La asociación británica de discapacitados Not Dead Yet (NDY, “Vivos aún”) acaba de emprender una campaña contra los intentos de legalizar el suicidio asistido y la eutanasia, y solicita a los miembros del Parlamento que se opongan a ello y que, en vez de eso, impidan un recorte de los gastos sociales que se invierten en ayudarles, y que se comprometan a facilitar su acceso a los servicios que necesiten.
La iniciativa legislativa se ha propuesto como una medida compasiva para pacientes de enfermedades degenerativas del sistema nervioso central, como la esclerosis múltiple, pero NDY hace notar que ninguna de las asociaciones de discapacitados y ninguna asociación de apoyo a enfermos terminales está a favor de este cambio legislativo. “Lo que necesitan los discapacitados y los enfermos terminales es ayuda para vivir, no para morir”, ha manifestado su portavoz.
NDY se mira en el espejo de Holanda, y nosotros deberíamos hacer lo mismo. En 1993, ante la evidencia de la realidad (la práctica de la eutanasia activa era ya habitual, aunque estaba aún tipificada en el código penal) el Parlamento holandés aprobó una ley por la que se despenalizaba la colaboración con el suicidio de personas mayores de 18 años con una enfermedad grave e irreversible, dolores insoportables y agotamiento de otros recursos.
Ése fue el comienzo: en 1996, sólo tres años más tarde, el 30% de las muertes provocadas se había practicado ya sin consentimiento explícito del paciente, al que se había considerado incapacitado para ello, aunque se había supuesto que “lo habría consentido si hubiera podido”. Los médicos se erigieron en dueños de las vidas ajenas, las unidades de cuidados paliativos fueron abandonadas, los trasplantes conocieron un auge desconocido y cerca del 60% de la población se atrevía a manifestar que temía que su médico le provocase la muerte contra su voluntad. Y parece que nos les faltaban motivos: en 1997 el Journal of the American Medical Association publicó el caso de una paciente holandesa con cáncer de mama a la que su médico le aplicó la eutanasia sin su consentimiento alegando que “todavía podría haber vivido una semana más y él necesitaba esa cama libre”.
Lo siguiente fue “hacer políticamente normal lo que ya era normal a nivel de calle”, y en 2002 la despenalización se extendió a pacientes de entre 16 y 17 años que lo solicitasen por escrito, sin que fuese necesario el consentimiento paterno, y a los menores de entre 12 y 16 años con la aprobación de los padres. Por fin, desde 2005 es posible aplicar la eutanasia activa en Holanda a todos los nacidos, lo que incluye a recién nacidos y lactantes, quienes, obviamente, no pueden dar su consentimiento.
Es difícil negar que estamos ante una ejemplo claro de pendiente resbaladiza, en la que empezamos por aceptar el suicidio de enfermos terminales sin alternativa y con voluntad formulada expresa y reiteradamente, y acabamos prescindiendo de la voluntad de una persona que es evidentemente incapaz de hacer una elección propia para sustituirla por la de otros, que decidirán si esa vida (la vida del que no puede elegir, no lo olvidemos) es digna de ser vivida. Yo me pregunto de quién es el dolor que se pretende evitar, porque es difícil estar seguro de que el paciente es de nuestra misma opinión; incluso es difícil saber que, si la expresa, no está condicionado por el complejo de culpa por su enfermedad, o por miedo a ser considerado “insolidario”.
Cuando en 1998, la muerte de Ramón Sampedro lo convirtió en bandera del “derecho a morir”, las Asociaciones de Lesionados Medulares y Grandes Inválidos declararon en un comunicado que “la gran mayoría de los discapacitados no sólo no las comparten [las convicciones de Sampedro], sino que muestran una actitud totalmente contraria”. Yo puedo añadir una anécdota esclarecedora. Se refiere a un hombre con parálisis cerebral que no afecta a su clara inteligencia, demostrada con logros intelectuales y artísticos que han pasado todas las barreras. Cuando tenía ocho o nueve años y lo paseaba su madre en su silla de inválido, con la cabeza colgante, las manos torcidas, la mandíbula desplazada, la mirada perdida en lo alto, un hilillo de baba…, se cruzaron en la calle con una mujer que se paró, se quedó mirándolo y dijo en voz alta:
-Pobrecillo, más valía que se muriera.
La madre quedó muda de pena y de indignación, pero él, con la voz distorsionada por los movimientos espasmódicos, pero con toda claridad, contestó:
-Muérete tú, idiota, que yo no quiero.
Han pasado más de cuarenta años, y todavía no quiere. Deberíamos pensar en esto cuando atribuimos nuestros pensamientos y deseos a quienes no pueden expresar los suyos.