia belleza del  marco. Todo, presentado con esmero, casi con mimo, porque la excelencia hay que resaltarla sobre el fondo. Se cuida el detalle, se nota el cariño con que tratan aquí a la obra de arte. 

Los seres humanos somos así: necesitamos señalar con detalles de especial cuidado lo que nos parece importante, lo que destaca sobre el resto: es una forma de marcar diferencias, de mostrar nuestro aprecio al valor que encierran. Si en ese establecimiento apareciese un rótulo en el que se leyese “fábrica de cuadros” parecería que el objeto quedaba degradado, que quedaba descartado como arte, reducido a mercancía: sería la confesión de que habríamos perdido la facultad de reconocer su valor original, lo que lo hace irrepetible y nos enriquece. Fabricar es igualar por abajo; es producción en serie, homogeneidad difusa, multitud indiferente: nada hay especial, desaparece lo excelente, lo que destaca, lo valioso; ¿quién se atreverá a decir que Velázquez, que Caravaggio, que Goya, fabricaban cuadros?  

Por eso, cuando he leído que Carl Djerassi, el creador de la píldora anticonceptiva, contempla un futuro en el que la generación humana habrá quedado completamente desvinculada de la sexualidad -sexo estéril por un lado, fecundación in vitro por otro- he sentido un escalofrío, una impresión de empobrecimiento radical. Que ha dejado paso pronto a una profunda compasión.

         Compasión, en primer lugar, hacia el propio Djerassi,  que se declara así insensible para reconocer en el origen de la persona otros elementos que no sean el hecho puramente zoológico del placer y el estrictamente celular de la fecundación. En el camino se ha perdido el único elemento que introducía la dimensión personal: el momento de intimidad y de entrega de dos personas que se aman con un amor que va más allá de sí mismo y que es capaz de dar de sí nada menos que a una persona nueva, distinta, irreductible a ellas: una innovación radical, un amor creador. Por eso, si se piensa bien, sus palabras suenan a cadena de montaje, a un proceso  mecánico, sin “alma”. Y por eso puede desensamblar sus componentes y considerarlos por separado. 

Pero compasión también hacia esa improbable sociedad en la que la continuidad de las generaciones tuviese lugar así. Se me dirá que da igual, que eso ya ocurre ahora y que es poco importante, que la nueva realidad personal acabará surgiendo de todas formas. Sí, es verdad que eso ya ocurre ahora. Pero es la excepción, el suceso raro. Convertir la excepción en norma cambia el amor originante por un proceso técnico, artificial, “fabril”, que no cuadra bien con el nivel de excelencia que corresponde a la persona humana. Un acto medido en todos sus puntos para alcanzar el fin que se persigue: nada queda al azar, el resultado asegurado, la exactitud a salvo de imprevistos, el dominio absoluto del hombre sobre…¡el hombre!

Y es verdad también que la realidad personal acabará surgiendo, de todas formas, de ese proceso. Pero en su origen se habrá introducido algo que es "menos digno" de él que la intimidad de aquel amor entregado. ¿Y eso es muy grave? No, no es muy grave. Hasta que imagino que podríamos estar hablando de mí, o de un hijo mío. Y entonces lo comparo con el cuidado amoroso que recibía la excelencia en un taller olvidado de un pueblucho olvidado.

         Salimos perdiendo


martes, 4 de junio de 2013

PRESIONES SOBRE BEATRIZ



Beatriz tiene un hijo de 18 meses y otro en camino. Que está embarazada, quiero decir: en camino estamos todos. Tiene, además, una enfermedad crónica, lupus eritematoso, pero eso no ha impedido un nuevo embarazo. En realidad, el lupus ya estaba ahí cuando quedó embarazada de su hijo mayor. No es un impedimento grave. De hecho, la gestación supone cambios en el cuerpo de la madre que alivian los síntomas directos del lupus. Es verdad que, en evoluciones largas, pueden sobrevenir complicaciones que requieran más cuidadosa atención durante el embarazo, pero no parece ser ése el caso de Beatriz, que ha alcanzado la semana 27ª sin graves dificultades. Como, por otra parte, era de esperar, dado que su anterior embarazo es tan reciente que no ha dado tiempo a la aparición de complicaciones por cronicidad. 

Pero algunas voces se han apresurado a advertir sobre el peligro que corre la vida de Beatriz, y todos nos sentimos conmovidos por la situación de esta joven mujer que se expone a una muerte cierta si no desiste de llevar adelante su embarazo. Y Beatriz, la primera. Ella no sabe medicina, ella sólo sabe lo que le dicen: que, si no aborta, morirá. No quiere abortar, pero no quiere morir. No quiere morir, pero no quiere abortar. ¿Cómo escapará de ese nudo? 

Conviene separarnos un poco para tener algo de perspectiva, para poder ver las cosas mejor, y en su totalidad. Lo que contemplamos entonces es lo siguiente: Beatriz ha alcanzado la semana 27ª: su hijo es viable, puede nacer con garantías y comenzar su vida extrauterina. No en otro país, no con otras condiciones sanitarias: es viable allí, en El Salvador, donde está ahora Beatriz. De hecho, su hijo mayor nació tras 26 semanas de gestación: una menos. Por lo tanto, no se trata de ficción o de un deseo: es un dato objetivo. 

Es verdad que hay otro dato objetivo: el niño que crece dentro de ella está enfermo. Y morirá sin remedio. Como yo, como todos. Pero él, quizá antes que todos nosotros. Beatriz siente a su hijo crecer y moverse dentro de ella. No quiere que muera. Morirá, pero Beatriz no quiere que muera. Morirá “superiormente a ella”. ¿Qué haría cualquier madre, cualquiera de nosotros, si supiésemos que alguien a quien queremos morirá en poco tiempo? ¿Aceleraríamos el tránsito? ¿No lo cuidaríamos con mimo y procuraríamos aprovechar el tiempo que quede, bebernos cada minuto? 

El amor consiste en eso –el amor consiste también en eso-: entre matar despedazando –o quemando con solución salina- y cuidar atendiendo a su bienestar y a su dignidad hasta que sobrevenga la muerte, no se plantea la duda. 

Entonces, ¿por qué ha estado Beatriz en esa alternativa? Si el embarazo complicaba su porvenir, el parto era una salida sin riesgos para ninguno de los dos implicados, ¿por qué se ha peleado para que, en vez de eso, consienta en abortar? ¿Alguien creía en serio que un parto bien atendido, o, llegado el caso, una cesárea, suponía para Beatriz más riesgos que los que implica un aborto, especialmente dadas sus condiciones de salud?  ¿Hemos estado hablando, de verdad, de lo que sería mejor para Beatriz? ¿Por qué el grupo de abogados que presentó la solicitud afirmaba que estaba “en riesgo de muerte inminente”? ¿Ignoraban esos abogados que tal riesgo no existía? Porque, en ese caso, no podemos fiarnos de lo que nos digan. ¿O no lo ignoraban, sino que fingieron ignorarlo? Porque, entonces, menos todavía podemos fiarnos de lo que nos digan. 

En esto ha quedado la historia de Beatriz, una historia que ha dado la vuelta al mundo como bandera del movimiento abortista antes de comprobarse que todo era una farsa, un bluf, una falsificación. Pero, también, una historia para recordar. Cervantes llamaba a la historia “testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo porvenir”. 

Pues eso.

lunes, 1 de agosto de 2011

PERDONAR PARA PODER VIVIR

La reciente noticia del perdón de una mujer iraní que ha evitado que el hombre que la cegó con ácido haya sido cegado por el mismo procedimiento ha puesto sobre la mesa, no sólo la heroicidad del hecho en sí, sino la misma posibilidad del perdón.
La primera impresión es que se trata de algo poco natural, de un perdón que contraviene a la propia naturaleza, que está por encima de nuestras posibilidades, que es sobrehumano. Y, desde luego, no podríamos objetar nada si no hubiese concedido ese perdón: al fin y al cabo, todos somos humanos, y el dolor reclama venganza. Estamos en la ley del talión, tan frecuentemente denostada, pero a la que tan bien viene recurrir algunas veces. No olvidemos que la ley del talión, más que rasgo de barbarie, es un indicio de que la barbarie va quedando atrás: pone un límite a la venganza, que, de otra manera, iría multiplicándose en sucesivos viajes de ida y vuelta, hasta hacer imposible toda convivencia, toda sociedad: basta volver la mirada a las guerras de la antigua Yugoslavia, o la que enfrentó a hutus con tutsis en Ruanda, para comprender que la ley del talión nació de la necesidad de sobrevivir a una violencia creciente y feroz.
Pero esta mujer, Ameneh Bahrami, ha ido más allá de la pura limitación de la venganza, y lo ha hecho en circunstancias heroicas. Enfrentada con el horror, oprimida por el horror, ha sabido alejarse de él, dañada pero incontaminada. No es fácil, es casi sobrehumano. Pero es lo único, no ya “bueno”, “honroso” o “noble” que puede hacer: es lo único “saludable” que puede hacer. En primer lugar, porque la alternativa –hacer al otro lo que el otro le hizo a ella- en el fondo, la hubiera puesto al mismo nivel que su agresor: se nos olvida que nuestras decisiones, nuestros actos tienen un efecto en el mundo exterior que puede ser que no nos importe demasiado, pero tienen otro efecto que nos transforma por dentro: cuando robo, cuando torturo, cuando mato, provoco el traslado de una cosa a otro lugar, la presencia del sufrimiento donde no lo había, la sustitución de una persona por un cadáver; pero también me transformo a mí mismo: me convierto en un ladrón, en un torturador, en un asesino.
Hay, además, una razón de máxima importancia práctica. El rencor provocado por el dolor sufrido acaba apoderándose de nuestro corazón y de nuestra voluntad, prolongando el daño, haciéndonos cómplices de nuestro agresor y multiplicando su poder sobre nosotros. No hay adónde huir: nos persigue incansable, reabriendo la herida sin cesar y robándonos la paz y la propia vida. Y ni siquiera devolver el mal nos deja descansar: no hay daño bastante para satisfacernos, no hay medida suficiente para adormecer el corazón, para matar el odio, la rabia perpetuada. ¿Cómo librarnos de esto, cómo volver a vivir y a descansar?
La única escapatoria del dolor es el perdón, que extingue el rencor y limita la duración del daño, que destruye el poder del agresor y nos devuelve la soberanía sobre nuestra propia vida. El perdón –“per-don”- es el regalo sobreabundante que da lo que no se merece, que libera a la víctima de la servidumbre a la que la sometía el resentimiento, que destruye la obra del agresor, que aniquila el mal. El perdón es la última esperanza que le queda a la víctima de sobrevivir a su dolor. ¿Es sobrehumano? No: es la liberación del mal, una condición para alcanzar una vida plenamente humana.

sábado, 26 de marzo de 2011

EN LA CELEBRACIÓN DEL DÍA INTERNACIONAL DE LA VIDA

El Día Internacional de la Vida no es un día contra, sino un día a favor. Un día a favor del mayor bien que encontramos en la naturaleza: la vida humana. Tenemos que recordarlo nosotros y recordárselo a otros. Porque todos tenemos la obligación de ampararla y protegerla, y de acudir en su ayuda cuando lo necesite. No seremos verdaderamente humanos si no nos posicionamos decididamente a favor de la vida humana. Sin fisuras, sin excepciones. Y siempre: desde que comienza hasta que termina.
Nadie puede atribuirse el papel de juez para decidir qué vida merece ser vivida y cuál no. No hay unas vidas más dignas y otras vidas menos dignas. Y si hay personas que viven en condiciones indignas nuestra obligación es intentar cambiar esas condiciones. La sociedad tiene que reconocerlo así y promover las medidas necesarias para el cuidado de la vida.
"Vive y deja vivir". Llevamos toda la vida oyéndolo. Pero lo entendemos mal: dejar vivir no es despreocuparse por el otro, sino dejar que viva, permitirlo, posibilitarlo. Eliminar los obstáculos y facilitar la vida. Aliviar las dificultades en las que se encuentra una mujer embarazada en apuros, aliviar la situación en la que encuentra un enfermo terminal. Dejar vivir no es quitar algo: el embarazo o el enfermo. No es quitar, sino dar: dar amor. La vida humana es una vida capaz de amar, y el amor no quita la vida, sino que la cuida. Desde el principio. Y hasta el final.
Es ésta una misión que encomendamos a nuestros políticos, pero en realidad nos concierne a todos. Si sabes de alguna mujer que está embarazada y se encuentra sola, o sin empleo, es posible que llegue a contemplar el aborto como una solución; ofrécele tu ayuda: escúchala, acompáñala, aconséjala. Si sabes de alguien abandonado a su enfermedad, acompáñalo, dale tu afecto: el dolor no es más fuerte que el amor.
¡Difunde la cultura de la vida!

jueves, 17 de febrero de 2011

NO ES ASUNTO MÍO



Como todas las cosas, también la fiesta de El Cairo tiene sus claroscuros, también hay dolor mientras suena la música. El día 11 de febrero Lara Logan, corresponsal estrella de la CBS, está en la plaza Tahrir acompañando a la población y cubriendo para su cadena la alegría que sacude a los manifestantes por el abandono del poder de Mubarak. Súbitamente, un grupo de hombres enloquecidos “-unos doscientos”- la arranca del lado de sus colaboradores y la somete a “más de veinte minutos” de apaleamiento –no parece confirmada la agresión sexual, en este caso- ante la multitud, que asiste impertérrita.
En Nueva York, en 1964, se produjo una situación que ha quedado en el recuerdo. Catherine Susan Genovese, Kitty Genovese, regresa a su casa de madrugada. Acaba de dejar su coche cuando es asaltada. Grita, y algunos vecinos encienden la luz y se asoman a la calle, pero el asaltante la apuñala y se va. Nadie acude a los gritos de Kitty. Salvo su asaltante, que vuelve para rematar la faena, dejándola mortalmente herida. Nuevos gritos: “¡Me muero, me muero!”. Los vecinos se asoman, pero nadie acude. Salvo, de nuevo, su asaltante. Con el cuchillo en la mano, la viola y le roba 49 dólares que lleva encima. Un vecino llama a la policía, que llega al cabo de unos minutos. Kitty muere, asaltada y violada a la vista de sus vecinos.
Afortunadamente, este caso no tiene los tintes dramáticos que concurrieron en Kitty, y Lara se recupera con ánimos de volver a la brecha. Pero pone ante nosotros la vieja cuestión: ¿cómo es posible que podamos asistir impasibles a algo así? La clave nos la puede dar una vieja respuesta infantil ante la urgencia de un quehacer: -“¡Alguien tiene que hacerlo!” –“Bueno, pero ¿por qué yo?”. ¿Por qué yo? ¿Por qué no puede ser otro? El niño no se siente interpelado por esa urgencia, no siente el peso de la responsabilidad todavía. Pero acaba llegándole, todos nos hacemos adultos. “Cuando yo era niño pensaba y razonaba como niño, pero cuando me hice hombre dejé atrás las cosas de niño”. Cuando dejó de preguntarse ¿por qué tengo que hacerlo yo? y pasó a preguntarse “¿por qué no voy a hacerlo yo?” dejó las cosas de niño y se hizo hombre.
Es la parábola del buen samaritano, tan conocida que llegamos a creer que lo que nos cuenta es una historia real, y, sobre todo, nos olvidamos que otros dos personajes bajaron por allí antes que él y pasaron de largo: dos de tres, la mayoría. ¿Por qué no hicieron nada? No lo sé, probablemente les urgía la prisa: yo creo que iban a una conferencia sobre los derechos humanos y no querían llegar tarde. Lo mismo que a estos cairotas su papel de víctimas de la opresión de Mubarak les impidió reconocer a Lara como víctima de su propia opresión. Pero, ¿y los espectadores?
Cuando Edmund Burke, primer crítico de la Revolución Francesa, afirmó que “para que triunfe el mal basta con que los buenos no hagan nada” estaba expresando un principio viejo como la playa: que raras veces asistimos al Mal, con mayúscula, hipostasiado, casi sobrehumano e invencible, como los héroes del cómic americano; lo más corriente es encontrarnos con el daño infringido por el hombre, un daño a pequeña escala y al que podría haber ofrecido resistencia, porque lo provoca alguien de mi tamaño, uno como yo.
No tenía razón, en cambio, cuando afirmaba que la condición es que los buenos no hagan nada. Esa es una excusa muy frecuente, también típica de la infancia: -“Yo no he hecho nada”. Pero eso, precisamente, me excluye del grupo de los buenos: no he hecho nada cuando había que hacer algo, algo, lo que fuera, cualquier cosa menos quedarme mirando cruzado de brazos. La pasividad es una forma de complicidad. Eso que está tan claro cuando asisto a la pasividad de otro y que se me pasa por alto cuando soy yo el que se cruza de brazos ante la injusticia.
No, no vivimos en un cómic americano, nuestros enemigos no son todopoderosos, son de nuestra talla, y están fuera, pero también dentro de nosotros, dentro de mí: mi egoísmo, mi miedo, mi pereza, mi cobardía, mi comodidad, mi vergüenza. A todos podemos resistir, a todos podemos rechazarlos. Pero hace falta la voluntad de sacar adelante lo que nos parece más justo y de enfrentarnos a la injusticia. Y al injusto. La tarea parece sobrehumana a veces. Hasta que nos ponemos a ello. Entonces se desvanecen los fantasmas, y el cómic americano se convierte en una novela inglesa -al final, la vieja Europa- en la que Frodo Bolsón, un simple hobbit, consigue llevar el anillo al Monte del Destino venciendo la oposición del poderoso Saurón.

domingo, 12 de diciembre de 2010

UNA EDUCACIÓN REACCIONARIA

Estamos tan obsesionados por los genes que se nos olvida que, en realidad, sólo una pequeña porción de nuestras vidas viene determinada por nuestro material genético. No es infrecuente descubrir que los descendientes de personajes deslumbrantes se pierden en el anonimato, y que grandes figuras de la historia proceden de familias perfectamente corrientes.
Lo que sí es una diferencia inicial de profundas consecuencias es el ambiente en el que tiene lugar la formación de la persona. Los niños nacidos en familias en las que se domina el uso de la lengua, en las que se escribe y se habla con corrección, respetando la ortografía y la sintaxis, en las que es común el acceso a los libros, en las que se habla ordinariamente de temas múltiples y de interés general, tienen, de partida, una enorme ventaja sobre aquellos en cuyas familias la lengua se utiliza sin cuidado, con fonética confusa, sin atención a la corrección gramatical, en las que no hay libros y no se lee, en las que no se habla más que de temas cotidianos de interés inmediato. Dependiendo del punto de partida, las posibilidades de desarrollar una vida plena son enormemente distintas en uno y otro caso.
Los estados modernos se esfuerzan en atenuar esa desigualdad de raíz, esa desventaja de unos respecto a otros, implantando una enseñanza general que equilibre las oportunidades, que las haga comparables. Es un principio elemental en una política social de progreso.
Claro, que alcanzar esa igualación del nivel de lo humano exige esfuerzo, porque supone re-crear las condiciones en las que se apoya la vida humana, rectificar lo que da la naturaleza. Y la naturaleza no proporciona parques y jardines, sólo, en el mejor de los casos, campos, prados y praderas: los parques y los jardines cuestan un esfuerzo humano constante. Y hay que añadir: e improbable.
Porque lo primero que oye el niño que se acerca a la escuela –y no deja de oírlo hasta la Universidad, y más adelante- es que hay que aprender jugando. Yo no sé quién fue el primero en expresar esa fórmula, pero sí sé que nunca educó a nadie. La educación, la instrucción, el aprendizaje en general, cuesta esfuerzo. Lo siento, pero es así. Y hay que decirlo para que lo oigan los interesados, para que lo oigamos todos. Los únicos que aprenden jugando son las crías de los animales, que quizá fueron los modelos del descubridor de ese secreto. La formación de las personas no podría ser zoológica aunque nos lo propusiéramos: antes o después acabamos encontrándonos con la voluntad, que, en busca del objetivo que persigue, me obliga a hacer lo que no me apetece y a renunciar a lo que me apetece.
Nos hemos empeñado en alcanzar esa igualación de oportunidades fingiendo que es indiferente estudiar o no, esforzarse o no, porque igual se va a pasar al siguiente curso. Y es verdad que se pasa al siguiente curso. Pero no se pasa igual, como acaba de mostrarnos una vez más el informe PISA. Un informe en el que figuran en el grupo de cabeza Shanghai, Japón, Corea, Hong Kong y Singapur, todos ellos con un elevado número de alumnos por grupo –lo contrario de lo que nos empeñamos en promover nosotros- pero también todos ellos orientados no al examen -como sucede entre nosotros- sino al trabajo, y con un alto grado de exigencia: han asumido que aprender es costoso, que exige esfuerzo, y actúan en consecuencia.
Nuestro sistema educativo es profundamente inhumano, porque la condición más profunda del hombre es “poder ser más”, es su capacidad de ascenso, de rectificación, de superación. Y, paradójicamente, han sido los que se titulan progresistas los que más interés han demostrado en desterrar el esfuerzo de la enseñanza. No es fácil imaginar algo más reaccionario que negar la posibilidad de tener unas oportunidades de vida superiores a las de nacimiento. Lo progresista, lo igualitario, es conseguir una sociedad en la que la excelencia no sea familiar o de clase, sino individual, debida al esfuerzo personal. Sin eso, las demás desigualdades son secundarias.

miércoles, 20 de octubre de 2010

LA PARTE POR EL TODO



Las células madre empiezan a mostrar una faceta inesperada: abaratar nuestro gasto de farmacia.
La experimentación con un fármaco de reciente diseño incluye conocer cómo se reparte por el organismo, y cómo se metaboliza, y también cómo se comporta el organismo ante él, cuál es la dosis mínima eficaz, la mínima tóxica, cómo se controlan o reducen sus efectos, etc. Para eso se recurre inicialmente a los animales de laboratorio, pero, antes o después, hay que observar los efectos en el hombre.
Todo esto tiene un alto coste, en primer lugar por escrúpulo ético: por una parte, algunos defensores de los animales muestran rotundamente su desacuerdo con estas prácticas, y, por otra, el dilema ético durante la fase humana puede aparecer respecto a los móviles que impulsan a los que se presentan voluntarios, y también respecto al riesgo al que se les somete, por remoto que sea.
Pero tiene también un coste económico no despreciable: pensemos que la fase animal puede costar unos cinco millones de dólares, y la fase clínica, llevada hasta el final –unos diez años- alcanzar los mil millones.
Y en cualquier momento de todo este recorrido puede surgir un inconveniente que haga imposible utilizar ese fármaco en la clínica humana. Entonces se pierde todo lo invertido hasta ese momento, y surge la pregunta: ¿no podría hacerse un primer descarte de forma más económica?
Los laboratorios Roche acaban de anunciar que su desarrollo de un nuevo antiviral ha sido suspendido por los efectos observados en el corazón de roedores, efecto que después han confirmado en tejido cardiaco humano desarrollado para ellos por Cellular Dynamics International a partir de células madre. Se ahorraban así los millones que les habría costado la fase humana, y podían haberse ahorrado los tres millones de dólares que les costó la fase con animales si hubieran empezado por ahí.
La competitividad hace el resto. Si Roche, con este nuevo método, puede cambiar años de trabajo y millones de dólares por una placa de laboratorio, las demás farmacéuticas no tardarán en hacer lo mismo. Pfizer y GlaxoSmithKline ya lo han hecho, y Cellular Dynamics International está haciendo su agosto: después de desarrollar células cutáneas y sanguíneas, se propone, para el próximo año, líneas celulares hepáticas y nerviosas. Mientras, su competidor, iPierian, no quiere quedarse fuera y comienza a desarrollar bancos celulares en los que se probarán nuevos fármacos para diabéticos y para pacientes con enfermedades neurodegenerativas. Y todos los esfuerzos utilizan células madre inducidas a partir de tejidos adultos, lo que suprime los dilemas éticos desde el principio.
Las células madre siguen siendo fuente de esperanza: menos gastos de producción significarán abaratar el producto final. Todos lo agradeceremos.

martes, 8 de junio de 2010

TODAVÍA NO QUIERE

sábado, 15 de mayo de 2010

EL ARTE DE LA MEDICINA

El ejercicio de la Medicina ha sido tradicionalmente considerado una ciencia y un arte: ciencia porque se apoya en unos conocimientos de la biología que no dejan de crecer, y arte, porque al acercarnos a la persona doliente nos acercamos a una realidad que sólo puede conocerse mediante la experiencia directa y personal, lo que se ha reflejado en el aforismo "no existen enfermedades, sino enfermos".

"En Medicina y en amor, no digas ‘siempre’ ni ‘nunca’ " nos enseñaban en la Facultad en tiempos menos relativistas que éstos. No se trata de "blanco o negro", hay infinidad de grises, y el médico, está obligado, en esta situación, a tomar una decisión según su leal saber y entender y teniendo siempre presente el bien del enfermo. Pero tenerlo presente no es garantía de alcanzarlo, y el azar se introduce en su quehacer profesional, que no es una ciencia exacta sino una rama de la Biología: algo abierto, inseguro, inestable, frágil.

Vienen estas consideraciones a propósito de una reciente sentencia que condena a un ginecólogo a pagar un millón de euros por la parálisis sobrevenida a una paciente (1). Y el motivo que se indica es "mala praxis" por no haber informado de ese riesgo en la administración de un fármaco. Vaya por delante mi convicción de que la paciente no debe quedar abandonada a su suerte: tenemos la obligación de ayudarla en su situación, y hay formas adecuadas para ello. Pero dicho esto, inmediatamente hay que recordar que del hecho de que haya ocurrido un accidente no se deduce la existencia de una culpa. Sólo podemos ser responsables del mal que procuramos, y del que podemos razonablemente esperar y no evitamos. Y en este punto, la palabra clave es "razonablemente".

La Medicina está siempre expuesta a un accidente, y la primera ocasión puede ser la ocasión fatal: la desgracia no siempre es previsible. Claro está que esto no tiene por qué saberlo un juez, un juez no es un médico. Pero, precisamente por eso, la prudencia aconseja dejarse asesorar por quienes sí lo son. En este caso parece ser que no han tenido peso suficiente los informes exculpatorios emitidos por distintas especialidades, y por la propia Agencia Estatal del Medicamento. Si se desprecia la opinión de los expertos, desde luego, eludimos el peligro de corporativismo, pero también se hace más difícil emitir un juicio responsable.

Se argumenta que, dada la gravedad de la complicación, por muy improbable que sea, debe exigirse un consentimiento informado antes de administrar el fármaco. Podría ser. Pero, en tal caso, habrá que exigirlo igualmente para productos con complicaciones igual de graves y más probables, algunos de los cuales –estoy pensando, por ejemplo, en la aspirina o los anovulatorios, por no hablar de la píldora del día siguiente- se consiguen hoy no sólo sin hoja de consentimiento informado, sino directamente sin necesidad de pasar por el médico.

Conozco personalmente al ginecólogo castigado con esta sentencia. Hace más de veinte años que trabajo en el mismo hospital que él, y soy testigo de su calidad humana y profesional. No trabaja a la ligera, y su preocupación por sus pacientes no termina cuando deja de tenerlas delante: todavía en estos momentos tan duros para él, no se despreocupa de reclamar el resultado de un análisis que se demora. Desde luego, lo que menos cuadra con él es el calificativo de "negligente".

Termino ya. Y quiero hacerlo recordando que el médico y el enfermo juegan en el mismo equipo, que no son rivales. Pero esto, que lo sabemos todos, puede perderse de vista ante la desgracia repentina por la tendencia a buscar un responsable sobre el que vaciar nuestro dolor y nuestra rabia. Se puede comprender sin dificultad, pero si nuestra sociedad no se esfuerza en discernir con más cuidado, la consecuencia será una Medicina a la defensiva en la que el médico se tentará muy bien la ropa antes de tomar una decisión. Y nada bueno puede salir de ahí.
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(1) El País, 3 de mayo de 2010.

martes, 2 de marzo de 2010

POR EJEMPLO, JOAQUÍN MONTERO

Acaba de clausurarse en Elche la II Olimpiada de Filosofía, en la que han participado jóvenes estudiantes de Bachillerato, que en su clausura nos instan a desobedecer las leyes injustas. Y resulta sorprendente: en tiempos en los que se acusa a los jóvenes de interesarse únicamente por el pan y el circo, y cuando se oye a menudo la queja de que estamos en tiempos de relativismo en los que tanto vale una opinión como la contraria, vienen unos jóvenes estudiantes a recordar una cuestión que solemos perder de vista: que una ley puede ser injusta, y que la ley injusta no obliga.

Para evitar que la injusticia se revista de legalidad jurídica se ha ideado la división de poderes: unos establecen las leyes, otros las ejecutan y otros resuelven las situaciones litigiosas. Pero cuando el poder judicial depende del legislativo, y éste es homogéneo con el ejecutivo y forma una unidad con él, entonces la capacidad de evitar que la injusticia adopte aspecto de legalidad se vuelve problemática.

La cuestión no se remedia con una oposición fuerte que actúe como alternativa de poder, en primer lugar porque eso no garantiza el final de la injusticia, pero, en segundo lugar, porque no se sabe qué es peor, si mantener una situación injusta o cambiar las leyes cada vez que cambia la mayoría; si una situación injusta estable en la que haya cabida, aunque sea marginal, a otras vías, o un justicia inestable incapaz de garantizar la continuidad de un proyecto.

Hacen falta, por tanto, otros controles. La moral, en la que se había venido confiando tradicionalmente, carece hoy del acuerdo social suficiente para ponerlo en la base de la vida de la comunidad. Nos queda confiar en la opinión pública, pero la opinión pública debe ser formada por los medios de comunicación, pues la única garantía es la publicidad de la actuación del César. Pero esa publicidad ha de ser honrada, no sólo veraz; no puede abandonarse a la mera manipulación interesada de los medios. Y para eso tenemos que contar con los principios de la ética.

Pero la ética puede resultar incómoda para el César, que para conseguir su objetivo, para imponerse al otro, podría servirse de cualquier medio, con tal de que resultase eficaz. “Si hay que abandonar los principios para imponerse, es honroso y bello abandonarlos” parece ser el lema, y no hay que esforzarse mucho para verlo hecho práctica política habitual. No es que se niegue el valor de la virtud, pero no es preciso poseerla, basta aparentarla.

Queda un resquicio para la ética: cada vez que yo engaño, robo, mato, pasan dos cosas. Una fuera de mí, y que podría ser que no me importase gran cosa: que en lugar de una verdad hay una falsedad, que un objeto valioso ha cambiado de sitio, que donde había una persona ahora hay un cadáver. Pero la otra cosa pasa dentro de mí, y me afecta más directamente: que me convierto en un mentiroso, en un ladrón, en un asesino. Independientemente de otras consideraciones, esta consecuencia es importante porque toca a mi núcleo, y, además, aunque comienza estando oculta, acaba por hacerse patente.

Por eso el político, que desarrolla su vida en el escaparate y tiene acceso al poder, está singularmente obligado a la excelencia: su ejemplo es didáctico para muchos de sus conciudadanos y la falta ética del César, cuando es evidente y duradera, acaba contaminando a sus gobernados, bien por la tendencia a la imitación, o siquiera sea por la aceptación de la injusticia que se presenta como inevitable. Y cuando desaparece la ética, cuando cada uno mira exclusivamente su propio interés, se imposibilita la continuidad de la propia comunidad política.

Coincidiendo con el manifiesto de la Olimpiada de Filosofía, hemos asistido a una muestra de ejemplaridad política del más raro tipo: la renuncia de Joaquín Montero a su cargo de concejal por el PSOE en el Ayuntamiento de Paradas (Sevilla) por coherencia en la defensa del más débil ante la aprobación en el Senado de la nueva ley que elimina trabas al aborto libre: “Jamás permitiré que mi nombre aparezca junto al de una organización que legitima la muerte de inocentes mediante la aprobación de leyes injustas”.

Independientemente de la valoración política que se haga, la valoración ética sólo puede ser laudatoria. Nos recuerda que la permanencia en el poder no es el valor máximo, y ejemplifica lo que nuestra sociedad proclama incesantemente: que la vida humana es el máximo valor.


lunes, 1 de marzo de 2010

LA CLONACIÓN PERSONAL

Tanto nos han dicho por la derecha y por la izquierda sobre la clonación de embriones que se nos escapa otra clonación menos presente en los medios de comunicación pero que nos afecta más profundamente que la primera: la reducción de la realidad personal a un esquema, a un esqueleto, en el que todos podemos sentirnos representados sólo con que renunciemos a nuestros rasgos distintivos.
Claro está que resulta infinitamente más cómodo habérselas con conceptos que con personas, y por eso el teórico, para manejarse con soltura, no tiene mayor inconveniente en reducirnos a algunos puntos que todos compartimos y despreciar el resto. Pero ese “resto” es justamente lo que hace que seamos nosotros, y olvidarlo tiene sus riesgos, En el fondo, como lamentaba Unamuno, es sustituir al “hombre de carne y hueso, el que nace, sufre y muere –sobre todo muere- el que come, y bebe, y juega, y duerme, y piensa, y quiere: el hombre al que se ve y a quien se oye”, por una abstracción que “no es de aquí o de allí, ni de esta época o de la otra, que no tiene ni sexo ni patria, una idea, en fin. Es decir, un no-hombre”.
La ética es el paradigma de esta situación: se esfuerza en buscar principios comunes que permitan edificar una ética de ámbito mundial, pero como ha renunciado a elaborar una antropología metafísica, carece de un ideal de perfección al que aspirar. Por eso se conforma con algo de menos altura: satisfacer las necesidades. Y ni siquiera las necesidades del espíritu, que, al fin y al cabo, nos acercan al amor, a la verdad y a la belleza, tres cosas que nos elevan sobre el reino animal; no, aspira sólo a satisfacer las necesidades corporales. Es una ética utilitaria que sólo puede ofrecer más placer y menos dolor, algo puramente aritmético y animal: una ética zoológica.
Esta abstracción tiene la indudable ventaja de facilitar enormemente la labor del César, que, en vez de contemplar la variedad de rostros que le presentamos, opta por diseñar un hombre que no existe pero que tiene alguno de nuestros rasgos, y nos hace creer que nos parecemos a ese hombre. Y nosotros, que conocemos ya la eficacia del César para satisfacernos, nos contentamos con esos beneficios y damos por buena esa imagen que se nos ofrece como nuestra.
Y acabamos por no encontrar razón para impedirle gobernar los más pequeños aspectos de nuestra vida personal. De modo que dice lo que tenemos que querer y hace lo que tenemos que hacer nosotros. Y lo hace bien, porque se preocupa de cuál es la mejor manera de hacerlo. Pero no se preocupa de cómo es más conveniente que se haga. Y hay cosas que es preferible que las hagamos mal nosotros a que otros nos las hagan bien, como saben todos los padres que han educado a sus hijos. La vida humana es primariamente libertad y responsabilidad, y en la medida en que decaen éstas decae nuestra humanidad. Si el paternalismo es malo para una familia, para el Estado sólo puede ser peor.
Hay que decirle al César que la felicidad debe contar con las aspiraciones, inquietudes e ilusiones que configuran nuestra vida, la de cada uno; que la felicidad, si no es personal, no es felicidad. Hay que decirle que se limite a asegurarnos los medios para que la alcancemos nosotros personalmente; que no puede vender la “felicidad para todos” porque eso no es felicidad, sino clonación. Sin necesidad de hacernos pasar por un laboratorio.

miércoles, 14 de octubre de 2009

PARA NO DESCONCERTAR A MIS BIÓGRAFOS

Circulan por Internet diferentes listados de razones por las que la gente se apunta a ir a la manifestación de Madrid.:
… porque ante un tema tan grave, creo que debo hacerlo: es una cuestión de responsabilidad personal.
… para que todas las mujeres de España se enteren de que hay millones de personas dispuestas a ayudarlas ante un conflicto derivado de un embarazo imprevisto, y comprendan que el aborto nunca es la solución, sino el inicio de más problemas.
… para que los gobernantes y parlamentarios de España sepan que hay una amplísima mayoría de españoles que rechazan toda legislación permisiva del aborto y reclaman alternativas solidarias de apoyo a la mujer embarazada.
… para que cuando mi hijo o mi nieto te pregunten: “…cuando había aborto en España, ¿qué hiciste tú para acabar con esa barbaridad? puedas contestarle que participé en la manifestación del 17 de octubre de 2009 en Madrid.

En el fondo, son diversas formas de decir lo mismo: que el que no actúa como piensa acaba pensando como actúa, y si después afirmar la vida "en vacío" nos quedamos al margen de esta iniciativa que lo transforma en hechos reales seremos "como bronce que suena o címbalo que retiñe". Si no se traduce en actos concretos es indiferente estar a favor del aborto, o en contra, y si no es indiferente, ¿en qué se nota? Si te preocupa que la gente sepa que estás contra el aborto, entonces no tienes por qué preocuparte, porque la verdad es que no estás contra el aborto.

Yo estoy a favor de la vida también es sus estadios embrionario y fetales, por eso voy el sábado a Madrid. Para no desconcertar a mis biógrafos.

martes, 22 de septiembre de 2009

VOTAMOS A FAVOR DE LA VIDA

Los preparativos para la gran concentración a favor de la vida del día 17 de octubre en Madrid ya se han puesto en marcha. Abandonar el sofá un sábado para pasar el día en carretera, concentrarse en Madrid y volver a ponerse al volante para llegar a casa a tiempo no es un plan que pueda considerarse propiamente atractivo, si no fuera por lo que hay detrás de todo esto.

El Gobierno, que se ha empeñado en modificar la “ley del aborto”, quiere presentar ahora esta modificación como “más de lo mismo”, pero no es verdad –tampoco eso es verdad-: si en la anterior situación el aborto estaba contemplado como un mal menor, en esta propuesta se presenta como un bien en términos absolutos. Ya no se tratará de un delito no punible, ahora será un derecho, algo exigible, a lo que se podría aspirar.

Y se presenta como una reclamación de la voluntad popular, de modo que cuesta decir que no, cuesta vencer la pereza para oponerse a la mayoría. Pero es que no se ve por ninguna parte ese apoyo de la mayoría. Es verdad que lo promueve el partido más votado, pero no llevó esta cuestión a su programa electoral y, por tanto, nadie votó a su favor. Ni en contra: no era eso lo que estaba en cuestión.

Ahora nos dicen que esa voluntad popular mayoritaria se demuestra simplemente por el pacto de los miembros del Congreso de los Diputados. Hay que contestar que entonces no sólo se trata de un proyecto de ley injusto, sino que es ya injusto el uso que hacen del voto que se les ha otorgado. Se trata de una falsificación -de otra falsificación- de la voluntad popular. Un abuso de poder, un abuso de confianza: han recibido nuestro encargo para dirigir la política del Estado, pero ponen en boca de los electores algo sobre lo que los electores no se han pronunciado.

Y la cuestión es que mantienen la intención de seguir adelante sin solicitar ese pronunciamiento. No quieren preguntar, porque no les interesa la opinión de los electores. Pero deberían interesarles saber si, efectivamente, tienen el apoyo de la población, y por eso, aunque no nos pregunten, debemos hacerles llegar nuestro punto de vista. Nos escamotean nuestra soberanía, nos niegan la consulta de las urnas: pues votaremos con los pies, como entonces.

Eso es lo que nos hace vencer la pereza, abandonar el sofá y pasar ese día en carretera, lo que nos pone en marcha para encontrarnos en Madrid el próximo día 17 de octubre: decir a los gobernantes que no están ahí para hacer lo que les venga en gana sin más límites que los de su peor ocurrencia. Que son un gobierno legal, pero están a punto de convertirse en un gobierno ilegítimo. Y que nuestro deber de lealtad para con las autoridades incluye avisarles del peligro de que incurran en indignidad. Al fin y al cabo, como sabía Ortega, “yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo”.