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jueves, 16 de enero de 2020

EL SERVICIO RELIGIOSO EN LOS HOSPITALES


El senador de Compromís Carlos Mulet ha dirigido un escrito al Gobierno instándole a eliminar los servicios de asistencia religiosa de los centros sanitarios. Es una situación, dice, que consagra la posición privilegiada de la Iglesia Católica, pues esta asistencia religiosa sólo se le permite a ella, pero "no al resto de confesiones o sectas religiosas”. Está, además, sobradamente justificada la eliminación de tales servicios de nuestros hospitales, ya que, asegura, “la asistencia religiosa no forma parte de ninguna rama de la medicina moderna”. No es la primera vez que se plantea esta cuestión. En términos semejantes se ha manifestado anteriormente la coordinadora general de Esquerra Unida del País Valencià, Rosa Pérez Garijo, amparándose en que la asistencia religiosa “no tiene nada que ver con la atención sanitaria”. El asunto merece, a mi juicio, una reflexión detenida.

Para empezar, veamos cuál es la situación que se quiere corregir. La Iglesia Católica se hace presente en los hospitales públicos en función de un convenio firmado con el Estado por el cual “subcontrata” la asistencia religiosa de dichos centros. No constituyen una muchedumbre: la cobertura de este servicio para toda España está a cargo de alrededor de 850 personas, muchos de ellos -pero no todos- sacerdotes. Y no es algo que se conceda a la Iglesia Católica a título particular y privilegiado, aunque el hecho de que la católica sea la confesión religiosa con mayor número de miembros en nuestra sociedad hace que su presencia sea más visible y pueda parecer la única. No hay aquí ninguna discriminación por razón de religión: las otras confesiones, aunque no tan significadas en nuestra sociedad, pueden también atender a los miembros de su comunidad en todos nuestros hospitales. Es el caso de las comunidades protestante (evangélica) y judía, que tienen acuerdos de cooperación con el Estado en esta materia a través, respectivamente, de la Federación de Entidades Religiosas Evangélicas de España y de la Federación de Comunidades Israelitas de España. Otra comunidad de implantación creciente, la musulmana, puede establecer conciertos con la Administración competente a través de la Comisión Islámica de España. En cuanto a confesiones de menor implantación legalmente reconocidas, como los mormones, los testigos de Jehová, los budistas, los cristianos ortodoxos, etc., que no tienen convenios suscritos con el Estado, no por eso están excluidos de la asistencia religiosa en los hospitales públicos: ellos también están amparados por la Ley de libertad religiosa, y las lagunas existentes en el ámbito estatal se suplen con normas autonómicas.

Otra cuestión es saber por qué se implantan servicios religiosos en un hospital, que a lo que se dedica es a atender a enfermos. Al llegar a este punto hay que recordar que los convenios a los que me vengo refiriendo no se establecen por voluntad del Estado o por un afán de las distintas confesiones de meter la religión en todos los rincones de la vida. Se establecen para cumplir las directrices de la Organización Mundial de la Salud.

Somos algo más que un cuerpo, algo más que un conjunto de estructuras anatómicas, de fenómenos mecánicos y de reacciones químicas. Tenemos una dimensión psíquica también, y una dimensión social. Y una dimensión espiritual. Cuando enfermamos, no enfermamos únicamente en el corazón, o en el estómago, o en la rodilla: enfermamos en todas nuestras dimensiones, como un "todo": enfermamos personalmente. Por eso, cada enfermo vive su enfermedad a su manera, y requiere una atención personalizada.  Un enfoque puramente biológico de la asistencia sanitaria convertiría nuestros hospitales en clínicas veterinarias. La OMS lo sabe muy bien, y subraya la condición humana del enfermo, que le hace acreedor de una atención más allá de los cuidados científico-técnicos, una atención que integre el abordaje de todas las dimensiones de la persona (física, psíquica, social y espiritual).

Por eso pide que haya en los hospitales psicólogos clínicos, trabajadores sociales y asistentes religiosos: para dar al enfermo una atención a la altura del hombre.

viernes, 11 de octubre de 2019

DÍA INTERNACIONAL DE LOS CUIDADOS PALIATIVOS

A Manuel Priego, compañero y amigo, que lleva tantos años aliviando a sus pacientes. 

Cuidar es la vocación original de los que se dedican a la atención al enfermo: la Medicina desde sus remotos orígenes, y la Enfermería desde sus orígenes más recientes –Florence Nightingale, precursora de la Enfermería moderna, redujo la mortalidad de los heridos en la Guerra de Crimea del 42 a 2% sin apenas otros instrumentos que las medidas higiénicas- han tenido como objetivo precisamente eso: proporcionar los cuidados necesarios al enfermo. Cuidados que eran principalmente paliativos: las enfermedades evolucionaban según su historia natural, y no estaba al alcance la curación del enfermo. Pero se le cuidaba, se atendía a sus necesidades y su bienestar, se le acompañaba, y, llegado el momento, se le ayudaba en el último trance.

Todo esto cambió en el siglo XX, cuando la Medicina recogió los frutos del esfuerzo por conocer las causas, los mecanismos y las curas de las enfermedades. Con el avance técnico y el aumento de la esperanza de vida, con la posibilidad de la cura, fue cayendo en el olvido –y en el desprecio- el cuidado paliativo. Y, así, llegamos a olvidar que el origen de todos nuestros conocimientos fue precisamente la ayuda, el consuelo y el acompañamiento de los enfermos y moribundos. Todavía hoy, el nombre de nuestros Hospitales nos trae resonancias de “hospitalidad”, de la cercanía y el sentimiento cálido que unen al visitante y al anfitrión, ambos con-fundidos, “solidarizados”, en la entrada “huésped” del Diccionario Académico.

La OMS, recordando estos antecedentes, promueve, desde hace ya algunos años, los Cuidados Paliativos como parte de su programa de control de cáncer, y los define como el “cuidado activo e integral de pacientes cuya enfermedad no responde a tratamientos curativos”, fundamentado en “el alivio del dolor y otros síntomas acompañantes, y la consideración de los problemas psicológicos, sociales y espirituales”, con el objetivo de “alcanzar la máxima calidad de vida posible para el paciente y su familia”.

En el último Congreso Mundial de Cuidados Paliativos, celebrado en mayo en Berlín, se ha presentado el “Atlas de Cuidados paliativos”, que debe hacernos reflexionar: en Europa, 4,5 millones de personas necesitan cuidados paliativos, y la cosa no va a mejorar. Según la OMS, para 2060 estas cifras habrán aumentado un 30% como consecuencia del envejecimiento de la población y del aumento de enfermedades no transmisibles.

La implantación de estas unidades está mejorando poco a poco en Europa, pero España se ha estancado: no ha habido grandes progresos en el número de servicios, pero las Unidades de Cuidados Paliativos son cada día más conocidas por la población, y la creciente demanda sobrepasa a las Unidades que ya existen, que son pocas: 0,6 por 100.000 habitantes, frente a los 2 por 100.000 recomendados.

Celebramos este 12 de octubre, además de otras conmemoraciones más conocidas y populares, el Día Internacional de los Cuidados Paliativos, algo que a todos nos conviene promover: según la Sociedad Española de Cuidados Paliativos, 80.000 personas mueren cada año en España sin acceso a servicios de cuidados paliativos, con un sufrimiento real, concreto, innecesario y evitable
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miércoles, 3 de octubre de 2018

UNIVERSIDAD PRECARIA



Circula por las redes la historia de un alumno que va a ver a su profesora de matemáticas para reclamar un suspenso en un examen. La mujer le dice que ha suspendido porque ha contestado que 2+2 es igual a 22 y le explica por qué está mal, pero el niño no atiende a explicaciones, se da media vuelta y se va tirando las cosas al suelo de un manotazo. 

Al día siguiente acuden los padres del niño, para quienes todo se reduce a una confrontación de opiniones. Consideran que la actitud de la maestra pone de manifiesto un sentimiento nazi de superioridad y, tras abofetearla, abandonan la sala amenazándola con hacer que la expulsen de su trabajo.

A la mañana siguiente es el Director el que va a verla. Le sugiere que ofrezca sus disculpas a la familia, ya que no es misión de los profesores transmitir prejuicios a los alumnos.

Al otro día la profesora se encuentra ante un tribunal académico. Hay que tomar medidas: el colegio ha sido demandado por acoso a un menor. Necesitan que se retracte, que admita que es posible que haya varias respuestas correctas para 2+2. Hasta entonces, está suspendida de empleo.

Todas las cadenas de televisión se hacen eco de estos hechos: una profesora clasista abusa de los derechos de un estudiante, y la profesora, finalmente, es despedida.

Aquí termina la historia. Una historia ficticia, sobra decirlo: una parodia, una bufonada.

Pero quizá sirva para valorar otra historia: Lisa Littman, ginecóloga de la Universidad de Brown, en los Estados Unidos, ha llevado a cabo una encuesta a 256 padres, todos ellos favorables a las relaciones homosexuales, cuyos hijos presentaron repentinamente, al llegar a la adolescencia, disforia de género. Littman advirtió que en un elevado número de casos la aparición de la disforia estuvo precedida por situaciones traumáticas o estresantes, lo que le ha llevado a sugerir que la disforia pudo surgir como mecanismo de defens por influencia del medio social –lo mismo que ocurre, por ejemplo, con el ingreso en tribus urbanas o con el desarrollo de aficiones sociales-.

La revista Journal of Adolescent Health publicó un avance del artículo en febrero de este año, momento en el que The Advocate, una revista LGTB, se apresuró a calificarlo como “ciencia basura”. El artículo completo ha visto la luz en agosto, publicado por PLOS ONE, y ha recibido de los colegas de Littman críticas favorables que llegaron hasta la revista The Times. La propia Universidad de Brown lo ha exhibido en su página web, entre las investigaciones novedosas que se llevaban a cabo allí. 

Pero, como se podía esperar, las comunidades LGTB “salieron a la calle” para denigrar el trabajo y a su autora. Acto seguido, PLOS ONE ya ha comunicado que el artículo será revisado por otro equipo diferente que juzgará su calidad, y la Universidad de Brown, arrepentida de su "atrevimiento", lo ha retirado ya de su página web, y se ha apresurado a declarar “su compromiso con la diversidad de género y la inclusión, parte inquebrantable de nuestros valores fundamentales como comunidad”. 

La historia de Lisa Littman es idéntica a la de la profesora de matemáticas que acabo de contar. Una bufonada. Pero no es una ficción, es una historia real, esa es la diferencia. Y en el mundo real las bufonadas no provocan sonrisas, sino rechazo. En este caso, un rechazo masivo del mundo de la ciencia, “más allá de lo esperado en una disputa académica normal”, en palabras de The Economist. La razón es muy sencilla: en una disputa académica normal las partes se apoyan sólo en datos científicos, que pueden ser contrastados, reproducidos y revalidados o contradichos. Nadie se asusta porque alguien rechace las conclusiones de otro autor. La discrepancia es norma -más que norma: en una ciencia sana, la discrepancia honesta es obligada-, y las opiniones encontradas se esfuerzan por aportar datos objetivos que sostengan su opinión. Todo, con el ánimo de desentrañar la verdad latente. Pero en el caso de Lisa Littman no ha sido así. No han sido los datos objetivos de la ciencia los que ha doblegado la honestidad intelectual de esas dos entidades: ha sido la presión de los grupos LGTB los que han amordazando la verdad por razones espurias.

El exdecano de la Facultad de Medicina de Harvard, Jeffrey Flier, en la línea de aquel "No he de callar por más que con el dedo/ ya tocando la boca, ya la frente/ silencio avises o amenaces miedo", ha recordado la larga lucha de las Universidades con los poderes fácticos en defensa de la verdad. "Su éxito en este aspecto - ha declarado- es uno de los grandes triunfos intelectuales de los tiempos modernos, que está en la base de las sociedades libres.” Más práctica, y más concreta, ha sido Alice Greger, historiadora de la Medicina y profesora de bioética en la Universidad Northwestern, en Chicago: “¿Qué investigador querrá trabajar en la Universidad de Brown cuando el valor de su trabajo está determinado por la presión política?”


sábado, 28 de julio de 2018

NADIE ES UNA ISLA






La revista World Archaeology ha publicado recientemente un trabajo del equipo de P. Spikins, de la Universidad de York, en el que analizan los restos de un varón de Neanderthal de hace entre 45000 y 70000 años, con numerosas fracturas consolidadas en cráneo y extremidades, de las que concluyen pérdida de la visión y del movimiento del brazo derecho y de la pierna izquierda. Las lesiones le hubieran imposibilitado la vida en las condiciones de la época, y, sin embargo, la consolidación de las lesiones óseas y la deformación compensatoria de la pierna derecha demuestran una larga supervivencia posterior. Los autores concluyen la existencia en su grupo social de una atención hacia el desvalido aun cuando ya no está éste en condiciones de contribuir personalmente al sostenimiento del grupo. Sólo así se explica la larga supervivencia de un tullido semejante. El artículo revisa, además, numerosos casos similares de diferentes homínidos fósiles, y establece alguna comparación con grupos de primates actuales. Deja pensar que la humanización es paralela a la hominización.

Es verdad que la historia de la humanidad cursa con altibajos, y en diferentes momentos encontramos algunas sociedades que se han convencido de que ciertos seres humanos, por diferentes motivos, son ”parásitos sociales” que es mejor que mueran ya: los nacidos con malformación, los enemigos, los judíos, los aristócratas, los improductivos,…, o, en el mejor de los casos, no son merecedores, como el resto, de una vida en plenitud de dignidad: los negros, los esclavos, los siervos,…

Pero el desarrollo de la humanidad también se refiere al sentido moral, y frente a estas costumbres inhumanas ha ido abriéndose paso la idea de que todos los seres humanos son esencialmente iguales y tienen igual derecho a la vida sean cuales fueran sus diversas circunstancias. Y, así, hemos ido eliminando progresivamente –también con altibajos- la esclavitud, la tortura, el infanticidio, el racismo, el abandono de ancianos y enfermos,…, y hemos retirado a gobernantes y a jueces la facultad de sentenciar a una persona a muerte.

Sin embargo, ahora queremos dar esta misma facultad a los médicos. No sólo representa un enorme paso atrás, sino que corrompe la Medicina y la pone al servicio de la muerte, exactamente lo contrario de lo que está en su ADN. Por piedad, desde luego, nadie niega la buena intención que se esconde detrás de esa iniciativa. Lo llaman “muerte digna”, que es una forma  atractiva de presentarlo. Pero es una forma equivocada.

Porque la que es digna es la persona, y la persona es digna siempre. El hecho de que viva –o muera- en condiciones indignas no cambia esa verdad. Si las condiciones en que se vive o se muere son indignas, hay que cambiarlas. Pero nadie es indigno porque sean indignas sus condiciones. La dignidad humana es de raíz. Y le corresponde el derecho radical e indiscutible a vivir. Es digno, ciertamente, renunciar a la obstinación terapéutica sin esperanza alguna de curación - o mejoría- y esperar la llegada de la muerte con los menores dolores físicos posibles; como es digno también preferir esperar la muerte con plena consciencia y experiencia del sufrimiento final. Nada de eso tiene que ver con la eutanasia; la provocación de la muerte de un semejante, por muy compasivas que sean las motivaciones, es siempre ajena a la noción de dignidad de la persona.

 Pero es que, además, es una compasión mal entendida, porque los promotores de esta iniciativa consideran que el miedo a una muerte dolorosa puede ser tan intenso que haga preferible la muerte misma como forma de evitarlo, pero la experiencia de las Unidades de Cuidados Paliativos demuestra que cuando un enfermo que sufre pide que lo maten, en realidad está pidiendo que le alivien los padecimientos, tanto los físicos como los morales, que a veces superan a aquéllos: la soledad, la incomprensión, la falta de afecto y consuelo en el trance supremo. Cuando el enfermo recibe alivio físico y consuelo psicológico y moral, deja de pedir que acaben con su vida.

Por otra parte, si convertimos la sensibilidad personal -los sentimientos subjetivos- en fuente de moralidad de los propios actos, se llega a conclusiones indeseadas: en la Edad Media se podía creer sinceramente que atormentando al acusado se le hacía un bien, pues salvaría su alma; en el siglo XVIII se podía pensar que tener esclavos era una forma de ayudarlos a sobrevivir; y en la actualidad se puede creer que matar a un hijo recién nacido subnormal es ayudarle a evitar sufrimientos futuros. Todos esos sentimientos pueden ser subjetivamente bondadosos, pero resultan objetivamente inhumanos. No podemos confundir las circunstancias que podrían atenuar la responsabilidad - incluso hasta anularla- con lo que debe disponer la Norma, porque eso haría imposible la convivencia: cualquier acto, fuera el que fuese, estaría legitimado en virtud de los motivos íntimos de su autor, pues todo lo que hacemos lo hacemos porque nos parece bueno.

Al Estado le corresponde defender la vida humana, no clasificar las vidas humanas en dignas e indignas. Por eso establece normas de tráfico, calendario de vacunaciones, normas de seguridad laboral, criterios de calidad de los alimentos, lucha contra epidemias. Y hospitales, policía, ejército, tribunales,…

¿Y defender la vida contra la voluntad del propio interesado? Sí, también defender la vida contra la voluntad del propio interesado. En la conservación de cada vida humana hay tanto interés personal como social, y ni uno de ellos debe prevalecer en exclusiva sobre el otro, ni al revés. Ningún ser humano es una realidad aislada, fuente autónoma y exclusiva de derechos y obligaciones. Por eso nadie tiene derecho a eliminar una vida humana: ni la de otros ni la propia. Así lo ha entendido siempre la tradición jurídica occidental al considerar el derecho a la vida como indisponible.

En realidad, lo que sabían aquellos hombres de Neanderthal ya nos lo había recordado John Donne en el texto que Ernest Hemingway reprodujo en “Por quién doblan las campanas”  y con el que quiero terminar:

“Nadie es una isla, completo en sí mismo; cada hombre es un pedazo del continente, una parte de la tierra; si el mar se lleva una porción de tierra, toda Europa queda disminuida, como si fuera un promontorio, o la casa de uno de tus amigos, o la tuya propia; la muerte de cualquier hombre me disminuye, porque estoy ligado a la humanidad; y por consiguiente, nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti.” 


martes, 5 de junio de 2018

UNA APORTACIÓN AL DEBATE DE LA EUTANASIA


El debate sobre la eutanasia, en los medios de comunicación, se produce siempre en el contexto de la asistencia médica. Habría que preguntarse por qué. Por qué no se pide ayuda al bioquímico o al farmacéutico, que podrían disponer de más información sobre sustancias letales, por qué no se pide la ayuda del veterinario, que sin duda tiene más experiencia en la administración de inyecciones letales. Sin duda, su objeto es mitigar la indignación ética que produce espontáneamente la idea de procurar la muerte de una persona, “lavándola” con la imagen social del médico, vinculada a procurar el bien del enfermo. Pero la consecuencia final de esa vinculación del médico con la eutanasia puede no ser la deseada construcción de una buena imagen de la eutanasia, la consecuencia puede ser la destrucción de la buena imagen del médico. Es lo que sugiere la experiencia de Bélgica y de los Países Bajos: han recorrido ya toda la "pendiente resbaladiza"  que va desde la "eutanasia voluntaria" para casos de dolor invencible y enfermedad incurable, pasando por la "eutanasia no voluntaria" de aquellos enfermos inconscientes de los que “se supone” que pedirían la muerte si pudieran, hasta la "eutanasia involuntaria" de pacientes conscientes y capaces, que ni la piden ni se les consulta –la misma eutanasia que ya aplicaron los nacionalsocialistas alemanes en los años 40- y el resultado ha sido la quiebra de la necesaria confianza en el médico. En consecuencia, los enfermos graves que se lo pueden permitir cruzan la frontera para buscar asistencia sanitaria en otros países.

¿Qué pensar de la “eutanasia voluntaria”? ¿No es precisamente la aparición de ese deseo el síntoma, por ejemplo, de una depresión? Una persona en tales circunstancias posiblemente satisfará todas las condiciones restrictivas para tener derecho a la eutanasia activa: la persistencia del deseo de morir, la capacidad de consentimiento, la competencia de juicio, la consulta médica, etc. Sólo que su deseo de morir no es voluntario. Lo que necesita una persona que en esta situación solicita ayuda no es ayuda para morir, sino ayuda para vivir.

En cuanto a la “eutanasia no voluntaria” y la “involuntaria”, se confunden con la voluntaria desde el mismo momento en que se acepta la eutanasia voluntaria como una buena acción, puesto que una buena acción no debería negarse a quien no puede solicitarla. Y entonces los fondos públicos para ofrecer cuidados paliativos corren peligro de ser recortados, pues es mucho más barato recurrir a la eutanasia que instalar en los hospitales unos costosos servicios para el acompañamiento hasta el final de estos pacientes: lo determinante para la implantación de la eutanasia activa no son ya criterios éticos, ni siquiera médicos, sino económicos y empresariales.

Según datos de los médicos que se dedican a ella, la medicina paliativa moderna está en condiciones de aliviar el dolor al 99% de los pacientes, y posibilitar una vida digna y sin sufrimiento. Los pacientes bien atendidos con la medicina paliativa casi nunca manifiestan el deseo de acortar su vida. Pero, dándole la espalda a esta realidad “incómoda”, los medios de comunicación insisten una y otra vez en la agonía dolorosa, aumentando el miedo a la muerte y preparando el terreno para la implantación final de un modelo de sociedad que se apoya sólo en el sentimiento para elevar la irreflexión ética a la categoría de argumento. Hay que subrayar que quien abre el derecho positivo a la legalización del homicidio asistido lo deja reducido a un simple acuerdo, modificable a discreción, para eliminar problemas, y se olvida de que el derecho extrae su legitimación última de un discurso ético fundamentante.

Se sugiere que en determinadas condiciones de salud o de discapacidad no se puede exigir que se siga soportando una vida semejante. Habría que preguntar quién no pueden seguir exigiendo a quién, qué es exactamente lo que no se puede seguir exigiendo, y qué consecuencias tiene esa inadmisibilidad, y para quién en concreto.

-¿No se le puede seguir exigiendo al discapacitado o a la persona que padece grave sufrimientos que viva su propia vida, y por eso nos hacemos cargo de ella anticipadamente de un modo tutelador, patriarcal?

-¿No se le puede seguir exigiendo a la sociedad que ayude a quienes sufren de ese modo, porque ello comprometería una parte importante de los recursos económicos de los que dispone para la atención sanitaria, y por eso se les quita la vida?

-¿O es a la familia cuidadora a la que no se le puede seguir exigiendo que haga frente a ese sufrimiento? Dicho de otro modo, ¿es a los sanos a los que no se puede seguir exigiendo que se ocupen de los enfermos o discapacitados? Pero entonces, ¿no habría que remediar primero, mediante ayudas, la situación de los cuidadores, en vez de eliminar a aquellos a los que hay que cuidar?

-¿O es el enfermo quien llega a creer que no debe seguir exigiendo a los demás que se ocupen de él, y ponga fin a su vida por compasión hacia sus familiares? Por desgracia, una y otra vez ocurre que el paciente, con fundamento o sin él, se siente empujado a no ser una carga para sus familiares. Frente a esta tendencia debe ser o hacerse posible transmitir de palabra y con hechos al enfermo y al moribundo el mensaje de que es querido, y que se desean su presencia y su compañía hasta el último día.
No, el argumento de la compasión no es sacrosanto ni está a salvo de toda sospecha. Debe ser examinado críticamente, y enérgicamente. Quizá incluso hasta vigilado con recelo: no se le puede conceder el marchamo de “calidad humanitaria” sin superar antes un examen riguroso.

viernes, 18 de mayo de 2018

MANOS MÁGICAS

A Juanma Martínez, poeta, que está en el origen de este artículo.

Acaba de ser noticia la retirada -forzosa- de James Harrison. Tiene 81 años y el pasado día 11 de mayo ha hecho su última donación de sangre. La ley australiana -Harrison vive en Australia- no le permite seguir donando. La particularidad de la noticia es el dato que la acompaña: ha realizado más de 1100 donaciones de sangre en 60 años. Si a los varones se les permite donar una vez cada tres meses -el tiempo necesario para regenerar su sangre; para las mujeres el plazo es de cuatro meses-, James lo ha hecho cada dos semanas. La razón es que sus donaciones eran de menor volumen, pero tenían un valor añadido: en su sangre se encuentra el factor que previene la eritroblastosis fetal, una enfermedad provocada por la incompatibilidad entre la sangre del feto y la de su madre, que destruye los glóbulos rojos del hijo, ocasionando su muerte. A James Harrison se le atribuye la salvación de 2,4 millones de niños. Dicen que tiene la sangre "mágica".

En realidad, los 60 años que lleva Harrison donando sangre son los que hace que nació la transfusión fetal como remedio para evitar la muerte de esos niños. La eritroblastosis fetal era una situación a la que se enfrentaban los médicos sin más armas que su buena voluntad, hasta que, a mediados de la década de 1960, Albert William Liley, un médico neozelandés, concibió la posibilidad de socorrerlo con transfusiones de sangre antes del parto, por medio de una punción en la pared abdominal de la madre que permitía transfundir la sangre directamente al niño. La técnica, perfeccionada pronto, supuso no sólo la mayor contribución al tratamiento de esta enfermedad, sino también la primera prueba de que el feto podía ser considerado en sí mismo como un paciente con todas las consecuencias. Acababa de nacer la Medicina Fetal.

Han pasado desde entonces 60 años, lo últimos de los cuales han acelerado vertiginosamente las posibilidades de la técnica, y es el turno ahora de la Cirugía Fetal. Su contribución es decisiva, y está llamada a serlo más, debido, precisamente, al carácter especialmente dinámico de la biología en esos meses, que hace que un pequeño defecto se despliegue en abanico y tenga unas consecuencias catastróficas en poco tiempo, pero que hace, también, que una pequeña intervención dé lugar a una cascada de consecuencias que cancele el desarrollo fatal. Si hay un momento en la vida humana en que se impone la evidencia del "efecto mariposa" es éste de la época intrauterina.

Las primeras intervenciones de la Cirugía Fetal surgieron en los años 80, pero entonces se limitaban a "cesáreas incompletas" que externalizaban la región del cuerpo del niño que había que operar, y, al terminar, se le restituía a su lugar. Aún están vivas en nuestras retinas las imágenes de Samuel Armas, al que operaban de espina bífida, sacando la mano por la apertura de la pared uterina y agarrando la mano del cirujano que lo operaba. Pero es éste un procedimiento con graves complicaciones tanto para la madre como para su hijo, que se ven expuestos a infecciones complicadas y facilitaba un desprendimiento prematuro de la placenta.


Se calcula que estas malformaciones están presentes en aproximadamente el 0,5% de los embarazos. La Cirugía Fetal abre la posibilidad de intervenir en situaciones en las que lo único que cabía era esperar al parto y procurar entonces remediar lo remediable. Por ejemplo: la transfusión feto-fetal es una grave complicación de los embarazos gemelares, que acaba con la vida de ambos hermanos: uno, porque se queda sin sangre y el otro porque es incapaz de manejar tanto volumen. En 1992, un equipo del King’s College de Londres consiguió tratar a dos gemelos con síndrome de transfusión feto-fetal introduciendo un láser por vía endoscópica y “cerrando” los vasos sanguíneos que cruzaban de una parte a otra. 

Más ejemplos. La hernia diafragmática es una malformación en la separación entre el tórax y el abdomen que hace que el contenido abdominal pase al tórax, impidiendo así el desarrollo de los pulmones. La sobrevida tras el parto es de alrededor de 50%. Pero en 2002 en el Hospital Universitario de la Lovaina, en Bélgica, se realizó la primera intervención de hernia diafragmática por medio de un balón hinchable que se introdujo endoscópicamente en la tráquea del feto, lo que provocó la expansión del pulmón y el rechazo de las vísceras abdominales. El desarrollo fetal se recondujo a la normalidad.  Y en 2012, en Barcelona, un equipo mixto del Hospital San Juan de Dios y del Clínico operaron con éxito a un feto de 800 g que sufría atresia bronquial. Y se trabaja en la cirugía de malformaciones de la vejiga y de la uretra que impiden la eliminación de la orina y acaban destruyendo los riñones.

La Cirugía Fetal ha comenzado ya, y cobra fuerza. Muchos niños que estaban abocados a la muerte o a una vida limitada tienen ahora ante ellos un futuro prometedor en plenitud de condiciones. Como la sangre de James Harrison, estos cirujanos tienen las "manos mágicas".

lunes, 3 de julio de 2017

NIÑOS A LA INTEMPERIE


El colectivo LGTBI atraviesa su minuto de gloria. Con la complicidad de quienes ya anunciaron esta campaña, y la de los que no dijeron nunca nada sobre el asunto, procuran ahora imponer su visión del hombre a toda la sociedad. Es asunto largo y complejo, con muchas consecuencias que deberíamos considerar. Yo quiero hoy fijarme en una cuya justificación está en el aire y por eso se merece una consideración detenida: la intervención para cambiar de sexo a los menores.

Si digo yo que los niños están instalados en la provisionalidad seguramente no descubro nada a nadie. A nadie que haya conocido niños, claro, a nadie que tenga experiencia de niños reales. Habrá, quizá, alguno que no sepa de niños más que lo que haya leído: a ellos especialmente quiero dirigirme.

Que todos cambiamos a lo largo de nuestra vida es algo que nadie podrá discutir: somos un proyecto en marcha. Pero en el caso de los niños esto es de una evidencia rotunda: un niño puede aspirar hoy a ser un pirata temido en los siete mares, y mañana conformarse con ser Messi. La infancia consiste en ser provisional.

La provisionalidad tiñe todas las facetas de la vida infantil. También su identidad sexual. Pero ésta más especialmente, porque la madurez sexual se alcanza, como sabemos, precisamente, en la madurez. No en la adolescencia, mucho menos en la niñez, donde todo está todavía por aparecer, por manifestarse.

La nueva pretensión LGTBI viene ahora a decirnos que si un niño considera que su sexualidad no se corresponde con su sexo (si tiene lo que llaman “disforia de género”), hay que ir al cambio de sexo cuanto antes, mejor ahora que luego. Hay que acortar los trámites, no dejar tiempo para pensarlo  despacio. Más aún: si uno de los padres se opone su opinión no será tenida en cuenta, y si se oponen los dos el Estado decidirá en su lugar y se hará contra la voluntad de los dos.

Vamos a ver. Para empezar, establecer el diagnóstico con certeza lleva su tiempo, la opinión del niño no es lo más importante. Porque puede ser que ese niño –que no tiene por qué saber medicina- no distinga entre una disforia de género y un travestismo fetichista. O un travestismo no fetichista. O una orientación sexual egodistónica. O un trastorno en la maduración sexual. O un trastorno por aversión al sexo. O…

Y no da igual un diagnóstico que otro, porque cada uno de ellos implica una actitud diferente. Entonces, ¿a qué viene esa prisa para modificar irreversiblemente a esos niños para el resto de sus vidas, a qué viene tanto correr? En países nada timoratos en estas cuestiones, como los Estados Unidos o los Países Bajos, se niegan a intervenir antes de los 16 años, aunque lo pidan también los padres–que tampoco tienen por qué saber medicina, hay que recordarlo-. En España, el Grupo de Identidad y Diferenciación Sexual de la Sociedad Española de Endocrinología y Nutrición –donde sí saben medicina- ha publicado un Documento de Posicionamiento en el que advierte: “La persistencia (de la disforia de género) en niños es claramente menor que en adultos. Los datos de persistencia indican que una gran mayoría (80-95%) de niños prepuberales que dicen sentirse del sexo contrario al de nacimiento, no seguirá experimentando tras la pubertad la disforia de género, dificultando con ello el establecimiento de un diagnóstico definitivo en la adolescencia”. Es decir: no hay que darle a esa impresión de «sexo equivocado» que tienen los niños carácter de rasgo definitivo: es más que muy probable que no dure.

Pero donde se ponen en evidencia los promotores de esta pretensión es en lo dispuestos que están a usurpar el papel de los padres. Que son, precisamente, los que quieren a ese niño, los que tienen un interés personal y directo por él, los que se preocupan por su bien y lloran con su pena y su dolor. Porque no podemos olvidar que el niño ya reasignado a su nuevo sexo no ha llegado al Paraíso. Incluso en países tan permisivos como Suecia –donde no existe presión social alguna a este respecto- el índice de suicidios entre ellos dobla el del resto de la población. ¿Quiénes van a estar entonces junto a ellos? ¿Los LGTBI? No, con toda seguridad los LGTBI no estarán entonces a su lado. Habrán desaparecido ya del horizonte, se habrán desinteresado ya de su “caso”, le habrán vuelto la espalda y habrán salido en busca de otro niño-bandera que sacar a la calle.

Los que van a estar entonces al lado de ese niño son sus padres. Los que van a sufrir con él, los que van a luchar por aliviar su dolor, los que van a sostener y confortar a ese niño, los que van a seguir amándolo con el amor entregado y sin reservas con que siempre lo han amado, son sus padres. Sus padres. No LGTBI. Ni siquiera el Estado. Sus padres. Entonces, ¿por qué ese afán de pasar por encima de los padres, arrollándolos con todo el poder del Estado y dejando a los niños abandonados a la intemperie? ¿Hay que recordar que el Estado debe estar al servicio del hombre, no contra él?

Pues tendremos que recordarlo.