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sábado, 8 de febrero de 2020

ESTADO ASISTENCIAL Y SOCIEDAD CIVIL


Desde Sanidad se reclama una adecuada red de apoyo social para atender adecuadamente a pacientes dependientes, pues desde sus servicios no se pueden cubrir todas sus necesidades ni pueden llegar a todos los lugares en los que sería necesario; en la Universidad se lamentan los recortes y la poca autonomía que tiene en España la ciencia; los deportistas de élite se ven en la necesidad de abandonar sus entrenamientos para conseguir un sueldo que les permita vivir; los cineastas reclaman fondos para continuar desempeñando su oficio,… Son formas diferente de hablar de lo mismo: de la presencia –de la omnipresencia, enorme por una parte, e insuficiente por otra- del Estado en espacios que es discutible que le corresponda ocupar: ni da abasto ni es eficaz.

¿No habrá llegado el momento de descargarle de trabajo? ¿Y si empezamos a ocuparnos nosotros de las cosas que nos importan? Al fin y al cabo, eso era lo que argumentábamos cuando montamos el Estado de las Autonomías: que había que acercar la resolución de los problemas a la gente que vive con ellos.

Es conocida la propuesta de Kennedy: “No preguntes qué puede hacer tu país por ti, pregunta qué puedes hacer tú por tu país”. Después de todas las transferencias que han tenido lugar desde que inauguramos las Autonomías, nos falta la última: la transferencia a la sociedad civil, que es la que desarrolla la responsabilidad y la creatividad del ciudadano, y la que aporta una dirección sólida y el esfuerzo de sus miembros. La sociedad civil -los individuos, las familias, las asociaciones de vecinos, los clubs deportivos, las asociaciones profesionales y culturales, las sociedades de amigos de tal Universidad, o tal Academia, o tal Museo, o de tal Orquesta u Orfeón,… y el conjunto de relaciones entre todos ellos- debe responsabilizarse de tantas actividades de orden económico, social, cultural, deportivo, recreativo, profesional, político, etc, que le afectan directamente y a las que las personas dan vida espontáneamente y que hacen posible su efectivo crecimiento social, pero cuya gestión, sin embargo, dejamos en manos del Estado, al que hemos decidido llamar asistencial.

Porque las cosas salen mejor cuando ponemos en ellas el corazón, y el Estado, incluso con la mejor de las intenciones, al final no es más que una entidad impersonal y lejana que maneja los lejanos problemas de la vida real como si fueran puros conceptos abstractos. Y, como los conoce mal, los enfoca mal y los maneja mal: se desorienta, busca soluciones irreales o desproporcionadas, se pierde en papeleos que no conducen a ninguna parte, y, después de malgastar el tiempo y las energías de la gente y de aumentar el aparato público, dominado más por la lógica burocrática que por la necesidad del servicio, da lugar a un enorme crecimiento de los gastos, y, finalmente, a su inevitable agotamiento. En esto quedó el bienestar que nos prometía.

Es momento de recuperar la presencia de la sociedad civil. Todos tenemos algo que ofrecer a la sociedad, y debemos hacerlo, no debemos permitir que lo hagan por nosotros. Deberíamos ir pensando en sustituir este Estado asistencial por otro subsidiario. El Estado no puede ser “asistencial” porque no le corresponde “asistir”, no le corresponde cubrir todas las necesidades y aspiraciones de los ciudadanos. Ni siquiera puede hacerlo, a la vista está. Lo que le corresponde es “subsidiar”. Que no es dar subsidios, sino “ayudar”: facilitar la acción de la sociedad civil, y animarla a hacerlo con los incentivos adecuados. Limitando así la intervención estatal en la vida social, las acciones se llevan a cabo con menos coste económico y social, y con más eficacia. Se evita, además, que las prioridades las decida el Estado, y se evita también su agotamiento estéril: puede, así, reservarse para aquellas labores a las que no pueda llegar, o en las que no deba intervenir, la sociedad civil.

Y cuando, como ahora, el Estado hace “crack”, la labor social no se resiente, y es capaz de salir a flote, porque no la mueven maquinarias oficiales.

¿Aprenderemos algo de estas crisis?
 
 


sábado, 25 de enero de 2020

LEVANTAR UN HOSPITAL DE MIL CAMAS EN DIEZ DÍAS


En la ciudad china de Wuhan ha sonado la alarma: más de 2000 afectados y 56 muertos en los 26 días que lleva el coronavirus azotando la ciudad. La respuesta de las autoridades -ya muy bregadas en estos asuntos, recordemos la epidemia de gripe aviar de 2002, el síndrome respiratorio agudo severo, el temido SARS, en 2003, y la gripe H1N1 de hace diez años- ha sido poner en cuarentena a la ciudad y a toda la provincia de Hebei: 45 millones de personas, la población española al completo.

E inmediatamente después se han puesto manos a la obra, y ya están edificando un hospital de mil camas para atender a los afectados. Tienen previsto terminarlo en 10 días. Capaces sí son los chinos, eso ya lo han demostrado: en 2003, en Xiaotangshan, 7000 trabajadores levantaron un hospital de 700 camas en una semana. Y las redes están sembradas de vídeos con sus hazañas.

Yo me empeño en imaginar la misma situación en España, o en cualquier país occidental, pero no me sale. Que ante una alarma epidemiológica alguien proponga: “¡Hagamos un hospital de mil camas esta semana, y el próximo lunes tenemos a todos los enfermos ingresados y aislados!” es, entre nosotros, sólo un chiste. No es que nadie le hiciera caso, es que a nadie se le ocurriría plantear esa locura.

Esa es, para mí, la noticia: que se ha propuesto esa locura, y que la han tomado en serio. Y se han puesto a ello. La gente acusa al Gobierno chino de aislacionista y autosuficiente por pretender resolver esa situación sin la ayuda de nadie. Para mí, lo destacable es la grandeza de ánimo colectivo de esa nación, que es capaz de proponerse obras imposibles afrontando con fortaleza las dificultades, que fácilmente se pueden adivinar. 

Es verdad que para hacer lo que hacen los chinos hay que tener los recursos necesarios, pero esos recursos no les han caído del cielo. A los chinos, como nos pasa a todos, les limitan las circunstancias. Pero ellos han aprendido a “forzar” las circunstancias, han aprendido a volver favorables las circunstancias adversas. Los módulos prefabricados a los que recurren ahora los tienen a mano porque habían pensado ya en ellos. Y porque tienen la experiencia de otras epidemias, es verdad. Ventajas de sacar enseñanza de la adversidad. Y porque tienen un montón de gente para ponerse a discurrir y para solidarizarse, para ponerse al tajo, que eso también ayuda. Bueno, en eso de tener un montón de gente quizás las autoridades han ido más bien a la contra, pero ya sabemos que, digan lo que digan los economistas, los políticos y demás agentes del ramo, el “recurso humano” es el único verdadero recurso.

Me ha venido a la cabeza una escena de  “El Señor de los anillos”, cuando Frodo, sin esperanza y sin ánimo, está a punto de abandonar la misión que se le había encomendado, -“No se puede hacer esto, Sam”. Sam, su compañero, su mano derecha, en quien puede confiar ciegamente, que sabe que lo que no se puede hacer es dejar de esforzarse, le replica: -“Los protagonistas de la historia nunca tiraron la toalla, señor Frodo. Y por eso cambiaron la historia. Ahora estamos igual que en las grandes historias, las que realmente importan, llenas de oscuridad y de constantes peligros. Esas historias de las que no quieres saber el final, porque ¿cómo van a acabar bien? ¿Cómo volverá el mundo a ser lo que era después de tanta maldad como ha sufrido? Pero, al final, todo es pasajero. Incluso la oscuridad se acaba para dar paso a un nuevo día. Y cuando el sol brilla, brilla más radiante aún. Los protagonistas de esas historias, señor Frodo, se rendirían si quisieran, pero no lo hacen. Siguen adelante. Y cambian la historia."

¡Levantar un hospital de mil camas en diez días! “Ten cuidado con lo que quieras, porque lo conseguirás”, dicen que dicen los chinos. Empiezo a creer que es verdad.

domingo, 19 de enero de 2020

EL MEJOR MINISTERIO DE EDUCACIÓN.

El profesor de Sociología preguntaba a sus alumnos qué es el poder. -“La capacidad de hacer algo”, decía un alumno, -“¡No!”, -contestaba el profesor. -“La facultad de decidir”, decía otro. -“¡No!” -“La capacidad de mandar”… -“La disponibilidad de la fuerza”… Cuando, tras varias negativas, había sembrado suficiente desconcierto y desazón, el profesor resolvía el enigma con palabras enérgicas: “El poder es… ¡lo que yo diga que es el poder!”. Se extendió entonces un rumor de protesta por el aula, en el que se fueron destacando voces individuales más claras. -“¡Hombre, eso será si tiene usted razón!”, -“Bueno, pero no vale cualquier cosa que diga”, -“Vamos a ver, el poder será lo que sea, aunque diga usted otra cosa.”, y otras reacciones parecidas. Entonces sentenció el profesor: ¡El poder es lo que yo diga, porque soy yo el que manda aquí, y al que diga otra cosa lo echo a la calle y le suspendo el curso!”. Se hizo un incómodo silencio. Al cabo de unos momentos sonrió ligeramente, y añadió: -“Esto es el poder, lo que habéis sentido ahora. El poder no se define. El poder se siente”.

Una mujer se despierta en la noche, ve una luz encendida y grita: -“¡Mafalda! ¡Apaga esa luz y duérmete de una vez, que son las doce y pico”. En la viñeta siguiente la niña apaga la luz y refunfuña: “¡Horas extras!¡Además de ser la madre de una todo el día, encima hace horas extras!”.

Aquellos alumnos salieron de clase con ideas claras sobre el poder; Mafalda reconoce la autoridad de su madre. El uno se apoya en el ejercicio de la fuerza; la otra, en el reconocimiento de la especial dignidad de quien la ostenta.

Asistimos estos días a una confrontación entre el poder del Estado y la autoridad de los padres, que rivalizan por la formación moral de los hijos en asuntos de género y sexualidad. El Estado no se da cuenta de que no es un padre ni una madre, y de que, con todo el poder que tiene, nunca ha educado a un niño, y nunca lo hará, porque carece de la autoridad necesaria. Por eso han fracasado todos los intentos de sustitución de la familia por parte del Estado. Totalitario, siempre. O con vocación de totalitario. También en este caso, en que se nos dice que se trata de valores comunes, democráticos y constitucionales. Porque no es verdad. No son comunes, porque no los comparte toda la población –ni siquiera una porción significativa. No son democráticos, porque impone los valores del ideólogo a quienes no piensan como él. Y no son constitucionales, porque expropian el derecho de los padres a educar a sus hijos de acuerdo con sus propias creencias.

Para educar a un niño hace falta, en primer lugar, amarlo. Amarlo con un amor personal, oblativo, generoso, desinteresado. Y hablarle de lo justo y de lo injusto, del bien y del mal. Por eso es la familia la más amable de las creaciones humanas, porque su único interés es formar personas civilizadas y felices. Sólo ella transmite con eficacia valores fundamentales que dan sentido a la vida. Y no sólo de orden individual: virtudes sociales tan importantes como la justicia y el respeto a los demás se aprenden, sobre todo, en la familia. Y también el ejercicio de la autoridad y su acatamiento. La convivencia familiar es una enseñanza incomparablemente superior a la de cualquier razonamiento abstracto sobre la tolerancia o la paz social.

William Bennett, tras una larga experiencia interviniendo en la formación de los jóvenes -como Secretario de Educación y como Comisario Nacional del Plan contra la Droga en los Estados Unidos- llegó a la conclusión de que “demasiados chicos son víctimas de nuestra cultura, de nuestros valores y de nuestras normas”,  para concluir: “Debemos hablar y actuar en favor de la familia: después de todo, la familia es el primer y mejor Ministerio de Sanidad, el primer y mejor Ministerio de Educación y el primer y mejor Ministerio de Bienestar Social”.


jueves, 16 de enero de 2020

EL SERVICIO RELIGIOSO EN LOS HOSPITALES


El senador de Compromís Carlos Mulet ha dirigido un escrito al Gobierno instándole a eliminar los servicios de asistencia religiosa de los centros sanitarios. Es una situación, dice, que consagra la posición privilegiada de la Iglesia Católica, pues esta asistencia religiosa sólo se le permite a ella, pero "no al resto de confesiones o sectas religiosas”. Está, además, sobradamente justificada la eliminación de tales servicios de nuestros hospitales, ya que, asegura, “la asistencia religiosa no forma parte de ninguna rama de la medicina moderna”. No es la primera vez que se plantea esta cuestión. En términos semejantes se ha manifestado anteriormente la coordinadora general de Esquerra Unida del País Valencià, Rosa Pérez Garijo, amparándose en que la asistencia religiosa “no tiene nada que ver con la atención sanitaria”. El asunto merece, a mi juicio, una reflexión detenida.

Para empezar, veamos cuál es la situación que se quiere corregir. La Iglesia Católica se hace presente en los hospitales públicos en función de un convenio firmado con el Estado por el cual “subcontrata” la asistencia religiosa de dichos centros. No constituyen una muchedumbre: la cobertura de este servicio para toda España está a cargo de alrededor de 850 personas, muchos de ellos -pero no todos- sacerdotes. Y no es algo que se conceda a la Iglesia Católica a título particular y privilegiado, aunque el hecho de que la católica sea la confesión religiosa con mayor número de miembros en nuestra sociedad hace que su presencia sea más visible y pueda parecer la única. No hay aquí ninguna discriminación por razón de religión: las otras confesiones, aunque no tan significadas en nuestra sociedad, pueden también atender a los miembros de su comunidad en todos nuestros hospitales. Es el caso de las comunidades protestante (evangélica) y judía, que tienen acuerdos de cooperación con el Estado en esta materia a través, respectivamente, de la Federación de Entidades Religiosas Evangélicas de España y de la Federación de Comunidades Israelitas de España. Otra comunidad de implantación creciente, la musulmana, puede establecer conciertos con la Administración competente a través de la Comisión Islámica de España. En cuanto a confesiones de menor implantación legalmente reconocidas, como los mormones, los testigos de Jehová, los budistas, los cristianos ortodoxos, etc., que no tienen convenios suscritos con el Estado, no por eso están excluidos de la asistencia religiosa en los hospitales públicos: ellos también están amparados por la Ley de libertad religiosa, y las lagunas existentes en el ámbito estatal se suplen con normas autonómicas.

Otra cuestión es saber por qué se implantan servicios religiosos en un hospital, que a lo que se dedica es a atender a enfermos. Al llegar a este punto hay que recordar que los convenios a los que me vengo refiriendo no se establecen por voluntad del Estado o por un afán de las distintas confesiones de meter la religión en todos los rincones de la vida. Se establecen para cumplir las directrices de la Organización Mundial de la Salud.

Somos algo más que un cuerpo, algo más que un conjunto de estructuras anatómicas, de fenómenos mecánicos y de reacciones químicas. Tenemos una dimensión psíquica también, y una dimensión social. Y una dimensión espiritual. Cuando enfermamos, no enfermamos únicamente en el corazón, o en el estómago, o en la rodilla: enfermamos en todas nuestras dimensiones, como un "todo": enfermamos personalmente. Por eso, cada enfermo vive su enfermedad a su manera, y requiere una atención personalizada.  Un enfoque puramente biológico de la asistencia sanitaria convertiría nuestros hospitales en clínicas veterinarias. La OMS lo sabe muy bien, y subraya la condición humana del enfermo, que le hace acreedor de una atención más allá de los cuidados científico-técnicos, una atención que integre el abordaje de todas las dimensiones de la persona (física, psíquica, social y espiritual).

Por eso pide que haya en los hospitales psicólogos clínicos, trabajadores sociales y asistentes religiosos: para dar al enfermo una atención a la altura del hombre.

viernes, 27 de diciembre de 2019

FALTAS DE ORTOGRAFÍA


Cuatro mil de los aspirantes a las oposiciones de Policía Nacional han sido excluidos por no superar la prueba de ortografía. La noticia se presenta como un escándalo, y arrecian las protestas. Se han presentado ya 1200 recursos. La opinión publicada es unánime.

He recordado a mi inolvidable catedrático de Farmacología, D. Jesús Flórez Beledo –escribo aquí su nombre como homenaje público-, que sabía que todo el que enseña en español es también profesor de español, y he recordado un trabajo que devolvió ya corregido en el que aparecía rodeada por un trazo de bolígrafo rojo una palabra “improvisada” sobre la marcha, con su comentario: “¿palabra nueva?”. Otro profesor, de Matemáticas, rebajó la nota de un ejercicio a un alumno con el comentario de que había resuelto bien el problema que le había planteado, pero había resuelto mal otro problema: el de si “tangente” se escribía con “g” o con “j”.

¿Qué sentido tiene exigir que un policía nacional sepa escribir sin faltas de ortografía? ¿Qué sentido tiene que un abogado, un médico, un camarero, un cantante, un labrador,… sepa escribir sin faltas de ortografía? La pregunta nos remite, por un lado, a qué sentido tiene atenerse a las normas. Existe la impresión de que todas las normas, también las gramaticales, son una ocurrencia elitista, opresora de la libertad de los individuos que haríamos mejor en saltárnoslas todos. ¿Es que no se entiende “bergel”, “orrendo”, “vendecir” o “agovio”, por poner ejemplos sacados del examen? Sí, claro que se entiende. Pero dejan una mala impresión en el lector. En una época en la que está garantizado el acceso de todos a esos conocimientos, eso refleja desinterés, escasa apreciación por lo bien hecho. Nos parece que su autor es alguien que se conforma con el mínimo esfuerzo. Y en el caso de funcionarios que van a velar por el cumplimiento de la ley, resultaría poéticamente impropio que se saltasen las normas gramaticales.

Pero en todo esto hay algo más grave que una mala imagen. Si no nos atenemos a unas normas comunes, no tardaría es resultar imposible la comunicación. Basta considerar la transcripción del texto con que publica la noticia el periódico, escrito tal y como lo pronunciamos –y habría que decidir antes por cuál de tantas pronunciaciones particulares nos inclinamos-: “los kandidátos kalkúlan ke ésta dezisión déja fuéra dezénas de aspirántes de la Komunitát Balenciána, ke prepáran rekúrsos masíbos. De écho, según fuéntes del kolektíbo en Baléncia konsultádas por éste médio, ásta el moménto se an presentádo únos 1.200 rekúrsos de alzáda en tóda Espáña. Se an presentádo a las pruébas únas 16.000 persónas.”

No es fácil seguir leyendo un texto así, pocos llegarían al final de la noticia. Por eso digo que acabaría imposibilitando el mutuo entendimiento, porque cada uno de nosotros habla a su manera, y cada comarca, también. En rigor, el latín que hablamos ahora en España es tan diferente del latín que se habla en Francia, Portugal o Rumanía, que son recíprocamente ininteligibles, y nos ha parecido conveniente darles nombres distintos.

Las normas son la condición de la vida tal como la conocemos, tan distinta de la de la Edad Media, por ejemplo, cuando se podía cruzar la calle sin esperar a encontrar un semáforo en verde ¿Alguien cambiaría nuestro mundo por aquel? Hoy, si quiero viajar en coche de Alicante a Santander, pongo por ejemplo, la única posibilidad que tengo de llegar vivo a mi destino es que existan unas normas de tráfico y que todos las respetemos; sin ellas, no sobreviviría al primer cruce de caminos, ninguno de nosotros podría salir del pueblo con esperanzas de regresar vivo a casa, volveríamos todos a la época prerromana.

No es indiferente atender a los detalles pequeños, eso es lo que tendríamos que tener presente cuando leemos noticias como ésta. Conocí a una mujer que en su juventud tuvo como profesor de Lengua Española al poeta Gerardo Diego. Parece que era un profesor exigente, y ella contaba algunas anécdotas muy expresivas. Era buena alumna, de sobresalientes, y esperaba recibir una Matrícula de Honor a fin de curso. Pero no la recibió. En vez de eso, se encontró con un “Sobresaliente”. Y estaba asimilando la noticia cuando pasó por allí Gerardo Diego y la llamó:
-Esperaría usted una Matrícula…
-¡Sí!
-¿Y sabe usted por qué no se la he dado?
-Pues,… ¡no!
-Porque cuando ha firmado el examen ha escrito “Gutiérrez” sin acento, y una persona que saca Matrícula  en Lengua no puede escribir “Gutiérrez” sin acento.

Malos tiempos son éstos para un profesor como Gerardo Diego.