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viernes, 7 de junio de 2019

EN SEGUNDO LUGAR, ACTUAR.


Una de las más delicadas obligaciones del hombre de ciencia es adquirir la paciencia necesaria –y la fortaleza- para no precipitarse a hacer lo que la sociedad espera de él. Lo vimos muy claramente los que tuvimos ocasión de asistir a la explosión de los enigmas sanitarios que hoy conocemos como “el síndrome tóxico” y el SIDA. “¿Qué hacen los médicos?”, se preguntaba la gente, alarmada por la gravísima urgencia de lo que estábamos viviendo. La respuesta era evidente para todo el que quisiera verlo: los médicos estaban haciendo lo que en ese momento había que hacer: estudiar. Lo primero es conocer, actuar viene después. Actuar responsablemente, quiero decir, claro está.

 Hace poco más de seis meses el mundo asistió, atónito o impávido, a la noticia de que He Jiankui, chino formado en los EE. UU, había modificado un gen en dos embriones, a consecuencia de lo cual dos niñas, Nana y Lula, nacieron con su ADN modificado. El motivo era que el padre era portador del virus del SIDA y la madre, no, y Jiankui pretendía, con esta intervención, modificar el receptor -llamado CCR5- que utiliza el virus para entrar en el linfocito, y evitar así que las niñas sufrieran la enfermedad.

 La noticia era peliaguda por varios motivos. En primer, porque existen otras posibilidades de proteger a los hijos de recibir el virus del padre –algo muy improbable-. Pero, además, porque, al haber modificado CCR5 en la fase de embrión, el gen ha quedado modificado no sólo en los linfocitos, sino también en el resto de sus células, incluidas las que darán lugar a los óvulos: la intervención va a provocar efectos en las generaciones sucesivas.

 Se dirá que en ese caso, mejor todavía: los beneficios se extenderán a lo largo del tiempo. Pero hay un inconveniente: no somos capaces de prever esos efectos. El que se llamó “Dogma Central de la Biología” -“Un gen, una enzima, una función”- hace ya tiempo que lo han derrumbado los sabios, y cada vez vemos más evidencias de lo complejo que resulta el campo de la genética: los genes se imbrican entre sí, se montan y se desmontan en módulos -adquiriendo diferentes funciones-, se reprimen y se activan mutuamente, se modifican por factores epigenéticos, etc., y el resultado, al final, es imprevisible para nuestros actuales conocimientos.

 Y ése es el caso de lo que nos ocupa ahora. CCR5 es una proteína de la superficie del linfocito que utiliza el virus del SIDA como puerto de desembarque para iniciar el ataque a la célula, pero no está ahí para eso, su función natural es otra. Y no es del todo conocida. Se sabía, sí, que protege del virus del Nilo y de la gripe, confiriendo cierta resistencia a la infección. Pero ahora se ha conocido otra función a más largo plazo. Rasmus Nielsen, de la Universidad de California en Berkeley, trabajando con el mayor banco de datos genéticos del Reino Unido, ha descubierto que la existencia de mutaciones en CCR5 –y lo que ha hecho He Jiankui no es más que una mutación artificial- reduce la esperanza de vida en una media de dos años.

 La China es el país que lleva a cabo el mayor número de trabajos de edición genética con CRISPR-Cas9, pero la gran mayoría de ellos se lleva a cabo en células adultas. Aventurarse a la modificación genética de futuras generaciones es un salto ético que ni siquiera los chinos se atreven a dar -al menos con publicidad-, y He Jiankui se encuentra desde primeros de año en paradero desconocido, mientras la Sociedad China de Biología Celular califica su trabajo como “una grave violación de las leyes del Gobierno chino y de las regulaciones y consensos de la comunidad científica china”

 Asistimos a una prueba incontestable de que aventurarse a jugar en ese mar tenebroso de los genes sin un conocimiento de qué es lo que tenemos entre manos es una grave irresponsabilidad, y sus consecuencias pueden estar muy lejos de lo que pretendemos. Convendría tener presente aquella actitud de los médicos de principios de los 80 a la que me refería al principio: el antídoto contra la ignorancia es el estudio, sentarse a observar y conocer a qué nos enfrentamos.

La prensa ha calificado a Jiankui como científico, pero a la vista está que lo que es Jiankui es biotécnico. Un técnico que sabe manejarse en las cosas de la edición genética. La ciencia es otra cosa: es amor al conocimiento, amor a la verdad, al estudio. Si lo comparamos con la precipitación irreflexiva siempre llevará ventaja el estudio: amplía nuestro conocimiento, abre posibilidades, nos proporciona nuevas herramientas de trabajo. Y, en el caso que nos ocupa, el de la edición genética, ha permitido que se esté desarrollando ahora mismo una nueva herramienta, llamada CRISPR-Cas13, que tiene sobre CRISPR-Cas9 la ventaja de que no modifica directamente el ADN, sino el ARN, una molécula parecida que es paso obligado para que el ADN ejerza su función. Pero el ARN no se hereda, por lo que la nueva técnica permitirá introducir modificaciones con la seguridad de que no se va a transmitir su efecto a nadie más. Y, como, además, tiene una vida limitada, los efectos de la técnica son forzosamente reversibles, algo muy valioso cuando hablamos de tantear en la oscuridad. El momento de editar genes sin los riesgos éticos que ha afrontado He Jiankui empieza a parecer al alcance de la mano.

 La experiencia de He Jiankui debe dejarnos una enseñanza: cuando la prensa se pregunta impaciente qué hace la ciencia para resolver los problemas que aquejan a la sociedad, la primera respuesta tienen que ser: lo que se espera de su vocación: estudiar.

martes, 30 de octubre de 2018

LLEVAR LOS UNOS LAS CARGAS DE LOS OTROS



A Julián González Sierra, porque es un ejemplo máximo de una vida volcada al exterior,  porque es amigo mío y porque es su cumpleaños.

El altruismo, el comportamiento por el cual nos esforzamos por proteger y beneficiar a otros, ha sido un largo motivo de debate por parte de filósofos y biólogos. A John Stuart Mill su utilitarismo le llevaba a creer que es una conducta antinatural, que el hombre debe ser educado a contravenir su naturaleza para llegar a ella; Richard Dawkins, empeñado en sustituir el todo por las partes, asegura que todo se reduce a una estrategia de los genes, a los que personaliza de tapadillo para salirse con la suya. Y en Genética en particular suscriben aquella frase de Haldane: “Daría mi vida por dos hermanos o por ocho primos”, que refleja una cierta sequedad desabrida, un amargo desencanto.

Sin embargo, la Etología plantea la cuestión de otra manera. Estudiando el comportamiento durante los primeros años de vida, los psicólogos han comprobado que el altruismo es evidente en el niño ya a la edad de 18 meses, apenas empieza a organizar actividades en torno a su ambiente, y antes, desde luego, de que la educación empiece a dar su fruto. Ayudar a los demás es algo connatural al hombre, y lo señala con particular elocuencia la Paleoantropología cuando recorre la historia del altruismo en paralelo con nuestra propia historia:

Shanidar I es el nombre de un esqueleto de neandertal de hace unos 35.000-45.000 años hallado en Irak en 1957 que es sorprendente por varios motivos: algo impactó contra él en su juventud, y, como consecuencia, quedó deformada una de sus órbitas, perdiendo la visión de ese ojo. Dañó también su cerebro, lo que debió afectar, total o parcialmente, a la movilidad de la parte derecha del cuerpo. La pierna presenta diversas fracturas consolidadas, con la consecuencia de una cojera residual como secuela y sufrió la amputación de un brazo. Haber sobrevivido en esas condiciones es una auténtica proeza, incluso para nuestra época; para la suya, es una muestra de heroísmo tanto individual como grupal, la demostración de que entre los neandertales existía el sentido de la solidaridad y se cuidaban unos a otros.

Esto, ya digo, hace unos 40.000 años. Retrocedamos algo más. En el yacimiento de la Gran Dolina, de Atapuerca, se ha descubierto la pelvis de un H. heidelbergensis de una antigüedad aproximada de 500.000 años que ha recibido el nombre de Elvis. El estudio de sus huesos ha revelado que corresponde a un varón de más de 45 años –un anciano de la época- con graves problemas de espalda y un proceso degenerativo lumbar de larga cronicidad. Debió de caminar apoyándose con un bastón, con pasos mucho más cortos y lentos que los del resto del grupo, necesitaría descansos frecuentes y tendría dificultades para transportar objetos. Si tenemos en cuenta que se trataba de grupos nómadas que vivían alerta para defenderse del ataque de predadores, comprenderemos que era un individuo altamente dependiente del apoyo del grupo, para el que habrá supuesto un grave inconveniente operativo durante mucho tiempo.

Sigamos hacia atrás, hasta hace 1,8 millones de años. El género Humano acaba de nacer. Los paleoantropólogos consideran que el dato determinante es la fabricación de herramientas: el H. habilis es el primero que golpea dos piedras para obtener un borde cortante. En 2003, en Dmanisi, Georgia, se encontró una mandíbula de hace 1,8 millones de años que tenía la particularidad de carecer de piezas dentarias. No es que se hubiesen desprendido tras la muerte del individuo: el “Viejo de Dmanisi” –de nuevo, un anciano de más de 30 años-  carecía de  alvéolos, los espacios en los que se alojan las raíces de los dientes. Llevaba tantos años sin dientes que el hueso había crecido y ocupado esos espacios. Hace 1,8 millones de años la dentición era imprescindible para sobrevivir: no poder masticar era no poder alimentarse. ¿Cómo logró sobrevivir? Sin duda –de nuevo- con el apoyo y los cuidados del grupo. Probablemente le masticarían la comida y luego él se la llevaría a la boca.

La historia del género humano está sembrada de actos de altruismo y atención al débil y necesitado literalmente desde sus orígenes. Ninguno de estos hombres que hemos recordado habría salido adelante sin la solidaridad y el cuidado de los miembros de su grupo, que se habrían ahorrado esfuerzos  -y peligros- dejándolos abandonados a la orilla del camino.

No lo hicieron, y su testimonio ha llegado hasta nosotros para ejemplo del hombre actual: llevamos la preocupación por el bienestar del otro en nuestro propio ser, en nuestra misma entraña. No queremos eliminar al que sufre, sino aliviarle y hacerle la vida llevadera. De la misma manera que el que sufre busca el alivio en el cuidado –que es amor- de los demás.

viernes, 12 de octubre de 2018

SVANTE PÄÄBO, PREMIO PRINCESA DE ASTURIAS



El próximo día 19 se entregarán los Premios Princesa de Asturias. Este año el Premio a la Investigación Científica y Técnica ha recaído en Svante Pääbo, que ha alcanzado fama mundial tras haber logrado la recuperación y secuenciación de genomas antiguos. Pääbo ha publicado en sus memorias científicas (“El hombre de Neandertal. En busca de genomas perdidos”) sus primeros intentos de rescatar ADN a partir de un trozo de hígado de ternera “momificado” en un horno de laboratorio; luego, el aislamiento del ADN de la momia de un faraón egipcio, y tras este éxito inicial, la obtención de ADN de los restos de un mamut congelado en Siberia, o del hombre de Hauslabjoch (“Ötzi”), un cadáver congelado de 3000 años de antigüedad encontrado en los Alpes en 1991.

Pero obtener ADN de tejido congelado no es lo mismo que recuperar ADN viable de restos óseos fosilizados hace decenas de miles de años. Por su condición de pionero, Pääbo tuvo que hacer frente a dificultades desconocidas hasta el momento en que se presentaban: desde el propio rescate de ADN -una molécula sumamente sensible y que espontáneamente se destruye una vez sobrevenida la muerte del individuo- hasta su aislamiento del ADN moderno que podía contaminar sus experimentos en cualquiera de los muchos pasos requeridos, pasando por las dificultades técnicas para extraer e identificar los diminutos fragmentos obtenidos, y para reconstruir con ellos el enorme puzzle del genoma antiguo, un puzzle cuya “imagen” final era previamente desconocida. Para hacernos una idea de la gesta que supuso, basta decir que la reconstrucción del genoma del hombre de Neandertal supuso el ensamblaje de más de ¡mil millones! de fragmentos de ADN.

El conocimiento del genoma nos ha permitido conocer rasgos del hombre de Neandertal que permanecían en la sombra. Por ejemplo: durante mucho tiempo se ha discutido si estarían más cerca del chimpancé o de nosotros en cuanto a la capacidad para desarrollar un lenguaje. Los trabajos de Pääbo han revelado que el neandertal tenía un gen FOXP2 -el gen encargado de regular el lenguaje- idéntico al humano: el hombre de Neandertal era capaz de un lenguaje articulado similar el nuestro.

Pero las consecuencias del trabajo del Svante Pääbo se extienden más allá, y han supuesto un cambio en el paradigma de los estudios sobre la evolución humana. No olvidemos que los estudios clásicos sobre restos fósiles se producen a partir del descubrimiento de fragmentos óseos, que, por sus rasgos físicos, hacen pensar a los investigadores que se trata, o no, de una nueva especie. Es decir: en el curso de la evolución humana se han definido especies diferentes -Australopithecus, H. habilis, H. erectus, H. ergaster, H. heilderbergensis, H. antecesor,…- a partir de características morfológicas de los fragmentos óseos encontrados. Pero eso está en contradicción con el concepto de especie que manejan habitualmente los biólogos. O, mejor, habría que decir “los conceptos que manejan los biólogos”, pues manejan uno u otro según el material de que disponen y el objeto que persiguen: “especie” puede significar un conjunto de individuos que se reproducen entre sí dando lugar a descendencia fértil (pero esto sólo vale para especies con reproducción sexual), o un conjunto de individuos que proceden directamente unos de otros en línea recta (por ejemplo, en el caso de las bacterias), o los individuos que comparten un “aspecto” general común (como en el caso de las especies extintas definidas por sus fósiles).

En el estado actual de la ciencia, sin embargo, el concepto de especie que tiene preeminencia es el que se basa en los datos genéticos, y ese conocimiento, que se ha acelerado en los últimos años, ha permitido rediseñar algunos aspectos del árbol de la vida: dos especies cualesquiera estarán más próximas entre sí desde el punto de vista evolutivo cuanto más semejantes sean sus genomas.

El trabajo de Pääbo ha supuesto aquí un cambio decisivo. La posibilidad de conocer genomas antiguos que se nos brinda ahora está permitiendo describir nuevas especies a partir de los datos genéticos: en el año 2008 se descubrió, en las cuevas de Denisova, al sur de Siberia, un pequeño fragmento del hueso de un dedo. El estudio de su genoma ha permitido saber que procede de una niña de entre 3 y 5 años perteneciente a una especie hasta entonces desconocida; poco tiempo después se encontraron dos dientes que resultaron ser de dos individuos distintos de la misma especie, llamada de momento -hasta que se alcance un acuerdo entre los especialistas- Denisoviano.

Y a partir de su genoma, comparando con poblaciones humanas actuales, se sabe ahora que el denisoviano se separó del neandertal después de que lo hiciera nuestra especie, y que, en su emigración hacia el este, siguió una ruta costera por el sur de Asia y alcanzó las islas Filipinas y Australia. Nada de todo esto se habría podido conocer si los estudiosos se hubieran limitado a discutir sobre formas, perfiles, orificios y crestas.

El doctor Pääbo ha descubierto nuevos caminos para el conocimiento de nuestro pasado. Y sus discípulos en distintos lugares del mundo están ya explorando esos caminos.

miércoles, 6 de enero de 2016

FE Y CIENCIA


Tengo un gran afecto a mi amigo Jose (sin acento), hombre abierto, comunicativo y ajeno a cualquier tipo de convencionalismo. Me gusta hablar con él, y aunque las ocasiones escasean, siempre me proporcionan un buen rato, una pequeña fiesta. Está, por otra parte, en mis antípodas en muchos aspectos, pero la relación es siempre serena y teñida por nuestro mutuo afecto, y por eso disfruto de nuestros encuentros.

La víspera de Reyes la conversación, errática, nos llevó a tratar de la fe. Es un hombre profundamente humano, pero no entiende que se pueda uno confiar a ella. Su condición de hombre de ciencia parece bloquear en él el sentido de la fe. Le digo que la fe es condición de humanidad, que en cualquier faceta de la vida tenemos que descansar inevitablemente en ella. Si rechazase la fe, si sólo tuviese en cuenta los saberes a los que accedo directamente a través de mi propia experiencia, a lo que he visto con mis propios ojos, entonces una sucesión interminable de realidades –los átomos, Carlomagno, el Himalaya, el metabolismo, el Big Bang, los satélites de Júpiter, los habitantes de Angola,… - desaparecerían del horizonte. ¡Ni siquiera conocería mi fecha de nacimiento! Sin fe, la vida no sería posible, nos quedaríamos sin referencias, sin puntos de apoyo, sin saber a qué atenernos.

Para la mayoría aplastante de nosotros, también el conocimiento científico actúa como una fe más: creemos a los científicos. Podríamos no hacerlo, pero les creemos  –a veces, contra toda “evidencia”, como cuando Galileo se empeñó en asegurar que el sol permanece inmóvil- porque damos por sentado que ellos sí calibran el valor de las pruebas que aducen, y que no quieren engañarnos. Pero, en el fondo, es lo mismo: yo creo lo que me dice esa persona.

¿Por qué? ¡Ah!, a eso debe responder cada uno, porque nada de lo que creemos es forzoso creerlo, se trata siempre de una opción personal, libre: creer a alguien, confiar en alguien, es darle, en ese aspecto, carta blanca, dar por bueno lo que dice simplemente porque lo dices tú. Es ponernos en sus manos, una forma de entrega: una forma de amor. Creemos lo que nos dice la gente que sabemos que nos quiere, y, muchas veces, lo creemos contra nuestra propia experiencia. Y, en grado eminente, creemos lo que nos dice Dios, “porque lo dice Él”: “por ser Tú quien eres”.

Nada de todo esto va en contra del conocimiento científico, nacido –no lo olvidemos- en el seno de la fe cristiana, que fue el substrato que lo hizo posible. El propio Johannes Kepler, que pasó muchos años mirando al cielo e intentando hallar fórmulas para explicar el movimiento que observaba, y que tuvo que soportar desilusión tras desilusión y una dificultad tras otra, dejó constancia escrita de que lo que le mantuvo incansable, productivo y lleno de energía, lo que le animó a continuar su investigación sin desfallecer, fue su fe en la existencia de un Dios infinitamente inteligente y bueno, que ha creado el mundo dotándolo de un orden natural, y que ha hecho al hombre a su propia imagen de tal manera que es capaz de ir descubriendo ese orden. Sostenido por esa fe, pudo sentir que su trabajo merecía la pena, y esa fe vivificó y alumbró su propia vida azarosa. Tycho Brahe tuvo en sus manos el mismo material que él, y una posición incomparablemente más desahogada, y mejores oportunidades; pero no tenía su misma fe en la existencia de un plan definido detrás de la creación, y no pasó de ser un investigador más.

La ciencia es hoy un gran tren puesto en marcha. Uno puede subirse a él, y, trabajando, mejorar su funcionamiento. Pero hasta hace unos tres siglos, de este tren sólo existían unas pocas piezas sueltas. Para su construcción y puesta en marcha se necesitó una cultura con las bases filosóficas necesarias para que la ciencia tuviera sentido. Ahora el tren ya está en marcha y va a gran velocidad. Un materialista, un ateo o un agnóstico pueden subirse a él y perfeccionarlo con su trabajo, pero no fue en un ambiente materialista ni ateo donde se construyó y puso en movimiento. La ciencia moderna no nació de ninguna clase de oposición a la fe, sino de su seno.

Pero la ciencia no agota el territorio de la verdad, no todo puede ser logrado por sus medios. Hay toda una serie de experiencias (éticas, estéticas, religiosas, históricas, políticas,…) que están más allá de los límites de la ciencia, y que son, por naturaleza, irreductibles a sus métodos. Lo expresó muy bien sir Arthur Eddington, que fuera durante años el director del Observatorio de Cambridge y a quien debemos nuestro conocimiento sobre la energía, estructura y evolución de las estrellas. Acudía para ello a una parábola: un biólogo está explorando la vida del océano. Arroja una red al agua y saca un surtido de peces. Examinándolos sistemáticamente, como suelen hacerlo los científicos, llega a la conclusión de que ninguna criatura marina mide menos de 5 cm. En esta analogía la pesca representa el conocimiento científico, y la red, los medios que utilizamos para obtenerlo. Podríamos objetar que hay muchas criaturas en el mar de menos de 5 cm, y que la red no puede capturarlas. El biólogo -el “cientifista”- contesta: “No hay nada en el mar que no sea apresable por mi red; lo que mi red no puede atrapar, sencillamente, no existe”.

El método científico es altamente eficaz, pero deja fuera una enorme porción del mundo. Especialmente, queda fuera de la ciencia todo el campo del sentido, cuya importancia para nuestra vida nadie puede negar: es un asunto que se encuentra en la raíz del equilibrio (o desequilibrio) de mucha gente, que tiene cubiertas sus necesidades “ordinarias” y, sin embargo, lo pasan mal, y llegan a la desesperanza, porque no encuentran sentido a lo que hacen. El sentido es inalcanzable al método científico: estoy garabateando con un bolígrafo en un papel, y, sin levantar el bolígrafo, empiezo a escribir una frase con sentido: desde un punto de vista puramente químico, lo escrito no parece diferir en nada de los garabatos, pero, para alguien que sepa leer, hay algo nuevo que el análisis químico no está en condiciones de captar. 

El conocimiento científico alcanza una certeza que sólo puede alcanzarse con el método científico. Pero eso no significa que fuera de la ciencia no pueda alcanzarse la certeza: sólo significa que la certeza que puede alcanzarse no es la científica. De la misma manera que yendo a pie no se alcanza la velocidad de un tren, pero sí se pueden alcanzar cimas de montañas a las que no llegan las vías, y se puede bucear, y cruzar los aires en parapente, cosas imposibles cuando se viaja en tren.  

miércoles, 21 de enero de 2015

“Y, SIN EMBARGO, NO SE MUEVE”



El nombre de Galileo Galilei es popular por el juicio en el que, según la leyenda, tras retractarse de su doctrina heliocéntrica declarando que la tierra no se mueve en órbitas elípticas alrededor del sol, añadió para sí: “Y, sin embargo, se mueve”. Pero, además, es célebre, y ha pasado a la historia, por haber transformado la visión que tiene la humanidad de la realidad en que está inmersa.
  
Desde los tiempos antiguos –con alguna excepción en los albores de nuestra civilización- había quedado firmemente establecido que la tierra constituía el centro del universo y que el sol giraba en círculos en torno a la ella, al tiempo que  una serie de astros errabundos, nómadas, (“planetas”), describían unas trayectorias extravagantes. Se componía así un escenario que resultaba difícil de manejar, y se sucedían los modelos que intentaban simplificarlo sin perder de vista que su evidencia estaba al alcance de cualquiera con sólo salir a la calle y mirar al cielo.
  
Porque no olvidemos que esa visión era fruto de la experiencia diaria, que nos enseña que el sol se levanta del horizonte por el este, se desplaza sobre el fondo del cielo en una trayectoria curva, y se oculta tras el horizonte por el oeste, para volver a aparecer por el este a la mañana siguiente. Se necesitaba una resistencia heroica ante la evidencia para no aceptar este modelo.
  
Galileo fue el loco que se negó a aceptar dicha evidencia y propuso un sol inmóvil, del mismo modo que se negó a aceptar que los cuerpos, en caída libre, alcanzan velocidades muy distintas en función de sus propias características –que es lo que podemos comprobar todos los días-, y se empeñó en afirmar, contra toda evidencia, que sus velocidades son idénticas, y lo que requiere una explicación es por qué la observación de la vida ordinaria no lo confirma. Hasta tal punto cierra los ojos a la experiencia que algún discípulo suyo llegará a afirmar que esas son las leyes de la Naturaleza “y si la experiencia no lo corrobora, peor para ella”: quedaba inaugurada la vía matemática para llegar al conocimiento de la realidad. Los cálculos quedaban simplificados con este modelo galileano, y eso permitió dar un impulso formidable a nuestro conocimiento de la naturaleza.
  
Acaba de salir a la luz, por lo visto, un libro escrito por Juan Carlos Gorostizaga y Milenko Bernadic, de profesión matemáticos, que lleva el provocador título de “Y, sin embargo, no se mueve” y es, como se puede adivinar, una exposición de ese geocentrismo que creíamos derrotado para siempre desde hace unos pocos cientos de años. Desconozco su contenido con detalle, pues no lo he leído, y no creo probable que llegue a hacerlo, pero han llegado hasta mí unas críticas furibundas que defienden a horca y cuchillo la inmovilidad del sol. 
  
Pasando por alto el hecho de que la ciencia actual defiende el movimiento de traslación del sol dentro de la galaxia, no deja de sorprender tanto revuelo cien años después de que Einstein cuajara la Teoría General de la Relatividad, que asegura, entre otras cosas, que, en el estudio del movimiento, tanto vale un sistema de referencia como otro. Lo que significa, para el caso que nos ocupa, que resulta indiferente decir que el punto inmóvil es la tierra –y el sol gira a su alrededor-, como que el inmóvil es el sol, o el centro de la galaxia, o cualquier otro punto del universo. Probablemente serán más complejas las fórmulas necesarias para el modelo de Gorostizaga y Bernadic  –no lo sé, los matemáticos son ellos- pero negar a esa hipótesis el derecho a existir no es más que el reflejo de una mentalidad que está anclada en la Mecánica de Newton y se niega a aceptar la Física del siglo XX.
  
La ciencia, todas las ciencias, no son más que constructos para entender y manejar la realidad. Nada, en principio, favorece una hipótesis más que otra, con tal de que explique la experiencia. El modelo de Galileo resultó, sin duda, más manejable y fructífero que el de Ptolomeo, que le había precedido. Pero no es más que un modelo, un planteamiento general para hacernos las explicaciones más fáciles, y es perfectamente admisible otro distinto en el que el universo pueda ser entendido bajo otro prisma. El esbozo es algo intrínsecamente limitado, que deja fuera no sabemos cuántas dimensiones que no caben -y ni siquiera tienen sentido- dentro de él. Sólo tenemos que volver la vista a las cosmogonías griega, india, china, azteca…, para comprender lo limitados que son los esbozos, también el nuestro, matemático.
  
Recuerdo la impresión que me produjo la primera vez que leí un texto del filósofo español Xavier Zubiri que trata de algo parecido a lo que quiero decir: hombre “de saberes excesivos” en palabras de su discípulo Julián Marías, Zubiri se preguntaba si sabremos algún día las cosas que ignoramos del universo precisamente por haberlo “esbozado” en términos matemáticos. 
  
Y también recuerdo la respuesta de una destacada figura de la Física de su tiempo:  -“Es la única pregunta que no se me había ocurrido, y que realmente me hace pensar”.


jueves, 1 de enero de 2015

GONZALO HERRANZ Y EL GATO CON BOTAS



El conocimiento científico ha llegado a ser, entre nosotros, paradigma del verdadero conocimiento, hasta el punto de afirmarse que el único conocimiento válido es el conocimiento científico. Es ésta, sin embargo, una afirmación que se contradice a sí misma, porque no procede de ninguna investigación de carácter científico: la afirmación "fuera de la ciencia no hay conocimiento" no puede defenderse desde dentro de la ciencia. La realidad, más bien, indica lo contrario: el avance de la ciencia no se produce, principalmente, por acumulación de nuevos datos, sino por rectificación de lo asegurado hasta ese momento, por revisión de lo que se creía anteriormente. 

La fuerza de convicción que tiene a nuestros ojos el conocimiento científico procede precisamente de ahí: de su capacidad para mirar atrás con ojos críticos, para poner las cosas en tela de juicio y ver qué pasa. Negar esto es volver al principio de autoridad como fuente de certeza, algo que repugna a la ciencia.

Tampoco es imparcial la ciencia. No puede serlo. Cuando la opinión general afirma que ciencia es observación y experimentación olvida el decisivo papel que juega la iniciativa del científico, que tiene que trazarse un objetivo, plantear una hipótesis que le lleve hasta él y diseñar los experimentos adecuados. Todo nace y está condicionado por este interés personal que es el motor de todo el mecanismo.

De modo que sin crítica de lo sabido, y sin voluntad cierta -libre de intereses ajenos a la ciencia- de descubrir la verdad, el conocimiento científico se nos escurre de las manos como el agua.

El profesor Gonzalo Herranz, Catedrático Emérito de Anatomía Patológica y de Embriología, es un ejemplo de afán por la verdad. Desde que su jubilación le dejó más tiempo libre, se ha esforzado en justificar las afirmaciones que todos –y él también- hemos dado cuando explicamos el desarrollo del embrión, cosas como que las células de un embrión de pocos días de vida son indiferenciadas e intercambiables, o que es posible la gemelación por separación de las células de un embrión único en etapas precoces de su desarrollo.

Ha dedicado mucho tiempo a rastrear aguas arriba, ascendiendo de un artículo al anterior  hasta dar con aquél del que procede lo que todos hemos repetido luego. Y ha publicado el resumen de sus hallazgos en un libro notable y herético, “El embrión ficticio”, un libro que se lee con pasmo, porque hace tambalearse los cimientos de nuestros conocimientos de embriología. Herranz expone ante el lector cómo surgen algunas de esas ideas que la Ciencia ha elevado a dogma.

Me quiero entretener en el argumento de la gemelación monocigótica, que  viene a decir que, a lo largo de sus dos primeras semanas, el embrión humano no es ni puede ser considerado un individuo,  porque puede escindirse y dar lugar a dos o más sacos embrionarios. Una afirmación cuyas consecuencias rebasan el ámbito de la ciencia, pues está en el origen de la doctrina que niega estatuto de humanidad al embrión temprano.

El argumento nace en un artículo de J.W. Corner de 1922 en el que describía los gemelos que había encontrado al estudiar los úteros de cerdas gestantes. Tras la presentación de sus hallazgos terminaba proponiendo una hipótesis: “Voy a permitirme la libertad de ceder a la imaginación al referirme a la morfogénesis de los gemelos monocigóticos humanos”. Y desarrolló una teoría ingeniosa y brillante –pero imaginaria- en la que unió sus propias ideas sobre la gestación biamniótica del cerdo con las de Paterson sobre la gestación monoamniótica del armadillo, y las trasplantó a la gestación monocorial humana.

Pero era una teoría altamente razonable y de una lógica lineal, y, apoyada en el enorme prestigio científico de Corner, fue aceptada no como lo que, en realidad, es –un modelo teórico, una hipótesis pendiente de verificación-, sino como un  registro preciso de hechos probados, a pesar de los esfuerzos del propio Corner por recordar la falta de soporte empírico de la teoría: todavía en 1954, cuando se había convertido ya en doctrina indiscutible, insistía en recordar que era algo puramente especulativo: “Se ha elaborado, sin embargo, mediante meras conjeturas”.  

Hoy, merced a las técnicas de fecundación artificial, se han estudiado decenas de miles de embriones humanos en fases precoces de su desarrollo, y no se ha encontrado soporte alguno para esta teoría. Sin embargo, se ha documentado al menos una vez, y de modo convincente, la presencia antes de la eclosión y dentro de una misma pelúcida –la “carcasa” de lo que fue el óvulo-, de dos embriones tempranos independientes, y nada impide pensar que se hayan separado en la primera división celular del embrión. Más aún: hoy sabemos que el embrión es una estructura altamente organizada, constituida por una población celular que presenta gradientes específicos de activación génica y de actividad de señalización, y esto hace altamente improbable la teoría de la gemelación monocigótica.

Cuando el bioético saca conclusiones de envergadura, como es afirmar o negar el estatuto humano del embrión, tiene la obligación de despojarse de sus prejuicios éticos y biológicos. Y esto quiere decir también abandonar el principio de autoridad, en virtud del cual se da por sentada la verdad de una afirmación científica sin más argumento que el prestigio de su promotor.

Revelar a estas alturas la inconsistencia de tal argumento puede parecer, en palabras del propio Herranz, “fustigar un caballo muerto”. Sin embargo, descubrir falacias del pasado nos proporciona una experiencia que puede ser útil para otros debates en el futuro. Especialmente, puede servir a los propios investigadores –y a nuestros legisladores y jueces, receptores acríticos de su mensaje-, cuya actitud ante los descubrimientos de la ciencia nos hace recordar a los personajes de Perrault: 

¡Cómo no va a existir el Marqués de Carabás cuando el propio Gato con Botas dice que está a su servicio!



jueves, 13 de noviembre de 2014

LA CONQUISTA DEL COMETA Y EL ORIGEN DE LA VIDA


 La llegada de la sonda Philae al cometa 67P/Churyumov-Gerasimenko ha despertado en la prensa la esperanza de descubrir el origen de la vida, dando por sentado que demostrar que son los meteoritos los que aportaron a nuestro planeta el agua necesaria para ello es lo mismo que establcer la forma en que surgió la vida.

Esta aventura comenzó en 1953 en la Universidad de Chicago, donde Stanley Miller, alumno de doctorado de Harold Urey, llevó a cabo un célebre experimento en el que reprodujo en un matraz las condiciones supuestas de la atmósfera primitiva (vapor de agua, metano, amoníaco e hidrógeno) y la sometió a descargas eléctricas en un intento de reproducir la situación de nuestro planeta durante sus primeros mil millones de años de existencia, en los que la inestabilidad geológica y los frecuentes impactos de meteoritos eran la norma. Miller consiguió de esta forma sintetizar diecinueve sustancias orgánicas elementales, incluyendo cuatro aminoácidos, que son las piezas básicas que forman las proteínas.

Algunos años después, en 1961, el español Juan Oró llevó a cabo experimentos análogos en la Universidad de Houston: trabajando con una “sopa” de agua, ácido cianhídrico y amoníaco sintetizó algunos otros aminoácidos y aportó un elemento nuevo: la adenina, que está presente en los nucleótidos -los elementos que componen la cadena del ADN- y es pieza fundamental para la producción y manejo de energía en la célula y para el control de numerosas funciones celulares. La euforia se disparó en el mundo científico de la época, seguros de tener al alcance de la mano la síntesis de vida artificial.

Pero aquí terminan las buenas noticias: dejando aparte el hecho de que hoy se considera que las sustancias que reunió Miller en su matraz tienen poco que ver con las que existían realmente en la atmósfera primitiva, lo cierto es que hay muchos aminoácidos que aún no se han podido sintetizar, y, desde luego, no se ha podido ensamblar la adenina (y otras bases similares) con azúcares y fosfatos para formar los nucleótidos del ADN. Aunque la literatura de divulgación científica deja creer al lector que los demás componentes básicos de los seres vivos, que son centenares, aparecen sin más por estos procedimientos, lo cierto es que no sólo es problemática la síntesis de los productos que se obtienen, sino que las condiciones necesarias para la síntesis de algunos de ellos impiden la síntesis de otros.

En 1991, el propio Stanley Miller aseguraba: “El origen de la vida ha resultado ser más complicado de lo que muchos suponíamos”. Unos años más tarde, en 2000, alguien preguntó a Werner Arber, Premio Nobel de Medicina por sus trabajos sobre los enzimas de restricción –que fragmentan el ADN- qué es la vida. “No puedo contestar a esa pregunta –dijo-. No entiendo cómo todas esas moléculas han podido juntarse inicialmente para formar esos organismos unicelulares o multicelulares. Simplemente, no lo comprendo. Estoy lejos de entender lo que es la vida”. Y cuando en 2003 le preguntaron a Christian de Duve, Premio Nobel de Medicina por sus trabajos sobre la endosimbiosis –teoría que considera que determinados orgánulos celulares con membrana, como las mitocondrias, fueron en otro tiempo células primitivas autónomas que se quedaron a vivir dentro de otras- en qué punto estábamos de la comprensión del origen de la vida, respondió: “No estamos en ningún punto, no sabemos nada”, y realizó un llamamiento para rechazar teorías “basadas en probabilidades tan incomparablemente pequeñas que sólo pueden considerarse “milagros”, fenómenos que se alejan del ámbito de la investigación científica”.

¿Cómo de pequeñas son esas probabilidades? Para ilustrar esto, el astrónomo Arthur Eddington propuso un ejemplo que se ha hecho clásico: si cien mil chimpancés manipulasen un teclado al azar durante el tiempo suficiente, acabarían escribiendo todo lo que almacena la Biblioteca Nacional británica. El punto clave aquí es “durante el tiempo suficiente”. Pero parece ser que no disponemos de "el tiempo suficiente": hoy, que, con los potentes ordenadores actuales, los matemáticos pueden concretar algo más, Michael Starbird, experto en teoría de probabilidades, asegura que mil millones de chimpancés tecleando una vez por segundo una combinación de 18 letras durante los 13.700 millones de años que tiene el universo tendrían una posibilidad entre mil millones de escribir “En un lugar de la Mancha”. ¿Cuánto tiempo sería necesario para hacer que surgiera, por azar, la enorme complejidad, estructural y funcional, de, pongamos,… la membrana celular?

lunes, 5 de mayo de 2014

APOYADOS EN EL ADN PARA ZANJAR LA CUESTIÓN



En el último acto de “La taberna fantástica”, de Sastre, uno de los personajes muere pese a los intentos de su amigo de evitarlo o retrasarlo, y a sus gritos de “¡No te mueras!” responde sereno: “No puedo evitarlo. Me muero superiormente a mí”. La frase, desnudada de la comicidad que le proporciona el contexto, pone de manifiesto que hay cosas que están al margen y por encima de nuestra voluntad. Como ya sabíamos todos, habría que añadir. Sí, como ya sabíamos todos, pero parece que necesitamos que nos las recuerden de vez en cuando, especialmente cuando nos dejamos llevar por deseos e intereses particulares que pueden oscurecer la verdad.

Ésta es una de esas veces. Vamos a acostumbrarnos a oír con insistencia voces a favor y en contra del anteproyecto de ley de Gallardón de defensa de la vida del concebido, y conviene fijar algunas ideas para saber hacia dónde cae eso de la vida del concebido. No podemos olvidar que, por encima de deseos personales, ideologías y conveniencias políticas y electorales, la realidad es lo más respetable del mundo. Conviene, por tanto, conocerla y tenerla en cuenta, para poder legislar partiendo de ella, para no estar braceando en el vacío como náufragos.

En el siglo XXI el único conocimiento de la realidad que viene con marchamo de autenticidad es el que proviene de la ciencia. Es verdad que convivimos constantemente con otras formas de conocimiento, pero en cuanto nos hacen tropezar con una afirmación científica las desechamos sin parpadear. Y, en lo que se refiere a la vida, una de esas verdades científicas incontestables dice que no hay ningún cambio sustancial posterior a la constitución del genoma que nos permitan afirmar que lo que ahora es una vida humana antes era una vida no-humana. Después de la fecundación lo único que hay es el desvelamiento de lo que estaba velado, el desarrollo de lo que estaba enrollado: nada nuevo, nada que no estuviese ya ahí.

De tal manera es así, que si recogiésemos una muestra biológica de un embrión y se la entregásemos a la policía científica para que la estudiase con los medios de que dispone llegaría a la conclusión inevitable de que se trata de restos humanos, porque encontraría en el ADN de aquella muestra las mismas secuencias repetitivas –denominadas “secuencias Alu”- que constituyen el DNI bioquímico de nuestra especie. De modo que averiguar si un ser es humano o no es un camino muy trillado, y nuestros legisladores sólo tienen que preguntar a los expertos. Quiero subrayar que estoy hablando de averiguar si es humano o no lo es. No se trata de decidirlo: la cuestión está ya decidida de raíz, “superiormente a nosotros”. Esas secuencias Alu características de la especie humana zanjan la cuestión.

Se puede, efectivamente, legislar contra la realidad, como se puede vivir contra la verdad. Pero ya no estaríamos hablando de justicia, de la que Ulpiano dio una definición que viene rodando por la cultura humanista desde hace ya dos milenios: dar a cada uno lo suyo. Lo suyo. No cualquier cosa, no lo que decida el legislador, no lo que apetezca al mayor número de ciudadanos. No: lo suyo. Lo suyo, lo que le corresponde antes de que nadie se lo dé. Por eso, la ley no establece lo que es suyo -eso le toca a la realidad-, la ley lo que hace es configurar una situación como justa –si reconoce aquello que le corresponde a la realidad- o injusta-si lo niega-.

No hay más.

viernes, 19 de julio de 2013

SI LA VIERAS CON MIS OJOS...





En su célebre cuento “El Principito”, Antoine de Saint-Exupéry nos muestra el proceso por el que su personaje aprende a no quedarse en las apariencias y a profundizar para alcanzar las corrientes de fondo donde reside la auténtica consistencia de las cosas. Lo resume el secreto que le confía el zorro: “Sólo se puede ver con el corazón; lo esencial es invisible a los ojos.”

Es algo que tiene que ver con el amor: la mirada del amor ilumina a la persona amada y descubre en ella cualidades y aspectos que pasan desapercibidos a los ojos de los demás. No: aunque los clásicos lo representaban con los ojos vendados, el amor no es ciego, sino todo lo contrario: es una luz poderosa que ilumina los últimos resquicios y permite ver lo que permanecía oculto. No es un engaño, no es una ilusión. El amor muestra la verdad profunda de la realidad con tal evidencia que nos entregamos a él con una confianza que resiste toda argumentación contraria. Lo sabía muy bien Segismundo, para quien la persistencia de su amor por Estrella (“esto”) es prueba única y bastante de una realidad que empieza a parecerle irreal: “Que fue verdad veo yo en que todo se acabó y esto sólo no se acaba”.

Es la misma historia que nos contaba Platón de aquellos hombres que estaban encadenados en una caverna, de espaldas a su boca, y sólo conocían del mundo exterior las sombras que se proyectaban sobre la pared que tenían enfrente. Un día uno de ellos se liberó y contempló la realidad exterior abiertamente, sin disfraz ni camuflaje; cuando volvió a la cueva no pudo mirar ya aquellas sombras de la misma manera: miraba ya “con otros ojos”. Dyango, una autoridad en esta materia, subrayaba la importancia de adoptar el punto de vista enamorado para alcanzar la verdad más profunda: “¡Si la vieras con mis ojos... !”.

A veces pienso que algo parecido ocurre con el relato que nos ofrece la ciencia. Los griegos reconocían que en todas las cosas existía una “sub-stancia” que estaba escondida bajo la apariencia de las cosas y que constituía su verdadero ser. La ciencia de hoy, sin embargo, se ha olvidado todo esto, y se conforma con proponernos una imagen de la realidad que resulta poco imaginativa, algo miope, corta de vista, como de andar por casa. Que sirve, sí, para alcanzar el objetivo inmediato que se propone, pero que cuando la hacemos funcionar en el seno de nuestra vida se demuestra insuficiente y pobre. Pienso, por ejemplo, en las sensaciones que provoca en nosotros la contemplación de un paisaje hermoso, en la emoción que nos produce una melodía, en la ilusión expectante en que nos coloca el amor: ante eso ¿quién puede creer que la música no es más que vibraciones, que la luz no es más que una partícula con una onda asociada, que el amor no es más que química? No, cuando nos tomamos la vida como realmente es, cuando no la disecamos, es imposible que nos conformemos con lo que nos propone la ciencia; sus respuestas no acaban de servirnos, no podemos tomárnoslas definitivamente en serio: nos perderíamos lo mejor.

Yo no soy teólogo, pero me basta vivir la vida como es para sospechar que el Papa ha dicho más de una cosa interesante en su primera encíclica: que toda la realidad es fruto del amor de Dios, y que ese amor puede iluminar nuestra mirada para enriquecerla; que el amor de Dios nos sitúa en otro plano más rico, un plano de mayor plenitud. Toda la carta está escrita en el lenguaje del amor: “la característica propia de la luz de la fe es la capacidad de iluminar toda la existencia del hombre”, “creer significa confiarse a un amor misericordioso, que siempre acoge y perdona, que sostiene y orienta la existencia”, “la salvación comienza con la apertura a algo que nos precede, a un don originario que afirma la vida y protege la existencia”. El Papa nos recuerda la importancia de mirar con ojos enamorados: “transformados por ese amor, recibimos ojos nuevos, experimentamos que en él hay una gran promesa de plenitud y se nos abre la mirada al futuro”; “el cristiano (…) comienza a ver con los ojos de Cristo”.

También para el Papa el amor y la verdad se requieren mutuamente: si, por una parte “sin amor, la verdad se vuelve fría, impersonal, opresiva para la vida concreta de la persona”, por otra, “sólo en cuanto está fundado en la verdad el amor puede perdurar en el tiempo, superar la fugacidad del instante y permanecer firme para dar consistencia a un camino en común”. Resuenan las palabras de Segismundo.

Y toda la realidad asciende a otro plano: “En la cultura contemporánea se tiende a menudo a considerar como verdad sólo la verdad tecnológica (...) (la fe) ilumina incluso la materia, confía en su ordenamiento, sabe que en ella se abre un camino de armonía y comprensión cada vez más amplio. La mirada de la ciencia se beneficia así de la fe: ésta invita al científico a estar abierto a la realidad en toda su riqueza inagotable”.

De modo que al final resulta que la verdad profunda de todo es el amor. Valía la pena escribir una encíclica para explicarlo.

viernes, 8 de febrero de 2013

UN ERROR ELEMENTAL

 
         La reciente propuesta de George Church, experto en Biología Sintética de la Universidad de Harvard, de clonar al hombre de Neandertal, ha sido calificada como descabellada por Camilo José Cela (Conde), que concluye de esa declaración que “parece aburrirse, o se le cruzan los cables mentales” (1). El profesor Cela es un especialista en el estudio del proceso evolutivo que ha conducido hasta nosotros, y coautor, en colaboración con Francisco J. Ayala, de un libro, “Senderos de la evolución humana”, que ha sido adoptado como texto base en los estudios universitarios de Antropología. Pertenece, además, al grupo de investigación “Evolución y Cognición Humana” de la Universidad de la Islas Baleares, y es miembro de la Asociación Americana para el Avance de la Ciencia. Vaya, que es una autoridad en la materia. Lo que nos hace pensar que algo de razón tendrá cuando se pronuncia en asuntos de su especialidad.
Llega a decir el profesor Cela que la propuesta de George Church es no sólo descabellada, sino “de esas que jamás se atrevería a incluir en sus artículos serios -porque, de hacerlo, irían al cesto de los papeles-”. Efectivamente, las revistas profesionales cuentan con comités que supervisan el rigor y la calidad de los manuscritos que reciben y seleccionan los que llegarán a publicarse, que llevan ya, por eso, un marchamo de seriedad científica; por el contrario, las revistas de divulgación e información general carecen de criterio para seleccionar los artículos de mayor rigor científico.  Por eso sospecha el profesor Cela que Church nunca publicaría en una revista profesional lo que ha publicado en Der Spiegel.  No es tanto el nombre del autor como el medio que lo publica lo que representa –o no- una garantía para el lector inadvertido.
Pero el mismo Cela cae en la situación que critica cuando afirma, poco después, que el hecho de que un biólogo acepte la Creación (divina) es, en sí mismo, una anomalía. Dudo seriamente que se atreviese a escribir eso en un artículo profesional, porque no constituye en absoluto una afirmación científica. No estoy negando al señor Cela su derecho a afirmar algo así, digo, simplemente, que cuando dice cosas como esa no está respaldado por su prestigio profesional ni por sus conocimientos científicos, sino que se encuentra a ras de suelo, tratando un asunto que no compete a la rama del saber en la que es una autoridad reconocida. Vierte su opinión, pero no puede verter un conocimiento. La superespecialización que impera hoy hace que cuando los científicos vagan por el campo de la Filosofía o de la Teología y comienzan a pronunciarse sobre las últimas realidades, lo hacen a menudo sin los instrumentos intelectuales adecuados, y muchas veces sin conciencia alguna de que existen tales instrumentos.
Si, como parece, Cela considera que fuera de la ciencia no podemos encontrar verdades respetables, hay que advertir que eso ya no es ciencia, sino cientifismo. El cientifismo sirve muy bien a sus partidarios, porque les convence de que sólo la ciencia proporciona un paradigma válido de conocimiento, pero es una ideología que se autodestruye: sus afirmaciones no son la conclusión de ninguna investigación científica, sino que se encuentra exactamente en la posición que critica. La pretensión de que no puede haber conocimiento válido fuera de la ciencia no puede ser defendida desde dentro de la ciencia. Se trata de un error filosófico elemental, como el de un niño que pretendiera que no existen más personas que las que viven en su casa porque él no conoce a nadie más.
Cuando reflexionamos sobre la ciencia, sus objetivos, su valor, sus límites, no estamos haciendo ciencia, sino filosofía. Esto puede que no guste a los cientifistas poco amigos de la filosofía, pero no hay manera de evitarlo. El profesor Cela es, seguramente, un buen científico, y, desde luego, un buen comunicador. Pero parece no darse cuenta de que como filósofo –y no digamos nada como teólogo- es bastante pobre.
¿Cómo puede un científico llegar a ser cientifista? Porque ciencia y cientifismo son incompatibles. La ciencia basa su éxito en que adopta puntos de vista restringidos, delimita su ámbito y evita preguntas que caen fuera de él. El científico se concentra en asuntos muy concretos, los estudia con métodos rigurosos y pone especial cuidado en evitar extrapolaciones y generalizaciones injustificadas. Y eso es precisamente lo que es el cientifismo: una generalización sin base, una mala filosofía. Que se presenta disfrazada de ciencia, pero es sólo para ver si cuela.
Pues no, no cuela.