En Nueva York, en 1964, se produjo una situación que ha quedado en el recuerdo. Catherine Susan Genovese, Kitty Genovese, regresa a su casa de madrugada. Acaba de dejar su coche cuando es asaltada. Grita, y algunos vecinos encienden la luz y se asoman a la calle, pero el asaltante la apuñala y se va. Nadie acude a los gritos de Kitty. Salvo su asaltante, que vuelve para rematar la faena, dejándola mortalmente herida. Nuevos gritos: “¡Me muero, me muero!”. Los vecinos se asoman, pero nadie acude. Salvo, de nuevo, su asaltante. Con el cuchillo en la mano, la viola y le roba 49 dólares que lleva encima. Un vecino llama a la policía, que llega al cabo de unos minutos. Kitty muere, asaltada y violada a la vista de sus vecinos.
Afortunadamente, este caso no tiene los tintes dramáticos que concurrieron en Kitty, y Lara se recupera con ánimos de volver a la brecha. Pero pone ante nosotros la vieja cuestión: ¿cómo es posible que podamos asistir impasibles a algo así? La clave nos la puede dar una vieja respuesta infantil ante la urgencia de un quehacer: -“¡Alguien tiene que hacerlo!” –“Bueno, pero ¿por qué yo?”. ¿Por qué yo? ¿Por qué no puede ser otro? El niño no se siente interpelado por esa urgencia, no siente el peso de la responsabilidad todavía. Pero acaba llegándole, todos nos hacemos adultos. “Cuando yo era niño pensaba y razonaba como niño, pero cuando me hice hombre dejé atrás las cosas de niño”. Cuando dejó de preguntarse ¿por qué tengo que hacerlo yo? y pasó a preguntarse “¿por qué no voy a hacerlo yo?” dejó las cosas de niño y se hizo hombre.
Es la parábola del buen samaritano, tan conocida que llegamos a creer que lo que nos cuenta es una historia real, y, sobre todo, nos olvidamos que otros dos personajes bajaron por allí antes que él y pasaron de largo: dos de tres, la mayoría. ¿Por qué no hicieron nada? No lo sé, probablemente les urgía la prisa: yo creo que iban a una conferencia sobre los derechos humanos y no querían llegar tarde. Lo mismo que a estos cairotas su papel de víctimas de la opresión de Mubarak les impidió reconocer a Lara como víctima de su propia opresión. Pero, ¿y los espectadores?
Cuando Edmund Burke, primer crítico de la Revolución Francesa , afirmó que “para que triunfe el mal basta con que los buenos no hagan nada” estaba expresando un principio viejo como la playa: que raras veces asistimos al Mal, con mayúscula, hipostasiado, casi sobrehumano e invencible, como los héroes del cómic americano; lo más corriente es encontrarnos con el daño infringido por el hombre, un daño a pequeña escala y al que podría haber ofrecido resistencia, porque lo provoca alguien de mi tamaño, uno como yo.
No tenía razón, en cambio, cuando afirmaba que la condición es que los buenos no hagan nada. Esa es una excusa muy frecuente, también típica de la infancia: -“Yo no he hecho nada”. Pero eso, precisamente, me excluye del grupo de los buenos: no he hecho nada cuando había que hacer algo, algo, lo que fuera, cualquier cosa menos quedarme mirando cruzado de brazos. La pasividad es una forma de complicidad. Eso que está tan claro cuando asisto a la pasividad de otro y que se me pasa por alto cuando soy yo el que se cruza de brazos ante la injusticia.
No, no vivimos en un cómic americano, nuestros enemigos no son todopoderosos, son de nuestra talla, y están fuera, pero también dentro de nosotros, dentro de mí: mi egoísmo, mi miedo, mi pereza, mi cobardía, mi comodidad, mi vergüenza. A todos podemos resistir, a todos podemos rechazarlos. Pero hace falta la voluntad de sacar adelante lo que nos parece más justo y de enfrentarnos a la injusticia. Y al injusto. La tarea parece sobrehumana a veces. Hasta que nos ponemos a ello. Entonces se desvanecen los fantasmas, y el cómic americano se convierte en una novela inglesa -al final, la vieja Europa- en la que Frodo Bolsón, un simple hobbit, consigue llevar el anillo al Monte del Destino venciendo la oposición del poderoso Saurón.