Mostrando entradas con la etiqueta Antropología. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Antropología. Mostrar todas las entradas

martes, 12 de mayo de 2020

SOLIDARIDAD


En el Bosque Nacional Fishlake, en Utah (Estados Unidos) se encuentra un bosque singular de álamos temblones conocido como Pando. Está formado por 47.000 árboles y ocupa una extensión de 43 hectáreas. Los que conocen el álamo temblón saben de su tenacidad para rebrotar tras innumerables talas. El secreto está en su raíz, una malla subterránea que alimenta -y de la que surgen- multitud de brotes nuevos. Uno lo mira desde fuera y lo único que ve son árboles individuales, una muchedumbre de árboles. Pero ya sabemos que mirar las cosas desde fuera es una forma de no ver nada. En realidad, los 47.000 árboles del bosque comparten la misma raíz y tienen el mismo genoma: Pando es un único ser vivo, un ser vivo de 66.000 toneladas y 80.000 años de vida.  

Salvando las distancias -las enormes distancias-, me imaginaba yo estos días la humanidad entera como un enorme Pando en el que todos estamos conectados con todos: desde la Tierra de Fuego hasta Alaska y desde el estrecho de Bering hasta las costas occidentales de Irlanda y el Cabo de Buena Esperanza, la humanidad entera tiene hoy el mismo comportamiento y persigue el mismo objetivo. Nunca como ahora habíamos sido tan conscientes de la existencia entre los hombres de una profunda solidaridad. En su sentido más denso: somos un cuerpo sólido, cohesivo, trabado, en el que los daños y las alegrías repercuten en todos. Algo que sabíamos desde el fondo de los tiempos, pero que habíamos perdido de vista. Y que está, desde el fondo de los tiempos, en permanente peligro: –“¿Soy yo, acaso, el guardián de mi hermano?.

Pero hemos aprendido algo más. Hemos aprendido que no reza con nosotros la ley del más fuerte. La ley del más fuerte es la ley de la selva, y nosotros estamos a otra cosa. No es la fuerza lo que nos mueve, sino la fragilidad. Es el débil, el necesitado, el que está en el centro de todas las miradas y de todas las preocupaciones. El anciano, el enfermo, han dejado de ser conceptos abstractos, impersonales. Han dejado de ser desechables. Nos miramos, y los miramos, y nos reconocemos en ellos: igual de cansados, igual de necesitados, igual de frágiles. Arrastramos el mismo dolor, nos mueve la misma esperanza. 

Ésta es la realidad. Y en esta realidad nos descubrimos cuidadores. Extremando la atención a detalles de la vida ordinaria que nunca nos habíamos parado a considerar, adoptando costumbres nuevas y sacudiéndonos las viejas mañas,... únicamente para proteger al que está a nuestro lado. Ésa es nuestra forma de responder a la pregunta que había quedado en el aire: sí, soy el guardián de mi hermano.

miércoles, 4 de abril de 2018

POLVO ENAMORADO


"...Alma a quien todo un dios prisión ha sido,/ venas que humor a tanto fuego han dado,/ médulas que han gloriosamente ardido,/ su cuerpo dejarán, no su cuidado;/ serán ceniza, mas tendrá sentido;/ polvo serán, mas polvo enamorado" (Quevedo)


En 1781 publicó Leonardo de Uria y Orueta una biografía de Carlos XII de Suecia. En un momento en que la edición de libros, por su coste y por el escaso número de lectores, era una aventura financieramente arriesgada, el hecho de que se acometiese la publicación de esta obra da una idea del número de probables lectores interesados en ella: había un lugar para la esperanza en la España de su tiempo.

Pero lo que me interesa señalar es que en el “Prólogo al lector” Uria se refiere a su biografiado como “Príncipe a quien universal compasión lloró luterano”. No es frecuente encontrar expresiones como ésa, y menos motivadas por la fe religiosa. Son palabras que, leídas en frío, pueden parecer fruto de la ampulosidad literaria del momento, pero yo he vuelto a ellas ahora, unos días después de asistir en la prensa al dolor desesperanzado de Fernando Savater en el tercer aniversario del fallecimiento de su esposa. “El amor continúa en la ausencia -dice el filósofo-, sin consuelo ni desánimo”. El dolor, que no es la soledad, sino la ausencia, el hueco que deja la persona amada. Fernando Savater nos enfrenta a la pérdida del amor profundo, verdadero, que se perpetúa en la queja de quien “nunca dejará de echar de menos”. Es inevitable que nos alcance ese sentimiento de compasión del que hablaba Uria.

Mantenerse vigilante sin paliativos en la ausencia es seguir fiel a la presencia borrada del amor”, nos dice Savater. El amor nos transforma, nos configura para incluir a esa persona. Ya no podemos renunciar a ella, porque supondría dejar de ser quien somos. Sólo podemos seguir viviendo en hueco, en falso.

No estamos acostumbrados a asistir públicamente a esa clase de amor. Lo que estamos habituados a ver son los amores de quita y pon, que funcionan como remolinos de superficie: nos alcanzan y se alejan de nosotros sin afectar a las corrientes profundas de nuestra vida.

"No hay mayor dolor que recordar el tiempo de  felicidad en la desgracia", decía Dante. Por eso conmueve la situación de Savater. Por eso, y porque nos sorprende desarmados, indefensos, sin nada a lo que agarrarnos para sobrevivir a la riada. Y, sin embargo, ya desde los enterramientos del hombre de Neandertal se pone de manifiesto que el hombre ha sentido, desde sus orígenes, cómo la vida ordinaria, la vida concreta de cada uno, de cada día, se abre a la trascendencia. Y se abre de forma natural, no forzada, como consecuencia del vivir real y ordinario del hombre concreto. Aspiramos a la inmortalidad porque amamos, y no renunciamos pacíficamente a amar.

Por eso, Gabriel Marcel, hombre esperanzado, aseguraba que “Amar a alguien es decir: -Tú jamás morirás”. Jamás morirás, porque tu desaparición supone la mía, mi vida exige que vivas tú para que yo pueda seguir siendo quien soy: mi vida -mi amor- reclama tu inmortalidad. Sólo el amor vuelve a poner a la vida en su lugar. En 1981 se despedía Simone de Beauvoir de Jean Paul Sartre, su cuasi-compañero de más de cincuenta años, con estas palabras abatidas: “Su muerte nos separa; mi muerte no nos unirá”. Es la expresión de su propia vida desolada. Entre nosotros, Julián Marías afrontaba la proximidad de la muerte con la ilusión del que se acerca a su plenitud: “Mientras me encamino a Dios e imagino cerca, con ilusión, la vida perdurable…”. Dos filósofos en las antípodas, dos conceptos antagónicos de la vida humana.

La muerte no puede tener la última palabra, porque es inconciliable con nuestra más íntima realidad, con nuestra más profunda aspiración. Transformaría nuestra vida en un absurdo, y nos enseñaron en el colegio que la reducción al absurdo probaba la falsedad de una sentencia. No es sorprendente que el propio Sartre definiera al hombre –se definiera a sí mismo- como “una pasión inútil”: la vida humana carente de sentido, el absurdo como bandera.

Planteada la muerte en serio, que es como la plantea la vida real, se esfuman esas concepciones vaporosas del “donde quiera que esté” y otras parecidas. Planteada en serio, la cuestión de la muerte sólo se resuelve de una de estas dos maneras: o en el absurdo y el nihilismo de Sartre y de Beauvoir, que cierra el paso a la felicidad ya desde ahora, o la actitud esperanzada y abierta a la plenitud en la trascendencia de Marcel y Marías. Precisamente en estos días celebramos la muerte y la resurrección de Jesús, el hombre en el que se manifestó Dios, del que dice la Escritura que es Amor, y del que brota la vida. Porque sólo la vida perdurable es capaz de albergar al amor en su plenitud. Tenían razón Marcel y Marías, se equivocaban Sartre y de Beauvoir: la vida tiene un sentido, el amor nos ha hecho inmortales y no hay mayor consuelo que considerar, en la desgracia, la felicidad que se aproxima.

viernes, 5 de enero de 2018

¿FELICIDAD SIN DEMOCRACIA?





Asegura Xavi Hernández que los cataríes consiguen ser felices sin democracia. La respuesta inmediata ha sido un chaparrón de insultos y burlas sobre la cabeza del futbolista. ¿Cómo es posible que alguien crea que se puede ser feliz en un régimen opresivo? Se le reprocha poco menos que connivencia con el tirano: debería saber ya que la democracia es condición necesaria y suficiente de todo lo bueno que hay en la vida. Al fin y al cabo, eso mismo se repetía todavía machaconamente en las calles de su infancia: con la democracia se acababan nuestras insuficiencias, el sol brillaba más y la hierba era más verde porque estrenábamos democracia. Si luego no ha sido así, la culpa es de los políticos encargados de proporcionárnosla, que han sido traidores a su misión.

Pero Xavi hace ya dos años largos que se apartó de nuestro pequeño mundo doméstico, y se ha convertido en un personaje muy incorrecto: ya no presta atención a los viejos eslóganes de la posverdad nacional, que, por lo que estamos viendo, siguen siendo los mismos. Nos hemos instalado en el mundo de los Lunnis y no queremos salir de él.

Aunque difícilmente encontraremos una pareja más heterogénea que la felicidad y la política, y nos enseñaron de pequeños que no se puede operar con entidades heterogéneas. Felicidad y democracia pertenecen a esferas distintas de nuestra vida. La democracia, habíamos quedado, no es más que un sistema para elegir al César: una parcela sumamente reducida de la vida. La felicidad, en cambio, se refiere a su mismo núcleo: es mucho más amplia, y nunca encontramos lo político en primer plano: antes están el marido o la mujer, los hijos, la familia, los amigos,  el trabajo, la vocación -cuando es auténtica-, Dios -como quiera que lo concibamos-,... Hasta muy atrás no aparece la política.

Y habría que preguntarse, además, si es posible no aspirar a la felicidad. Ni siquiera en las circunstancias más penosas renunciamos a ella. Todo lo que hacemos, y todo lo que omitimos, tiene por objeto, en última instancia, alcanzar la felicidad. Podrá haber alguno que deje todo a un lado para dedicarse a la lucha política, y sacrificarle su propia vida personal, pero no será nunca más que una excepción anómala, un caso raro y no representativo. La humanidad entera -si exceptuamos el fleco demencial que encontramos siempre en todo- vive en vistas de la felicidad.

Que la consiga o no es ya otro asunto, pero no podemos culpar de ello al régimen político en el que viva. La felicidad siempre es inconstante, salpica nuestras vidas como las islas salpican la superficie del mar. Pero no hay vida verdaderamente humana que se desarrolle fuera del ámbito de la felicidad. Aunque estén oprimidos por el totalitarismo. La felicidad tiene que ver con la vida personal, no con ninguna otra cosa. Por eso no puede venir administrada desde arriba, y por eso no puede traerla la democracia: la felicidad no es el resultado de una fórmula mágica ni depende del resultado de unas elecciones. No hay una “felicidad para todos”.

Y no la hay porque la felicidad exige la culminación de un proyecto de vida auténtico, íntimamente personal. Claro que llevar a cabo un proyecto conlleva el riesgo de no alcanzarlo, de fracasar, y a nadie le gusta fracasar. Más, todavía: como todos tenemos proyectos diferentes, a veces alternativos, a veces sucesivos o contradictorios, es inevitable fracasar en algunos de ellos aunque se conquisten otros. Y es precisamente en los avanzados países democráticos occidentales donde más afán existe por la seguridad, donde menos interés hay en correr riesgos. Es una ilusión en el peor de los sentidos: algo irreal, ficticio. La vida es inseguridad, y el peligro que sigue como su sombra a ese afán por la seguridad es acabar instalado en lo que se denomina ahora “zona de confort”, alejando la posibilidad de fracaso… y de felicidad.

¿Se puede ser feliz sin democracia? Suponer que la felicidad llega como una consecuencia del régimen político sería tanto como negar la posibilidad de felicidad a una abrumadora porción de la Historia y de la Humanidad. Ni siquiera llega como resultado de la posesión de determinadas cosas, de determinados “bienes” -lo que descartaría de nuevo a una buena parte de nosotros. Pero todos tenemos proyectos y aspiraciones que nos ponen en el camino de la felicidad personal. Por eso siempre se ha podido ser feliz, incluso en circunstancias atormentadoras. Una felicidad incompleta, claro, limitada. E intermitente: a ratos, felices; a ratos, desdichados. Como en todos los sitios. Como en todas las épocas.

A mí -¡qué cosas!- lo que me sorprende de los cataríes es que consigan ser felices con 86 metros cúbicos de agua al año por persona. En España tocamos a 2710 y aún estamos intentándolo. 

sábado, 4 de marzo de 2017

LEY MORDAZA


Tras algunos años de viajes de ida y vuelta a las guerras y a los totalitarismos del siglo XX,  George Orwell aprendió -nos dice- que si la palabra libertad significa algo es el derecho a decir  lo que la gente no quiere oír.

La presencia en Madrid de un autobús que asegura que los niños tienen pene y las niñas tienen vulva ha abierto la caja de los truenos y, como medida cautelar, el poder judicial ha resuelto prohibir que continúe circulando y alterando el pacífico dormitar de la capital de España. Los poderes legislativo y ejecutivo de la Comunidad madrileña, solidarios desde su raíz, pueden gobernar tranquilos: al que se mueve, sopapo.

La misma polémica despertada pone de manifiesto que no se trata de un asunto intrascendente. No estaría en todos los periódicos y redes sociales si fuera así. Pero de los hombres y mujeres reales, de a pie, todos tenemos experiencia y una idea formada.

“Es cuestión de opiniones -me aseguran-. Los seres humanos somos así: cada uno de su padre y de su madre. Lo que para unos es trapo, para otros es bandera”. Bien. Pero entonces hay que decirlo claramente: “Esto es sólo una opinión, las cosas podrían no ser así”.

Porque el mundo de la opinión es un mundo inseguro, movedizo. Como las camas elásticas: un espacio divertido al que apartarnos por unos momentos, pero poco apto para quedarnos a vivir en él. La vida real necesita soportes firmes a los que agarrarnos. La vida real necesita apoyarse en certezas.

Y la certeza nos la proporciona la patencia de la verdad que, sin buscarla, nos sale al camino: ob-viam. Podemos hablar durante mucho tiempo de la ciencia y de la filosofía: Biología, Psicología, Antropología… Es perder el tiempo y marear  la perdiz: la verdad, la verdad obvia, ya la conocemos todos: los niños tienen pene y las niñas tienen vulva. De una obviedad rotunda.

Cosa distinta es la estigmatización de las personas en las que el desarrollo de los diferentes componentes de la sexualidad -cromosómico, genital, hormonal,  psicológico- no se realiza con la congruencia que es normal tanto en el sentido de “estado natural de las cosas” como desde el punto de vista estadístico. Pero el escrupuloso respeto a todas las personas, y a su inviolable dignidad, no implica imposición ideológica alguna, mucho menos la imposición de un modelo antropológico sin apoyos en la realidad.

Los poderes constituidos, y el lobby LGTBI al que respaldan, adoptan la posición fácil y cómoda, pero poco digna y extremadamente peligrosa, del niño que cierra los ojos, pone los brazos en jarras, saca pecho y grita: -“¡Me rebota todo, me rebota todo!”

¿Qué sentido tiene esta declaración de ceguera que hacen ahora los poderes del Estado? ¿Pretenden que nos saltemos los ojos? A las opiniones hay que tratarlas como lo que son: opiniones. Se ha acusado a los promotores del mencionado autobús de “ofender a los transexuales”. No veo cómo se puede ofender a alguien evitando que le hagan comulgar con ruedas de molino. Pero cuando el César toma una opinión y la hace pasar por realidad, lo que está haciendo es estafarnos a todos, y eso sí es ofensivo. También para los transexuales.

¡De modo que ésta era la libertad de expresión de la que tanto venimos oyendo hablar desde hace ya no sé cuántos años: el silenciamiento de los disidentes, la mordaza para los que se alejan del rebaño!

Urge volver a Orwell. 

viernes, 18 de noviembre de 2016

POST-VERDAD


Oxford Dictionaries, la sociedad que edita los diccionarios del mismo nombre, acaba de declarar palabra del año el neologismo “post-truth”, que, aunque parece el nombre de un ave corredora, se refiere a “las circunstancias por las que tienen más peso en la opinión pública las emociones y las creencias personales que los hechos objetivos”. Y que, aunque ha inundado los medios de comunicación a raíz del referéndum que va a sacar al Reino Unido de la UE, y de las elecciones presidenciales que tienen a la prensa mundial con los pelos de punta, no es, dicen, algo nuevo entre nosotros.

No, la “post-verdad” -que, en realidad, no es lo que viene después de la verdad, sino lo que usurpa su lugar, lo que la suplanta- no es nueva entre nosotros, viene de lejos. Viene de Gorgias de Leontinos, aquel griego escéptico que decía que nada existe, y que si existiese algo, no podríamos conocerlo, y si lo conociésemos, no lo podríamos comunicar. Entonces estuvo Sócrates al quite, y aquello no llegó a más en aquel momento. Ha sido necesario que llegásemos nosotros, con nuestro esfuerzo por negar la realidad y nuestro rechazo a la Filosofía, para que se haya vuelto a escuchar la voz de Gorgias. Lo que ha venido después estaba ya cantado, no podía no ocurrir.

Porque sustituir los hechos objetivos por nuestras emociones o creencias tiene consecuencias que sí son objetivas. En primer lugar: si no existe una realidad objetiva tampoco hay una naturaleza humana. La consistencia de cada uno de nosotros es individual, y, además, se modifica según las circunstancias y los intereses de cada momento. Así que ya no hay una meta objetiva a la que dirigirse, y el único punto de apoyo que le queda a la ética es el deseo: cualquier deseo, porque todos son igualmente legítimos.

Por eso ya no hay nada bueno en sí. Y por eso nos tropezamos con gente incapaz de concebir que algo pueda ser bueno si no les produce a ellos –a cada uno en particular- un beneficio. No es que antepongan el beneficio propio al bien común, es que ni siquiera conciben que se pueda decir de algo que es bueno si no produce una satisfacción inmediata, y, preferentemente, a ellos: la bondad intrínseca de realidades como la muerte de Sócrates o la cúpula de Santa María de las Flores de Florencia, resulta invisible para muchos de nuestros contemporáneos. Para los mismos que niegan que alguien pueda actuar sin perseguir directamente el propio provecho.

Especialmente cuando la literatura ha renunciado a su tradicional papel de educador en humanidad, cuando ha dejado de enseñarnos a identificar las emociones y los apetitos, y nos ha dejado a merced de los medios de comunicación de masas, que presentan un modelo muy rudimentario: atracción sexual, ambición de dominio, deseo de venganza, afán descontrolado de éxito,… todo ello presentado de modo primitivo y sin matices. Y así: sin conocimiento propio, sin saber adónde dirigirnos ni qué hacer para sacar de nosotros -en palabras de Machado- “hombres buenos”, condenados a acumular experiencias desconectadas entre sí, que ya no sabemos si nos construyen o nos destruyen, y sin sospechar siquiera que somos libres para dirigirnos a nuestra propia perfección –perfección cuya simple posibilidad hace tiempo que ha desaparecido del horizonte-; así, es muy difícil elegir bien.

Y, por otra parte, como el único criterio aceptado son las propias emociones y creencias, la sentencia que asegura que «sobre gustos no hay nada escrito» -cuya falsedad podemos poner en evidencia con sólo asomarnos a cualquier enciclopedia de Historia del Arte-, ha adquirido un valor prácticamente universal, y se aplica a todo el ámbito de la belleza. Pero es una belleza entendida en un sentido muy pobre, devaluada, reducida casi exclusivamente a lo artificial, que es justamente donde lo bello, por su menor categoría, por su menor «densidad ontológica» resulta más problemático, más difícil de distinguir de lo que no lo es.

Y esto es decisivo, porque la belleza es una necesidad esencial del hombre. Pero pasa como con el descubrimiento de la verdad y del bien: la apreciación de la belleza requiere un empeño continuado en adquirir los hábitos necesarios que nos con-naturalicen con ella. Y como esta formación interior ya sólo se ofrece en contadas ocasiones -y ni siquiera es bien recibida-, buena parte de lo que hoy pasa por “arte” y “cultura” incapacita para apreciar la belleza de más alto rango, la que enriquece nuestra maltrecha y deteriorada humanidad. Y ya, sin la preparación necesaria para apreciarla, sin aprendizaje y sin entrenamiento, quedamos a expensas de las vivencias que crean éxtasis -como las drogas- o que bombardean con impresiones que embotan la sensibilidad –como la sucesión de sonidos estentóreos, imágenes y ráfagas-, o nos zarandean con sensaciones fuertes –lo horrendo, lo macabro, lo atroz- que activan pasajeramente nuestra emotividad.

¿Cómo sorprendernos, luego, de estos lodos? La post-verdad es más amplia, y tiene más calado, de lo que nos dice Oxford Dictionaries.



miércoles, 23 de diciembre de 2015

JE SUIS BODNARIU



Mientras nos acercamos al día de la familia, la familia anda ahora de cabeza en Noruega a cuenta de Marius Bodnariu, un rumano casado con una noruega que hace diez años se trasladó con ella de Bucarest a Naustdal. La cosa empezó el pasado 16 de noviembre, cuando agentes estatales acudieron a la escuela en la que se encontraban dos hijos suyos, de 9 y 7 años, y se los llevaron de allí sin ni siquiera comunicárselo a sus padres. Más tarde se presentaron en su casa para llevarse a otros dos, de 5 y 2 años, dejando con su madre sólo a un pequeño de 3 meses, pequeño al que también se llevaron de allí veinticuatro horas más tarde. Y al cabo de dos días les comunicaron que habían quedado a cargo de familias de acogida, y que se estaban adaptando bien.

¿Por qué este secuestro estatal? La iniciativa partió del director de la escuela, quien, alertado por el hecho de que los miembros de la familia Bodnariu eran "muy cristianos", y considerando que eso "crea una discapacidad en los niños", los denunció ante el Servicios de Protección Infantil: los Bodnariu son ahora sospechosos de "radicalismo cristiano y adoctrinamiento". Las autoridades llegaron a someter al bebé a radiografías y TACs, y pese a no haber podido demostrar lesión alguna ni otros signos de maltrato infantil, Protección Infantil insiste, contra todos los testimonios de familiares, vecinos y conocidos, en que Marius es un hombre violento.

El pasado día 27 de noviembre rechazaron un recurso de la familia  para que les devolviesen a sus hijos. El Estado les permite ahora ver a su hijo pequeño dos veces a la semana -dos horas cada vez-, y también podrán ver a sus hijos mayores, pero no se les permite visitar a sus hijas.

Mientras preparan una segunda apelación, los Bodnariu llevan recogidas 30.000 firmas, y han abierto una página en Facebook ("Norway Return the children to Bodnariu Family") en la que cuentan su historia.

Con todo esto se ha destapado una historia que merece ser conocida. La reclamación de Bodnariu ha sacado a la luz numerosos hechos similares en los que el Estado noruego ha apartado a menores de sus familias en un proceso sin garantía procesal alguna, y ha puesto en marcha con ellos un proceso de “reeducación” durante el cual pierden su lengua familiar y los recuerdos “de casa”. Son 38 familias de diferentes países (Noruega, Polonia, Lituania, Eslovaquia, la República Checa, Rumanía, los Estados Unidos, el Brasil, Turquía, Iraq, la India y Filipinas), que han denunciado a Noruega por haber secuestrado a sus hijos, y han presentado la documentación pertinente ante el Parlamento Europeo, la Comisión Europea, el Vaticano y las Naciones Unidas.

No es la primera vez que un Estado se empeña en sustituir a la familia. Son experimentos que, finalmente, acaban siempre mal, y hay que retroceder a toda prisa, pero, para entonces, ya han producido una enorme cantidad de dolor, dolor de personas concretas del que quizás no se recobrarán nunca.

Cuando la alternativa es “o familia o Estado”, la familia es la única posibilidad. No sólo porque la familia es tan antigua como la humanidad, mientras que el Estado apenas tiene unos cientos de años, sino porque es una necesidad antropológica profunda, algo sin lo cual el desarrollo del hombre queda amputado.

La familia es el lugar en el que el hombre es más plenamente él mismo, donde es mirado como tal y amado como tal: en la familia no se considera a la persona como “un miembro de la clase media”, “un obrero” o "un aristócrata”, sino como a la persona particular y concreta que  realmente es. La familia es la única escuela del amor, en la familia aprende el hombre a amar y a entregarse -es, en realidad, el único lugar en el que gente completamente corriente ama a los demás más que a sí mismo-. Y el amor tiene un efecto maravillosamente vitalizador. Gracias al amor la vida es digna de ser vivida, mientras que sin él, cualquier grado de bienestar se rebaja hasta adquirir una palidez mortal. Y esto, que es tan evidente cuando tratamos de las personas, también lo es cuando tratamos de la sociedad, que ha sido definida como “un conjunto de hombres unidos por estar de acuerdo acerca de las cosas que aman”.

Que no jueguen a Ingeniería Social con la familia. La inmensa mayoría de los hombres de todas las épocas desean nacer, crecer, vivir y morir en el seno de una familia, rodeado del afecto de sus seres queridos. La familia es el lugar natural para alcanzar la felicidad.

No es función del Estado rivalizar con la familia. La función del Estado es crear las condiciones para la paz social; es defender la verdad y la justicia: si no defiende la verdad y la justicia, ¿qué diferencia al Estado –pongamos por caso, al noruego-, qué lo diferencia de una banda de delincuentes?

No, no le toca al Estado decidir el tipo de ciudadanos que quiere: somos los ciudadanos los que debemos decidir el tipo de Estado que queremos. No somos nosotros los servidores del Estado: es el Estado el que es nuestro servidor, y tenemos que pedirle que nos haga carreteras y hospitales, no que nos forme la conciencia.

martes, 8 de diciembre de 2015

VOLVER A CASA

Ya sabemos que la vida consiste en tomar decisiones, optar entre diferentes posibilidades, elegir; en última instancia, elegirnos, elegirme: quién voy a ser después de esa decisión. Ésa es la grandeza de la libertad. Y la responsabilidad que lleva consigo.

Pero, además, repetir los mismos actos me inclina a realizarlos con más facilidad la próxima vez, me facilita su repetición; así adquiero el hábito que me permite, por ejemplo, escribir sin mirar al teclado con una velocidad y precisión que parecían inalcanzables cuando empezaba.

Por eso, porque nos “inclina” en una dirección y nos facilita repetir los mismos actos, es por lo que no conseguimos fácilmente desembarazarnos de un pasado que compromete nuestra libertad. Eso lo sabe todo el que siente la garra de un hábito que no consigue dejar atrás. El pasado está incrustado en nuestra espalda y no podemos sacudírnoslo de encima. El pasado: “lo que pasó”. Que no es “lo que fue, y ya no es” sino “lo que ocurrió, y ya no puede no haber ocurrido”.

Nadie vuelve atrás. Arrastramos las consecuencias de nuestros actos: el peso del daño producido, de las deslealtades, ingratitudes y egoísmos, de nuestras perezas, miedos y soberbias, nos inclina a repetirlos, tira de nosotros hacia abajo y nos impide remontar.

¿Nadie vuelve atrás? Cuando Jesús curó a aquel paralítico al que unos amigos descolgaron por el tejado (Mc 2, 7) los judíos se preguntaban: “¿Quién puede perdonar los pecados, sino sólo Dios?”. Aquellos hombres se daban cuenta de que borrar el pasado requiere un poder creador: sólo Dios puede hacer que lo que ocurrió no haya ocurrido, sólo un amor creador puede marcar en nosotros un nuevo comienzo. “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré” (Mc 11, 28)

Por medio de la bula “Misericordiae vultus” (MV)  ha convocado el Papa un Jubileo Extraordinario de la Misericordia que comienza hoy, día 8 de diciembre,  y nos recuerda verdades profundas y consoladoras: que Dios se preocupa por nosotros y por nuestra felicidad, y para ello, vuelca su omnipotencia en su misericordia, una misericordia que nos devuelve la esperanza de ser amados para siempre a pesar de nuestro pecado, porque nada que nosotros podamos hacer hará que Dios deje de amarnos, que deje de buscarnos.

El amor de Dios es tierno y misericordioso, acogedor y compasivo. Basta contemplar a Jesús en la cruz y al ladrón crucificado a su lado: “Hoy estarás conmigo en el paraíso”. Un amor creador, que mira a Mateo, publicano -¡pecador público!-, le brinda su perdón, lo escoge para ser uno de los Doce y hace de él un santo.

Y al liberarnos de la huella que dejó en nosotros el pasado nos capacita para crecer en el amor y nos invita a actuar como hijos de nuestro Padre –a su imagen y semejanza- liberando también nosotros a los demás de las ataduras que les impiden levantarse: “Es el tiempo de retornar a lo esencial para hacernos cargo de las debilidades y dificultades de nuestros hermanos. El perdón es una fuerza que resucita a una vida nueva e infunde el valor para mirar el futuro con esperanza.” (MV, 10). De la misma manera que hizo Jesús en la sinagoga de Nazaret (Lc 4, 16-21), el Papa nos anuncia ahora un año de gracia y nos invita a “anunciar la liberación a cuantos están prisioneros de las nuevas esclavitudes de la sociedad moderna, restituir la vista a quien no puede ver más porque se ha replegado sobre sí mismo, y volver a dar dignidad a cuantos han sido privados de ella.” (MV, 16). 

El Papa nos pide que vivamos las obras de misericordia. ¡Las obras de misericordia! Sí, me acuerdo... Bueno, me acuerdo de algunas (cuidar a los enfermos, dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, consolar al triste …), de otras me acuerdo menos (enseñar al que no sabe, corregir al que se equivoca, …), pero hay algunas (sufrir con paciencia los defectos del prójimo,  por ejemplo, o perdonar las injurias, y, sobre todo, rogar a Dios por vivos y difuntos) de las que sospecho que no me acuerdo en absoluto.

Voy a ponerme manos a la obra. Me levantaré, y me pondré en camino  adonde está mi Padre. Yo lo que quiero es regresar, volver. Volver a casa. Y empezar de nuevo. Sin cuentas pendientes. Desde cero. 

jueves, 1 de octubre de 2015

UNA SOLEDAD POBLADA DE AULLIDOS

En 1882 publica Nietzsche “La gaya ciencia”, en la que deja escrito: “Dios ha muerto. Dios sigue muerto. Y nosotros lo hemos matado. ¿Cómo podríamos reconfortarnos, los asesinos de todos los asesinos? El más santo y el más poderoso que el mundo ha poseído se ha desangrado bajo nuestros cuchillos: ¿quién limpiará esta sangre de nosotros?” Cien años después, dos Guerras Mundiales después, un Imperio Nazi y un Imperio Soviético después, Woody Allen, al que no siempre hay que tomar a broma, asegura: “Dios ha muerto, Marx ha muerto, y yo mismo no me encuentro demasiado bien”. Y treinta años más tarde, en unas recientes declaraciones, el director de cine Peter Greenaway, ha afirmado “Tras habernos deshecho de Dios, de Satán y de Freud, por fin estamos completamente solos en la historia de la Humanidad”. Se ha completado la tarea de demolición.

Aquel anuncio nietzscheano de la muerte de Dios dio lugar a una nueva visión del mundo y de la Historia que ha decidido su rumbo en el último siglo, y que puede resumirse así: la religión, a estas alturas de la Historia, es ya superflua, y hasta tóxica: el opio del pueblo. No la necesitamos ya: para explicar el mundo, tenemos la ciencia; para gobernarlo, la tecnología; para prosperar, la economía global; para controlar el poder, la democracia liberal.

Sin ejemplos reales a la vista, Nietzsche no pudo más que imaginar cómo sería una sociedad sin Dios. Nosotros, en este aspecto, le sacamos ventaja: hemos asistido al nacimiento de Estados que han hecho del ateísmo su religión oficial, y después hemos asistido a su derrumbe. Y entre ambos momentos hemos aprendido que la muerte de Dios trae consigo la abolición del hombre.

No, las cosas no son exactamente como las imaginó Nietzsche. Lo que hemos aprendido es que, aunque es verdad que la religión no es necesaria para la supervivencia del individuo, resulta, en cambio, vital para la supervivencia de los pueblos. Sin religión, la sociedad pierde un factor de cohesión que permite que los individuos permanezcan unidos a pesar de las diferencias de sus intereses particulares, a pesar de la fuerza centrífuga del individualismo.

Kant formulaba cuatro preguntas radicales: ¿qué puedo saber?, ¿qué debo hacer?, ¿qué me cabe esperar?, ¿qué es el hombre?, cuatro preguntas de las que depende el ser y la acción –la vida- del hombre en el mundo: las cuatro acaban abriéndose finalmente a la religión. Es cierto que existen otras fuentes para responder a ellas, pero la religión sigue siendo el repertorio principal de respuestas a las preguntas en busca del sentido. Y la que proporciona un fundamento más sólido cuando las cartas vienen mal dadas. Por eso ahora, desde diversas posiciones, se levantan voces que reivindican el papel social de la religión.

Jonathan Sacks, Gran Rabino de las congregaciones judías de la Commonweatlh, explicaba en 2012 en Cuadernos de Pensamiento Político cómo la religión mantiene y regenera el entramado ético de las sociedades y fundamenta la visión compartida del bien común en la que se basa la convivencia social: la fe nos permite abandonar los valores subjetivos y sustituirlos por otros nuevos, ajenos a intereses particulares, en los que se cimenta la cohesión que construye las comunidades.

Sacks habla también de la relación entre fe y ciencia: “Hay que mirar con los dos ojos (…) hay que escuchar en estéreo”, dice. No hacerlo conduce a pensar de forma parcial y simplista, nos aleja de la realidad y deforma nuestra percepción del mundo. Una postura integral no puede rechazar el pensamiento religioso ni el científico. “Necesitamos ambas cosas. Necesitamos la religión y necesitamos la ciencia. Necesitamos la ciencia para explicar el universo y la religión para explicar el significado de la existencia humana”, añade.

Alguno podría decir que, siendo el rabino un hombre religioso, lo que está haciendo es, únicamente, barrer para casa. Vayamos, por tanto, al otro extremo. El filósofo Jürgen Habermas es poco sospechoso de defender interés religioso alguno: no es ningún devoto santurrón. En sus obras más tempranas acusaba a la religión de ser una “realidad alienante”, una “ilusión irracional”, algo que las sociedades modernas no necesitan para nada. Hoy ha pasado a defenderla como el fundamento de la convivencia social.

En el año 2009, en Claves de Razón Práctica, reivindicaba Habermas la presencia de la religión en la esfera pública por su capacidad para “ofrecer contribuciones articuladas a los problemas ignorados de la convivencia solidaria”. A su juicio, no se debe negar a las instituciones religiosas “el derecho, o la capacidad, de intervenir con aportaciones sustanciales a la discusión sobre la legalización del aborto y la eutanasia, sobre cuestiones bioéticas de la medicina reproductiva, sobre la tutela de la bioesfera y sobre el control del clima”.

Habermas, que se opone a la pretensión hegemónica de cualquiera de los modelos de racionalidad, subraya, al igual que Sacks, la complementariedad entre fe y razón. Si, por un lado, la fe no puede permanecer ajena a la razón -como recordaba Benedicto XVI en Ratisbona-, la razón secular ha de sentirse interpelada por el mensaje religioso.

No, Nietzsche se equivocaba: es verdad que la ética es autónoma, pero sale beneficiada cuando acepta el impulso que le ofrece la religión: “haz el bien, evita el mal”. Si la religión es el opio del pueblo, sólo lo es en cuanto es capaz de calmar el dolor, mitigar el sufrimiento y levantar la esperanza para aspirar a un bien más alto.

Sin religión, las sociedades carecen de la visión compartida del bien común que sustenta la convivencia, los valores fundamentales se convierten en asunto de elección personal, la violencia del César sólo encuentra freno en una violencia equivalente opuesta a ella, la moralidad y la responsabilidad se difuminan, el individualismo se desata.

La soledad de la que nos habla Greenaway es una vieja conocida nuestra, de la que ya nos hablaba el hagiógrafo: es una soledad poblada de aullidos.

martes, 25 de agosto de 2015

INTIMIDAD Y VIDA PÚBLICA



"No es bueno que el hombre esté solo". Todos hemos oído esta frase alguna vez, y todos tenemos alguna evidencia de ello. Pero, ya que no hay nada tan frágil como la evidencia, conviene  de vez en cuando hacer un esfuerzo para traer esa verdad a nuestra presencia, so pena de acabar confundiendo nuestra propia vida personal, que sería la más grave confusión. Porque esa compañía que reclama la frase entrecomillada al principio de este párrafo afecta a muy diversas esferas de la vida. No se trata sólo de una necesidad "sustitutiva", vicarial, como la que tiene el enfermo dependiente, una necesidad indiscutida y para la que la voz pública reclama la justa responsabilidad social. No, nuestra necesidad de los otros afecta a múltiples facetas de nuestra vida, y crece a medida que lo hace la plenitud de ésta.

 Porque además de cubrir nuestras necesidades materiales necesitamos también cubrir nuestras necesidades espirituales, nuestras necesidades humanas. No olvidemos que ese medio ambiente tan necesario para la vida, del que nos habla la Ecología, es, en nuestro caso, el medio ambiente humano: la convivencia con otros hombres. En primer lugar, la familia, y, en seguida, los amigos, con quienes compartir tristezas, desilusiones, proyectos, entusiasmos y alegrías.

Pero a medida que la vida se enriquece necesitamos también, como en círculos concéntricos que se van ensanchando, otras personas que vienen a satisfacer nuevas necesidades: biólogos, físicos, químicos o matemáticos, que nos enseñan a conocer la naturaleza y sus leyes; astrónomos, geógrafos e historiadores, que nos dicen dónde estamos y cómo hemos llegado hasta aquí; poetas, músicos y artistas, que nos ayudan a desentrañar la belleza y la hacen aflorar; psicólogos, filósofos y teólogos, que nos dicen quiénes somos y nos acercan al bien y a la verdad...; en fin, todo eso que da sentido y plenitud a nuestras vidas y sin lo cual la vida humana, personal, se degrada a simple biología.

 Y, al revés, necesitamos también aportar a la sociedad en la medida de nuestras posibilidades, necesitamos contribuir  a su construcción y desarrollo con nuestras capacidades y talentos, con nuestros propios puntos de vista de una realidad tan compleja como la que nos rodea, para enriquecer a los demás con lo que a nosotros nos enriquece.

Esta honda necesidad de comunicarnos con los demás está en el mismo origen de la escritura, que nos permite saltar las barreras del tiempo y del espacio para prolongar este contacto, y por eso introduce a los pueblos en la Historia: “Retirado en la paz de estos desiertos, /con pocos pero doctos libros juntos,/ vivo en conversación con los difuntos/ y escucho con mis ojos a los muertos”, nos dice Quevedo desde la Torre.

Y es el motivo por el que es tan dolorosa la deportación,  el destierro: un castigo que ha llegado a significar la muerte, no por sed o por hambre, sino por desarraigo, porque la vida humana no puede sostenerse sin convivencia.

Pero ahora, con la nueva política -aunque la cosa ya venía de lejos-  está cobrando fuerza la opinión de que ciertos aspectos de nuestra vida –la fe religiosa, por ejemplo, o la concepción del hombre y de la sociedad- pertenecen a la intimidad de la persona y deben quedarse ahí. Se trata de un error, de un desenfoque, motivado por no saber en qué consiste ser persona. Porque ni la fe religiosa ni el concepto que se tenga del hombre y de la sociedad pertenecen a la intimidad: adonde pertenecen es a la vida personal. Que, como sabemos, tiene una inevitable vertiente pública. Cuando decimos de algo que es asunto íntimo, lo que decimos es que el individuo –no la sociedad, no el Estado, no ninguno de los poderes públicos reconocidos- ha decidido hurtar a la mirada pública ese aspecto de su vida personal y protegerlo en una zona íntima y reservada. Cuáles son los aspectos de la vida personal que deben reducirse a ese ámbito y cuáles pueden aparecer en el espacio público es algo que le toca al individuo decidir. Nadie puede obligar a exponerlo en la sociedad ni a relegarlo al círculo de lo íntimo.

Se trata de un error muy habitual que se disuelve con sólo consultar el Diccionario: Intimidad: zona espiritual reservada de una persona o de un grupo, especialmente de una familia