La “ley trans” vulnera los derechos humanos de los niños. A todos los niños del mundo se les reconoce el derecho a un tratamiento integral de la salud física y mental, pero esto, ahora mismo, no se les permite a los pacientes con disforia de género: no se permite llegar a un diagnóstico etiológico y abordar la parte psicológica que siempre está presente en estos jóvenes que manifiestan una confusión entre su sexo biológico, su identidad sexual percibida y su sentimiento de quién soy.
Entra esta ley en contradicción con el deber y el derecho de las familias a cuidar de sus hijos. Expropia la patria potestad. Yo tengo la obligación de cuidar de mis hijos. Si, por una patología que aparece de forma brusca y acelerada, y que no se permite estudiar completamente, quieren ponerles un tratamiento cuya eficacia podría no estar científicamente demostrada, mi deber es proteger a mi hijo. Y ponerme en guardia frente a soluciones simplistas que prometen resolver sus problemas cambiándoles nombre y pronombres, y mutilando su cuerpo. Hay muchos que han recorrido ese camino sólo para lamentarlo luego. El amor auténtico por los hijos siempre va unido a la verdad, y, en el caso de la disforia de género, esto significa reconocer que la felicidad y la paz no la encontrarán en el rechazo de la verdad sobre la persona y el cuerpo humano. ¿Quién atenderá los conflictos familiares que eso genere? ¿El ministro del ramo? Ayudar a esos pacientes significa favorecer el apoyo de la familia en todo el proceso, y no imponerles algo que puede ser perjudicial para sus hijos.
La historia Amanda (Agrupación de Madres de Adolescentes y Niñas con Disforia Acelerada) es un ejemplo del poder de la sociedad civil cuando lucha por sus derechos. Comenzó con el atemorizado tweet de la madre de una niña que quería ser niño, la enérgica respuesta de una diputada amenazando con quitarle la custodia y la posterior viralización del debate. Ocho madres más comparten su experiencia: contra lo que les dicen políticos y psicólogos, ellas –que los han parido–prefieren ser prudentes y considerar el asunto con más calma. No están dispuestas a que sus hijos –niñas en su mayor parte– pasen por el quirófano y tomen decisiones irreversibles a una edad que se caracteriza, precisamente, por la volubilidad. Saben que el mayor bien que les pueden hacer a sus hijas –a las que quieren mucho más de lo que puede quererlas cualquier ministro– es mantenerse firmes, resistir y esperar a que escampe. Ya no son ocho, sino dieciocho, sesenta y ocho, ochenta madres, y van comprobando que, la mayoría de las veces, escampa. Que sus hijos lo que tienen, casi siempre, no se llama disforia sino autismo, depresión, anorexia o simplemente adolescencia y que se pasa con el tiempo, con cariño… O con terapia o con medicación, o con todo junto. Pero sin bisturí y sin hormonas.
Han educado a sus hijos en la igualdad y no tienen nada en contra de las personas transexuales. Ni siquiera niegan la disforia de género. Simplemente no quieren que la ideología malogre la felicidad ni la salud de sus hijos, y piden a los políticos que se dejen de hacer experimentos con los niños. Y a los psicólogos, que sean serios en sus diagnósticos. Y a los educadores, que no encasillen a una niña que le guste el fútbol o a un niño que le guste el ballet -¡que ya estamos en el segundo decenio del siglo XXI!-. Y a los medios de comunicación, que informen con rigor y sin ideologizar.
Otra cuestión que hay que considerar es la de los arrepentidos, cuyo número, según cuenta Eric Kaufmann, profesor de Ciencias Políticas del Birkbeck College de la Universidad de Londres, aumenta, y cuyas demandas judiciales, resueltas favorablemente, pueden hacer que las cosas cambien.
Uno de esos arrepentidos es Sandra, nacida varón. Decidió comenzar su "mal llamado cambio de sexo" y acudió a un psicólogo, que al verlo tan femenino y oír su voz le dio la razón. "Lo que yo denuncio es que cuando una persona con disforia consulta a un psicólogo o psiquiatra lo que hay que hacer es indagar en la raíz del problema que tiene esa persona -¡porque esa persona tiene disconformidad con su propio cuerpo!- y no empujarlo a mutilarse”. Tras los tratamientos, Sandra comenzó a experimentar efectos secundarios en su cuerpo, empezó una montaña rusa de sentimientos de la que nadie le había advertido. En el período de reflexión previo a la vaginoplastia "me preguntaron si me gustaba el rosa y si me vestía de chica o si en el sexo era activa o pasiva".
Scott Newgent, nacida mujer, hizo la “transición” a varón a los 42 años. Hoy se arrepiente de esa decisión. Tiene 48 años, tres hijos adolescentes, y lo que ha vivido le ha convencido de que la terapia afirmativa está diseñada para cualquier cosa menos para curar. Lo ha sufrido en su propia carne, después de que las complicaciones del proceso derivaran en siete cirugías, un embolismo pulmonar, un ataque cardíaco, 17 meses de infección recurrente, la reconstrucción de un brazo, daños en un pulmón, el corazón y la vejiga, insomnio, alucinaciones, síndrome de estrés postraumático, un millón de dólares en gastos médicos, y la pérdida de su casa, su coche, su carrera, su matrimonio… Pero sabe que nadie vuelve atrás, por eso tampoco el convence el activismo de los detrans: “La detransición es una fantasía, y se está vendiendo de la misma manera que la transición. Tenemos dos bandos en la arena, y a la gente le importa un comino quién sale dañado de esto. Si una chica toma hormonas sintéticas durante 18 meses o más, nunca volverá a ser quien era”.
Newgent coincide con Kaufmann en que la tendencia a percibirse “de
otro género” se está revirtiendo. “Éste es el escándalo médico más importante
de la historia moderna; y no lo digo para molestar a nadie, lo digo porque es
cierto. Apenas estamos empezando a ver la carnicería”.