La noticia de la semana en genética
humana ha sido el desciframiento final de la secuencia de bases del cromosoma
Y. Se trata del cromosoma más pequeño de nuestra especie, pero su peculiar
naturaleza dificulta especialmente este tipo de estudios, que se lleva a cabo troceándolo en minúsculos fragmentos para, a continuación, compararlos entre sí para reconstruir, como un puzle, la
secuencia original. Y es particularmente difícil porque en el cromosoma Y hay
una cantidad desproporcionadamente alta de secuencias repetitivas grandes, de
pequeñas tandas de letras repetidas miles de veces, de grandes palíndromos de
ADN que se leen igual al derecho que la revés,...
El cromosoma Y es singular por otras muchas
razones. Determina, como es sabido, el sexo en nuestra especie. Pero la
determinación cromosómica del sexo es una novedad en el árbol de la vida: en
los insectos el sexo depende de la cantidad de ADN que constituye el embrión;
en peces, anfibios y reptiles, de la temperatura del huevo,… Sólo cuando la evolución deja
atrás a los reptiles, surgen los cromosomas sexuales: idénticos para las
hembras de los mamíferos (XX) y para los machos de la aves (ZZ), diferentes en
caso contrario: XY y WZ para los machos de los mamíferos y hembras de las aves,
respectivamente. Las parejas X-Y y W-Z han llevado una evolución semejante pero
proceden de cromosomas diferentes.
Cada miembro de una pareja de
cromosomas procede de uno de los padres, y son
idénticos entre sí. Los cromosomas no sexuales (los autosomas) se
emparejan con sus gemelos entremezclando (“recombinando”) sus porciones análogas,
pero X e Y se emparejan mutuamente a pesar de sus notables diferencias. ¿Cómo
se ha llegado a esto?
En su origen, X e Y eran un par de autosomas más, con sus secuencias paralelas de principio a fin. Pero hace unos
300 Ma (millones de años), cuando con los monotremas (ornitorrinco y equidna) aparecen los mamíferos, el que acabaría convirtiéndose en el
cromosoma Y desarrolló el gen SRY, que determina la formación de testículos.
Esto impidió que, en esa región, Y se ensamblase con X, y poco a poco, esa
“región no recombinante” se fue extendiendo. Como consecuencia, cada vez mayor porción de Y era diferente de X y, por lo tanto, no se recombinaba con él. Pero
no recombinarse significa que su presencia deja de ser importante para pasar a la siguiente generación y, por lo
tanto, su ausencia tampoco importa. De modo que fue posible transmitir cromosomas Y más cortos sin graves consecuencias, y así,
generación tras generación, Y se fue acortando, aunque conservando puntos de
anclaje que le permitían aún recombinarse con X.
El escenario se repitió en otros
momentos a lo largo de nuestro árbol genealógico: hace unos 150 Ma,
coincidiendo con la aparición de los marsupiales (canguros, koalas y afines), se
produce una nueva pérdida de ADN de Y, lo mismo que ocurrió con la aparición de
los placentarios hace unos 100 Ma.
El resultado es que hoy Y es mucho más pequeño que X: unas pocas docenas de genes, frente a los dos o tres millares que tiene X. Entre los genes que ha perdido Y se encuentran algunos que son clave en el desarrollo del sistema nervioso central, de modo que los varones se encuentran con una sola copia de estos genes, frente a los dos de las mujeres. Por eso las variaciones extremas por arriba o por abajo en esta materia son más frecuentes en el varón que en la mujer, que puede compensar el exceso o el defecto de una de las copias con la actividad de la otra. O, en palabras de la conocida activista Camille Paglia, "no hay mujeres Mozart por la misma razón que no hay mujeres Jack el Destripador".
Pero en estos 300 Ma, Y se las ha arreglado para albergar y transmitir los genes encargados de la masculinidad, y de la fertilidad (muchos de ellos llegados de otros cromosomas). Se conocen en Y al menos tres regiones AZT -“a”, “b” y “c”-, cada una de ellas con múltiples genes, cuya ausencia se asocia a falta de producción de espermatozoides. Y también, algunos otros que parece que permitirían explicar la mayor prevalencia de diferentes enfermedades, como el autismo entre varones, y las enfermedades autoinmunes entre mujeres.
O relacionados con la aparición de cáncer. El mejor ejemplo es el gen UT (UTX o UTY, según el cromosoma en que se localice), un poderoso regulador de la expresión génica y de la herencia epigenética que podría explicar la aparición de algunos tumores (cáncer de esófago, mieloma, leucemia,…). UTY podría tener, además, algo que ver con la aparición de cáncer en varones que, con la edad, van perdiendo la expresión de estos genes, riesgo del que están a salvo las mujeres, que tienen otra copia de reserva.
Bueno, el cromosoma Y contiene también el gen de las orejas peludas, pero no son muy molestas.