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viernes, 19 de septiembre de 2014

UNA LECCIÓN DE DON QUIJOTE

Parece ser que el Gobierno se replantea llevar adelante el anteproyecto de Gallardón sobre el aborto provocado, lo que ha dado lugar a la convocatoria de manifestaciones a favor de la vida en diversas ciudades españolas (en Alicante,  el sábado 20 de septiembre, a las 20 h, en La Muntanyeta; en Madrid,  el domingo 21, a las 12 h, en Gran Vía,  esquina a San Bernardo) . Más allá de valoraciones políticas y electorales, surge una cuestión: si todos consideramos que la vida humana es el máximo valor, ¿por qué no nos ponemos de acuerdo para defenderla en lo concreto? Yo creo que no se piensa en ella con claridad, que en el fondo no sabemos muy bien en qué consiste, y por eso adoptamos posturas un poco sobre la marcha, al hilo de la exigencia del momento, considerando que, en el fondo, no es sino “otra cosa más” de las que adornan el mundo.

 Y, sin embargo, la vida humana tiene poco que ver con el resto de realidades. No es otra “cosa”; ni siquiera una forma de vida animal, como oímos tan a menudo: los animales son intercambiables, sustancialmente idénticos; nuestros gatos son como los gatos de los faraones, y su vida está determinada desde su nacimiento hasta su muerte: los instintos suponen la vida ya hecha desde el principio, y hecha con una exactitud matemática.

La vida humana pertenece a otro género. Para empezar, no tenemos la vida ya hecha desde el principio: tenemos que hacérnosla nosotros, decidir qué queremos hacer ahora, esta tarde, mañana, el próximo año. Tenemos que tomar constantemente decisiones personales que condicionan nuestra situación futura, decidir, en definitiva, quién vamos a ser. Y ese futuro que elijo condiciona mi actitud ahora: me levanto en este momento del sofá porque quiero estar dentro de una hora en el cine.

 La vida de un gato es la vida de todos los gatos, escrita ya desde que apareció el primero de su especie; mi vida no es como la vida de otro. Y no está escrita, la voy escribiendo yo, dependerá de las decisiones que tome a lo largo de ella: la vida es lo que hacemos y lo que nos pasa. Creamos y destruimos sin cesar nuevas posibilidades para nuestra vida: “El camino de nuestra vida está flanqueado por las ruinas de los que pudimos ser y no fuimos”, decía Bergson.

 Yo creo que gran parte de la devaluación que sufre la vida humana a los ojos de muchos nace, en el fondo, de no comprender que la vida humana es un conjunto de posibilidades que tenemos que escoger y desplegar, que no estamos abocados a una existencia impersonal y clónica, que el don de la vida es, también, una tarea que se nos encarga, y que supone, precisamente, que, en buena medida, estamos en nuestras propias manos: yo elijo quién quiero ser, y encamino mis pasos hacia esa meta.

 Si no veo esto, si carezco de un proyecto original, propio, que oriente mi vida como una brújula, si me limito a calzarme un modelo de vida que me llega desde fuera, si renuncio a tomar las decisiones que construyan una vida que pueda llamar mía, entonces es muy difícil que comprenda el enorme valor de toda vida humana. Porque no hay nada atractivo en una vida impersonal: el molde común, la felicidad para todos. Es decir, una felicidad ajena a la vida concreta y particular de cada uno; o sea, la felicidad para nadie.

 La riqueza de la vida consiste en la posibilidad que tiene de desplegarse como un abanico y llenarse de sí misma. Cada uno es hijo de sus obras, nadie es capaz de adivinar en quién podría llegar a convertirse con tal de ponerse seriamente a ello. Don Quijote, en eso, como en tantas cosas, nos da una lección: “Yo sé quién soy, y sé que puedo ser no sólo los que he dicho, sino todos los Doce Pares de Francia, y aun todos los Nueve de la Fama, pues a todas las hazañas que ellos todos juntos y cada uno por sí hicieron se aventajarán las mías”. Y, aun en el caso de que las cosas se tuerzan -porque también la inseguridad es un componente de nuestra vida- no hay razón para claudicar: “Podrán los encantadores quitarme la ventura, pero el esfuerzo y el ánimo será imposible”.

 Cuanto más nos esforcemos en imitar a nuestro Caballero, y más empeño pongamos en tomar la vida en nuestras manos, más difícil será que nos convenzan de que no somos más que vida animal; cuanto más sepamos apreciar el potencial de nuestra propia vida más difícil será despreciar cualquier otra vida humana. En cualquier momento en que se encuentre.

lunes, 5 de mayo de 2014

APOYADOS EN EL ADN PARA ZANJAR LA CUESTIÓN



En el último acto de “La taberna fantástica”, de Sastre, uno de los personajes muere pese a los intentos de su amigo de evitarlo o retrasarlo, y a sus gritos de “¡No te mueras!” responde sereno: “No puedo evitarlo. Me muero superiormente a mí”. La frase, desnudada de la comicidad que le proporciona el contexto, pone de manifiesto que hay cosas que están al margen y por encima de nuestra voluntad. Como ya sabíamos todos, habría que añadir. Sí, como ya sabíamos todos, pero parece que necesitamos que nos las recuerden de vez en cuando, especialmente cuando nos dejamos llevar por deseos e intereses particulares que pueden oscurecer la verdad.

Ésta es una de esas veces. Vamos a acostumbrarnos a oír con insistencia voces a favor y en contra del anteproyecto de ley de Gallardón de defensa de la vida del concebido, y conviene fijar algunas ideas para saber hacia dónde cae eso de la vida del concebido. No podemos olvidar que, por encima de deseos personales, ideologías y conveniencias políticas y electorales, la realidad es lo más respetable del mundo. Conviene, por tanto, conocerla y tenerla en cuenta, para poder legislar partiendo de ella, para no estar braceando en el vacío como náufragos.

En el siglo XXI el único conocimiento de la realidad que viene con marchamo de autenticidad es el que proviene de la ciencia. Es verdad que convivimos constantemente con otras formas de conocimiento, pero en cuanto nos hacen tropezar con una afirmación científica las desechamos sin parpadear. Y, en lo que se refiere a la vida, una de esas verdades científicas incontestables dice que no hay ningún cambio sustancial posterior a la constitución del genoma que nos permitan afirmar que lo que ahora es una vida humana antes era una vida no-humana. Después de la fecundación lo único que hay es el desvelamiento de lo que estaba velado, el desarrollo de lo que estaba enrollado: nada nuevo, nada que no estuviese ya ahí.

De tal manera es así, que si recogiésemos una muestra biológica de un embrión y se la entregásemos a la policía científica para que la estudiase con los medios de que dispone llegaría a la conclusión inevitable de que se trata de restos humanos, porque encontraría en el ADN de aquella muestra las mismas secuencias repetitivas –denominadas “secuencias Alu”- que constituyen el DNI bioquímico de nuestra especie. De modo que averiguar si un ser es humano o no es un camino muy trillado, y nuestros legisladores sólo tienen que preguntar a los expertos. Quiero subrayar que estoy hablando de averiguar si es humano o no lo es. No se trata de decidirlo: la cuestión está ya decidida de raíz, “superiormente a nosotros”. Esas secuencias Alu características de la especie humana zanjan la cuestión.

Se puede, efectivamente, legislar contra la realidad, como se puede vivir contra la verdad. Pero ya no estaríamos hablando de justicia, de la que Ulpiano dio una definición que viene rodando por la cultura humanista desde hace ya dos milenios: dar a cada uno lo suyo. Lo suyo. No cualquier cosa, no lo que decida el legislador, no lo que apetezca al mayor número de ciudadanos. No: lo suyo. Lo suyo, lo que le corresponde antes de que nadie se lo dé. Por eso, la ley no establece lo que es suyo -eso le toca a la realidad-, la ley lo que hace es configurar una situación como justa –si reconoce aquello que le corresponde a la realidad- o injusta-si lo niega-.

No hay más.

martes, 18 de marzo de 2014

UN CAMINO QUE DA DE SÍ


    
Nos adentramos en un bosque. A medida que se adapta la visión distinguimos árboles muy variados: formas y colores, tamaños y sombras diferentes. Luz y oscuridad, sonidos y silencio. El bosque siempre queda más allá: literalmente, los árboles no nos dejan ver el bosque. Elegimos una senda, y el bosque se concreta y va cambiando a medida que avanzamos, nuevos árboles sustituyen a los que van quedando atrás. Pero el bosque siempre queda más allá, va retrocediendo ante nuestros pasos y permanece siempre distante y misterioso.


A medida que avanzamos por la espesura se nos ofrecen nuevas sendas, nuevos caminos que podríamos tomar, nuevas posibilidades que prometen árboles nuevos, nuevas perspectivas. Pero no podemos tomar más que uno cada vez. El bosque promete paisajes y vistas que nunca estarán ante nosotros: elegir es renunciar. Los árboles abandonan la penumbra para hacerse patentes, y desaparecen luego a nuestra espalda. Las posibilidades que tenemos delante son el resultado de las decisiones que tomamos antes, cada vez que una nueva senda se abría ante nosotros. Hemos ido haciendo real –realizando- uno de las caminos que se nos ofrecían, y, así, nos encontramos ante nuevas opciones que antes no teníamos.

Es una de las posibilidades que había de pasear por ese bosque, pero posibilidades quedan muchas: cada paseante realiza la suya, y ninguno las agota todas. Descubrimos tantos bosques como paseantes. Las posibilidades son siempre diferentes y nuevas, enriquecen nuestro conocimiento del bosque. Y la voluntad, que opta en cada encrucijada por una u otra vereda entre los árboles: concreción y pérdida a la vez. 

 El paseo por el bosque nos sirve como imagen de la vida humana: un conjunto de posibilidades, enormemente amplio pero inconcreto al comienzo de la vida, todas ellas irreales aún. Vivir es ir realizando algunas de ellas y obliterando otras; viejas posibilidades que no lo son ya, y otras nuevas que surgen ahora ante nosotros. Ninguna vida realiza todas las posibilidades que se le ofrecen. Pero el número de ellas que se concreta es muy distinto de una vida a otra, y de eso depende su riqueza, su intensidad, su menor o mayor plenitud: la vida es lo que hacemos y lo que nos pasa.

 Pero la imagen del bosque es, al mismo tiempo, inadecuada, porque deja la impresión de que las posibilidades estaban ya “ahí”, latentes, esperando sólo un paso en la dirección adecuada. La vida humana es más que eso: es autodeterminación, “autocreación”, realización de lo que antes no existía ni siquiera como posibilidad. La vida humana transforma la realidad y “da de sí” posibilidades radicalmente nuevas, nacidas de los actos libres del hombre que rompen la cadena de causalidades y suponen una innovación radical, el comienzo de una nueva cadena de causas.

Y están los otros, los que encuentro en mi vida y pasan a ser un ingrediente fundamental de ella, que forman, literalmente, parte del proyecto en que mi vida consiste, y cuya ausencia supondría un cambio sustancial –de la sustancia- de mi vida. “Yo ya no soy yo, ni mi casa es ya mi casa”, resumía Julián Marías recordando a su esposa tras largos años de viudedad.

Ésa es la riqueza de la vida humana: la amplitud de posibilidades que puede realizar. Ninguna vida está ya decidida, y la riqueza que encierran en forma de latencia es incalculable, incomparable con ninguna otra forma de realidad: solo la vida humana se determina  a sí misma, creando su propia riqueza a medida que se despliega. No debemos permitirnos degradarla, “cosificarla” y despreciarla como algo ya conocido, ya realizado: nuestra respuesta ante cada vida humana sólo puede ser un sí agradecido y esperanzado. Eso es lo que celebramos el Día Internacional de la Vida.

sábado, 28 de septiembre de 2013

SALIMOS PERDIENDO



Pasamos unos días de descanso en un pequeño pueblo del interior. Apenas unos centenares de casas apretadas bajo el sol. Al caer la tarde acaba el encierro preventivo al que obligan las altas temperaturas, y salimos a dar nuestro paseo.  Nos acercamos a un escaparate: lienzos de diferentes tamaños y estilos, fotografías de época, acuarelas, pasteles, óleos,…marcos sencillos, apenas unas regletas para confinar la belleza, y marcos reduplicados, tallados, artísticos, en los que parece que el contenido es el pretexto para exhibir la propia belleza del  marco. Todo, presentado con esmero, casi con mimo, porque la excelencia hay que resaltarla sobre el fondo. Se cuida el detalle, se nota el cariño con que tratan aquí a la obra de arte. 

Los seres humanos somos así: necesitamos señalar con detalles de especial cuidado lo que nos parece importante, lo que destaca sobre el resto: es una forma de marcar diferencias, de mostrar nuestro aprecio al valor que encierran. Si en ese establecimiento apareciese un rótulo en el que se leyese “fábrica de cuadros” parecería que el objeto quedaba degradado, que quedaba descartado como arte, reducido a mercancía: sería la confesión de que habríamos perdido la facultad de reconocer su valor original, lo que lo hace irrepetible y nos enriquece. Fabricar es igualar por abajo; es producción en serie, homogeneidad difusa, multitud indiferente: nada hay especial, desaparece lo excelente, lo que destaca, lo valioso; ¿quién se atreverá a decir que Velázquez, que Caravaggio, que Goya, fabricaban cuadros?  

Por eso, cuando he leído que Carl Djerassi, el creador de la píldora anticonceptiva, contempla un futuro en el que la generación humana habrá quedado completamente desvinculada de la sexualidad -sexo estéril por un lado, fecundación in vitro por otro- he sentido un escalofrío, una impresión de empobrecimiento radical. Que ha dejado paso pronto a una profunda compasión.

         Compasión, en primer lugar, hacia el propio Djerassi,  que se declara así insensible para reconocer en el origen de la persona otros elementos que no sean el hecho puramente zoológico del placer y el estrictamente celular de la fecundación. En el camino se ha perdido el único elemento que introducía la dimensión personal: el momento de intimidad y de entrega de dos personas que se aman con un amor que va más allá de sí mismo y que es capaz de dar de sí nada menos que a una persona nueva, distinta, irreductible a ellas: una innovación radical, un amor creador. Por eso, si se piensa bien, sus palabras suenan a cadena de montaje, a un proceso  mecánico, sin “alma”. Y por eso puede desensamblar sus componentes y considerarlos por separado. 

Pero compasión también hacia esa improbable sociedad en la que la continuidad de las generaciones tuviese lugar así. Se me dirá que da igual, que eso ya ocurre ahora y que es poco importante, que la nueva realidad personal acabará surgiendo de todas formas. Sí, es verdad que eso ya ocurre ahora. Pero es la excepción, el suceso raro. Convertir la excepción en norma cambia el amor originante por un proceso técnico, artificial, “fabril”, que no cuadra bien con el nivel de excelencia que corresponde a la persona humana. Un acto medido en todos sus puntos para alcanzar el fin que se persigue: nada queda al azar, el resultado asegurado, la exactitud a salvo de imprevistos, el dominio absoluto del hombre sobre…¡el hombre!

Y es verdad también que la realidad personal acabará surgiendo, de todas formas, de ese proceso. Pero en su origen se habrá introducido algo que es "menos digno" de él que la intimidad de aquel amor entregado. ¿Y eso es muy grave? No, no es muy grave. Hasta que imagino que podríamos estar hablando de mí, o de un hijo mío. Y entonces lo comparo con el cuidado amoroso que recibía la excelencia en un taller olvidado de un pueblucho olvidado.

         Salimos perdiendo


martes, 4 de junio de 2013

PRESIONES SOBRE BEATRIZ



Beatriz tiene un hijo de 18 meses y otro en camino. Que está embarazada, quiero decir: en camino estamos todos. Tiene, además, una enfermedad crónica, lupus eritematoso, pero eso no ha impedido un nuevo embarazo. En realidad, el lupus ya estaba ahí cuando quedó embarazada de su hijo mayor. No es un impedimento grave. De hecho, la gestación supone cambios en el cuerpo de la madre que alivian los síntomas directos del lupus. Es verdad que, en evoluciones largas, pueden sobrevenir complicaciones que requieran más cuidadosa atención durante el embarazo, pero no parece ser ése el caso de Beatriz, que ha alcanzado la semana 27ª sin graves dificultades. Como, por otra parte, era de esperar, dado que su anterior embarazo es tan reciente que no ha dado tiempo a la aparición de complicaciones por cronicidad. 

Pero algunas voces se han apresurado a advertir sobre el peligro que corre la vida de Beatriz, y todos nos sentimos conmovidos por la situación de esta joven mujer que se expone a una muerte cierta si no desiste de llevar adelante su embarazo. Y Beatriz, la primera. Ella no sabe medicina, ella sólo sabe lo que le dicen: que, si no aborta, morirá. No quiere abortar, pero no quiere morir. No quiere morir, pero no quiere abortar. ¿Cómo escapará de ese nudo? 

Conviene separarnos un poco para tener algo de perspectiva, para poder ver las cosas mejor, y en su totalidad. Lo que contemplamos entonces es lo siguiente: Beatriz ha alcanzado la semana 27ª: su hijo es viable, puede nacer con garantías y comenzar su vida extrauterina. No en otro país, no con otras condiciones sanitarias: es viable allí, en El Salvador, donde está ahora Beatriz. De hecho, su hijo mayor nació tras 26 semanas de gestación: una menos. Por lo tanto, no se trata de ficción o de un deseo: es un dato objetivo. 

Es verdad que hay otro dato objetivo: el niño que crece dentro de ella está enfermo. Y morirá sin remedio. Como yo, como todos. Pero él, quizá antes que todos nosotros. Beatriz siente a su hijo crecer y moverse dentro de ella. No quiere que muera. Morirá, pero Beatriz no quiere que muera. Morirá “superiormente a ella”. ¿Qué haría cualquier madre, cualquiera de nosotros, si supiésemos que alguien a quien queremos morirá en poco tiempo? ¿Aceleraríamos el tránsito? ¿No lo cuidaríamos con mimo y procuraríamos aprovechar el tiempo que quede, bebernos cada minuto? 

El amor consiste en eso –el amor consiste también en eso-: entre matar despedazando –o quemando con solución salina- y cuidar atendiendo a su bienestar y a su dignidad hasta que sobrevenga la muerte, no se plantea la duda. 

Entonces, ¿por qué ha estado Beatriz en esa alternativa? Si el embarazo complicaba su porvenir, el parto era una salida sin riesgos para ninguno de los dos implicados, ¿por qué se ha peleado para que, en vez de eso, consienta en abortar? ¿Alguien creía en serio que un parto bien atendido, o, llegado el caso, una cesárea, suponía para Beatriz más riesgos que los que implica un aborto, especialmente dadas sus condiciones de salud?  ¿Hemos estado hablando, de verdad, de lo que sería mejor para Beatriz? ¿Por qué el grupo de abogados que presentó la solicitud afirmaba que estaba “en riesgo de muerte inminente”? ¿Ignoraban esos abogados que tal riesgo no existía? Porque, en ese caso, no podemos fiarnos de lo que nos digan. ¿O no lo ignoraban, sino que fingieron ignorarlo? Porque, entonces, menos todavía podemos fiarnos de lo que nos digan. 

En esto ha quedado la historia de Beatriz, una historia que ha dado la vuelta al mundo como bandera del movimiento abortista antes de comprobarse que todo era una farsa, un bluf, una falsificación. Pero, también, una historia para recordar. Cervantes llamaba a la historia “testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo porvenir”. 

Pues eso.

martes, 26 de marzo de 2013

EL TÚNEL DEL TIEMPO


 La imaginación de los escritores y de los guionistas de cine y televisión ha reparado a menudo en el atractivo de un viaje en el tiempo que nos permita viajar al pasado, con la esperanza de modificarlo y cambiar así nuestro presente. Como una versión actual de esas historias, Mario Costeja mantiene ahora una batalla jurídica con Google para evitar que el buscador continúe señalándolo como el esposo y deudor que fue y que hace quince años que ya no es. Espero que consiga su objetivo y que se libere de la pesadilla que lo tiene ahora en los titulares de los periódicos, pero, más allá del fin de esa historia, la noticia me ha hecho pensar. ¿El pasado nos persigue? Desde luego, se hace presente, pero no sé yo si lo que hace es perseguirnos, y no otra cosa. 

Somos hijos de nuestras decisiones, ésa es la cuestión. Con cada paso que damos decidimos el punto desde el que daremos el paso siguiente, nada de lo que hacemos resulta indiferente. Ahí reside la trascendencia de nuestros actos. La ilusión de permanecer en el punto de partida no es más que eso: una ilusión. Nuestro pasado nos condiciona, no somos Adán sin pasado;  el mismo Adán tuvo pronto un pasado a sus espaldas, y un pasado que le condicionó decisivamente. El punto en el que nos encontramos es siempre el resultado de las decisiones que tomamos antes.

Pero también es ilusoria la pretensión de actuar sin consecuencias, de movernos sin avanzar, sin abandonar el punto de partida. No es posible quedarse ahí, porque cada decisión que tomamos nos acerca a uno de nuestros futuros posibles -pero todavía irreales- y nos aleja de los demás; nuestra vida se va abriendo a unas posibilidades pero también se va cerrando a otras: también cerramos camino al andar. 

No, no creo que nos persiga el pasado. Lo que creo es que el pasado está incrustado en nosotros, lo llevamos puesto, forma parte de nosotros y no podemos sacudírnoslo de encima. El pasado es “lo que pasó”, sí. Pero "pasó" no significa que una vez fue y ya no es; lo que significa es que una vez ocurrió y ya no puede no haber ocurrido. De modo que, en lo que verdaderamente importa, no podemos borrar nuestro pasado. Nadie vuelve atrás. 

Ni siquiera de los pasos que dimos en falso, de los que nos arrepentimos y querríamos que no hubieran tenido lugar, podemos volvernos atrás. Arrepentirnos no borra el pasado, al contrario: el arrepentimiento sólo es posible si nace de la revisión de nuestro pasado y de nuestra solidaridad con aquél que éramos entonces, el mismo que ahora rechaza aquella decisión.

Si la vida es un asunto serio es precisamente porque con ella nos vamos dibujando a nosotros mismos, vamos definiendo nuestros rasgos, constituyéndonos. Y no dejamos de ser el que fuimos: lo que fuimos una vez no es posible ya no serlo, seguimos siéndolo ahora, al menos en esa forma particular de serlo que consiste en haberlo sido. “He quedado presente sucesiones de difuntos” decía Quevedo. Y no, no hay viajes en el tiempo.

domingo, 29 de julio de 2012

MEJOR ERA CUANDO DECÍAS QUE TAMBIÉN ME QUERÍAS

   


El Dr. Esparza, tras cuarenta años ejerciendo la cirugía infantil, ha publicado un artículo en el que se manifiesta a favor del aborto provocado a los fetos con malformaciones conocidas[1]. Pone sobre la mesa un asunto de enorme trascendencia médica. Es verdad que hoy en día se pueden diagnosticar intraútero muchas enfermedades que conllevan una vida de sufrimiento y dependencia, no sólo del enfermo, sino, también, y quizá tanto o más, de su familia, y cuyo tratamiento no es curativo en el momento actual. Se trata de una cuestión delicada en la que fácilmente se entremezclan los sentimientos con la razón. Pero dicho esto, quisiera hacer aquí algunas consideraciones al respecto.
Conociendo el sufrimiento que la enfermedad acarrea al paciente y a los que le quieren, y sabiendo como sabe que las soluciones actuales son parches incompletos, el Dr. Esparza nos ofrece una única salida posible para escapar al dolor: abortar al enfermo antes de que nazca. Y la opinión pública, que sintoniza fácil y rápidamente con los sentimientos de esas familias afectadas, se desliza espontáneamente a apoyar esa petición.
En un momento del artículo, el Dr. Esparza, poniendo un ejemplo, da a entender que desde la aprobación de la ley del aborto se ha producido un descenso en la incidencia de la espina bífida en España. No es exactamente así. De hecho, los abortos se han realizado sobre aquellos fetos a los que se había diagnosticado esa enfermedad. Es decir, que no es la incidencia de la enfermedad lo que ha disminuido; lo que ha disminuido es la esperanza de vida de esos enfermos.
Porque el Dr. Esparza plantea la cuestión de un modo que hace perder de vista el verdadero centro de atención. Si nos acercamos con compasión a esas situaciones, en seguida vemos que lo que hay que hacer es suprimir la causa del dolor. Pero puede parecer que la causa del dolor de la familia es el paciente y ese error lleva a pensar que suprimir la causa del dolor es suprimir al paciente. En cambio, si aplicamos nuestra compasión al enfermo, lo que procuraremos es aliviarle o evitarle sufrimientos en la medida que nuestros conocimientos y nuestra técnica nos lo permitan. Que es, justamente lo que el Dr. Esparza confiesa haber estado haciendo durante sus años de actividad profesional. Y entonces se pone de relieve una cuestión que no habíamos considerado: que hay dos formas de acabar con una enfermedad: vencer a la enfermedad o acabar con los enfermos. Pero no son equivalentes.
La réplica de Javier Mª Pérez-Roldán[2] al Dr. Esparza me traía a mí a la cabeza una vieja escena que comenté en otra parte: una madre empujaba el carrito de su hijo, aquejado de parálisis cerebral: retorcido, tembloroso, emitiendo sonidos confusos y cayéndosele un hilo de baba. Una mujer, a su lado, exclamó al verlo: “Pobrecillo, más valía que se muriera”. El niño logró hacerse entender con suficiente claridad: “Muérete tú, idiota, que yo no quiero”. Ahí está la clave: ¿a quién beneficiamos abortando a los enfermos? Determinar cuándo prefiere morirse el otro es un ejercicio altamente arriesgado.
Pero, en el fondo, lo que subyace es una antropología que cataloga las vidas humanas en “dignas” e “indignas”. Un hombre, o un grupo de hombres, se sienta y dictamina: “Esta vida –la vida de otro ser humano, no lo olvidemos- es indigna de ser vivida; así, pues, matémosla”. Esto vale también para quienes consideran que la vida de un feto no es una vida humana: “Esta vida, que si la dejamos continuar se convertirá en un vida humana, se convertirá en una vida humana indigna de ser vivida; es mejor que muera ya”. Nos olvidamos de que nadie es indigno de vivir: ni siquiera los terroristas, como reconoce nuestra legislación. Aunque sí hay personas que viven en condiciones indignas. Y lo que hay que hacer entonces es corregir, o aliviar, esas condiciones: que no siempre sea posible no autoriza a afirmar que, en vista de eso, ya no son dignos de vivir.
Con todo esto no quiero decir que no haya nada que hacer: ya se habrá entendido que hay que curar al enfermo de su enfermedad principal -si es posible- y de las complicaciones que vayan surgiendo. Y no es necesario añadir que no se debe dejar sola a la familia en esta situación, que el deber del Estado es atender las necesidades de sus ciudadanos y actuar subsidiariamente cuando así se requiera. Pero en ningún caso puede afirmarse una contradicción: la compasión no quita la vida, sino que la cuida hasta su final.


 
[1]  http://sociedad.elpais.com/sociedad/2012/07/24/actualidad/1343153808_906956.html


viernes, 16 de marzo de 2012

NO MATES A NADIE



José María Gironella, nacido en una familia humilde el último día de 1917, llegaría, después de desempeñar diferentes oficios, a ocupar un lugar destacado entre los escritores españoles del siglo XX. Pero en enero de 1937 no es más que un muchacho de diecinueve años recién cumplidos con proyectos vagos que asiste al trepidar de la guerra a su alrededor y siente que su vida corre peligro. Toma entonces una grave decisión: abandonar el hogar familiar. Una noche, a escondidas, sale de la ciudad de Gerona y se dirige, evitando lugares poblados y caminos francos, a los Pirineos. Su padre lo acompaña durante las primeras horas, pero al acercarse el día ha de regresar a la casa familiar. Se abrazan emocionados en silencio, y se separan. José María se interna en los montes y en la soledad, en la incertidumbre y la nostalgia, en la esperanza y el temor. De pronto, descubre un papel doblado en un bolsillo de su pantalón. Al sacarlo reconoce la letra de su padre, que lo colocó ahí sin que él se diera cuenta. Y lee: “Ten mucho cuidado, hijo mío. No mates a nadie. Tu padre, Joaquín”.

Todavía después de setenta y cinco años, este mensaje sorprende y desconcierta. La sociedad estaba desquiciada, y la violencia –y la muerte- formaban parte del paisaje común, estaban al alcance de cualquiera que se sintiera afrentado o amenazado. Se diría que el primer consejo de un padre en esas circunstancias debería ser: “Ten mucho cuidado, hijo mío, que no te maten; salva tu vida a cualquier precio. Y regresa sano y salvo a casa.” Pero a Joaquín le pareció más importante evitar que su hijo matase a nadie, porque conocía el valor de la vida, y sabía que matar deliberadamente era abdicar de algo profundamente humano que está en el mismo origen de cada uno de nosotros. Parece ser que Joaquín quería evitar que su hijo regresara con el alma muerta y el corazón convertido en piedra.

La vida humana, ese “máximo valor” que se nos olvida de tanto manosearlo. Hay que recordarlo de vez en cuando. De todo lo que existe en el universo, la vida humana es lo único que no está “escrito” ya, lo único que puede llegar a ser completamente diferente de lo que conocemos, impredecible siempre, imprevisible, capaz de sorprendernos siempre con una pirueta para dar de sí algo distinto, siempre más rico, siempre más valioso. ¿Quién puede decir cómo será nadie mañana? El futuro está abierto e indeterminado ante nosotros. Un abanico de posibilidades en cada vida humana, un abanico de futuros por decidir. La mayor potencialidad conocida, la mayor abertura hacia adelante. Nada está ya completamente decidido, siempre queda el resquicio para la novedad, para el salto a otro orden. Nuestro mayor regalo, nuestro mejor momento.

Pero todo eso puede pasar desapercibido a los ojos inatentos. A un matrimonio con dos hijos le han dado en acogida a un niño pequeño, sin visión en un ojo y con parálisis de medio cuerpo. Unos meses más tarde, la profesora de su hermana adoptiva plantea en clase la hipótesis de un embarazo con malformación del niño, y pregunta: “¿Qué se podría hacer? ¿qué haríais vosotros?”. La niña responde: “Sería como mi hermano”. Silencio. Luego, preguntan. Aprenden toda la riqueza que el amor descubre en ese niño.

El amor, ésa es la cuestión. Nunca se habla de eso, pero está en nuestro mismo origen: cada uno de nosotros es confiado, desde el mismo comienzo de la vida, al amor de otras personas. Ahí está lo propiamente humano. El amor nos recibe y nos sostiene, y es la única actitud adecuada para acercarnos a los demás. No se trata de saber si es humano el otro –el feto, el incapacitado, el enfermo-, sino si somos humanos nosotros, si conservamos la capacidad de dar amor. Se divulgan muchas indicaciones sobre la mejor forma de atender al necesitado. Sobran todas. Lo único que hace falta es quererlo, tratarlo con cariño, con calidez, con cercanía; la vieja “regla de oro”: trátalo como quisieras ser tratado tú. Porque es lo único que encontramos verdaderamente valioso en nuestras vidas: el amor de los demás. El amor germina en nosotros y nos hace crecer, es nuestra razón de ser. Ante una vida sin amor decimos "esto no es vida". Es verdad: la vida sin amor no es más que biología.

El Día Internacional de la Vida no es un día para la oposición, para la negación, para manifestarse “contra” nada; es un día para manifestarse “a favor”, es la fiesta de la alegría, el agradecimiento por el mejor regalo. Y es el compromiso por cuidarla, porque los regalos no se desprecian ni se maltratan: se cuidan, se conservan y se miman.

martes, 21 de febrero de 2012

EL AUGE DEL PRIMITIVISMO

  

Nos cuesta apreciar lo que tenemos, ya lo sabíamos. Pero o aprendemos a valorarlo, o acabaremos por perderlo. Es el caso del nivel desde el que ahora vivimos, que no es fruto espontáneo de la naturaleza, sino la consecuencia del trabajo y el tesón de los que nos precedieron. Nosotros tenemos la responsabilidad de, por lo menos, conservarlo sin deterioro. Todo eso que tan frecuentemente oímos acerca de la “conservación del medio ambiente” y de “¿qué planeta vamos a dejar a nuestros hijos?” debemos aplicarlo con más afán aún, porque es infinitamente más precario y frágil, al medio ambiente científico y técnico, que nos ha traído desde Altamira hasta aquí: un viaje tan trabajoso que dudo yo de que ni siquiera los más sinceros ecólatras estén dispuestos a sacar billete de vuelta.

No tengamos tanta prisa en exaltar la vida natural antes de pensar despacio lo que vamos a decir, porque alguien podría preguntarnos qué significa eso de la vida natural: ¿estamos dispuestos a irnos a vivir a una cueva y a cubrirnos con pieles? Durante unos años se ha extendido la creencia de que la práctica de las vacunaciones atenta gravemente contra la vida natural, que, nos dicen, tienen sus propios recursos para salir adelante. Lo malo es que no se ve muy bien qué razones podría tener "la naturaleza" para preferir favorecerme a mí en vez de al virus del SIDA, pongo por caso. O del sarampión, que es ahora de máxima actualidad. Cuando las primeras familias de inconformistas decidieron desengancharse de los programas de vacunación pudieron mirar alrededor con una sonrisa de suficiencia: no se habían vacunado y, sin embargo, no enfermaban, exactamente lo que vaticinaba su doctrina de la "defensa natural”.

Estaban engañados, pero eran incapaces de aceptar los razonamientos de la medicina tradicional. Y la explicación era muy sencilla: estaban, efectivamente, protegidos contra esas enfermedades, pero no por una "defensa natural", sino por un cordón sanitario formado por toda la población restante que sí estaba vacunada y que actuaban como cortafuegos que impedía a los agentes infecciosos llegar hasta él. Hasta él, que tan alegremente había renunciado a mirar el riesgo que corría.

Era un espejismo, pero un espejismo que reclutaba partidarios nuevos cada día. Y nadie escuchó a los expertos. "Los médicos no saben Medicina", era la conclusión. Es verdad: hay muchas sombras en la Medicina, muchas preguntas aún sin respuesta, y muchas incertidumbres que probablemente nunca llegarán a ser certezas. Pero aun con todo eso, los médicos siguen siendo los que más Medicina saben, y es una temeridad despreciar las enseñanzas de 2500 años de historia para volver a los chamanes y a la doctrina de los cuatro humores, porque ése es exactamente el billete que nos devuelve a Altamira. Ahora, cuando se han multiplicado los "huecos" de ese cortafuegos defensivo y la enfermedad ha llegado hasta nosotros, nos echamos las manos la cabeza. ¿Por qué no pensamos las cosas antes? Reconstruir ahora ese cortafuegos es, desde luego, más laborioso, más caro y más lento que echarlo abajo despreocupada e irresponsablemente.

El caso de las vacunas es un buen ejemplo, pero no es el único. Acabamos de conocer la triste noticia de la muerte de Caroline Lovell, conocida por su encendida defensa de los partos a domicilio: ha muerto tras dar a luz a su hija Zahra en su casa de Melbourne. No se puede evitar sentir rabia mezclada con una honda tristeza por esa mujer a la que una idea romántica del parto ha podido costarle la vida. Y sobrecogidos aún por esta dramática noticia, nos llega un estudio que publica American Medical News en el que comparan esta práctica con la del parto hospitalizado a partir de la experiencia en los EE.UU. Es verdad que el parto en casa no es ya lo que ha sido durante milenios, y la atención sanitaria en esos momentos puede en muchos aspectos trasladarse hasta el hogar de la mujer, haciendo de esos momentos un acontecimiento más cercano, cálido y acogedor. Pero claro está que no es equivalente a dar a luz en un entorno hospitalario, y las mujeres que pueden acudir al hospital parten ya con ventaja. Por eso se selecciona cuidadosamente a las madres que serán asistidas en su casa: las mujeres que tienen embarazos tórpidos o complicados y las que tienen hogares problemáticos son derivadas siempre a los hospitales; sólo las madres con todos los datos a favor son asistidas a domicilio. Bueno, pues a pesar de esa selección, el índice de recién nacidos muertos en los primeros días de vida es el doble entre los nacidos en casa que entre los nacidos en el hospital. Es verdad que es un índice muy bajo: dos de cada mil frente a uno de cada mil. Pero es el doble. Es decir: la mitad de ellos se habría salvado si el parto hubiera tenido lugar en el hospital

Son dos noticias que deberían hacernos pensar. A la hora de rechazar lo que hemos conseguido al cabo de los siglos tenemos que saber bien a qué renunciamos y qué es lo que hemos preferido. Recorrer un camino alegremente no significa que ése sea el camino más adecuado. Especialmente si va a convertirnos en nuestros antepasados.

miércoles, 30 de noviembre de 2011

EL SUEÑO DE LA RAZÓN

La Federación de Mujeres Progresistas ha hecho público un informe en el que se recogen los resultados de una encuesta entre jóvenes, “que consideran propias de las chicas, en su mayoría, la ternura y la comprensión, mientras que los chicos se caracterizan por la agresividad y la valentía”. El dato preocupa a la responsable del programa Igualdad, Eva López Reusch, para quien admitir diferencias entre hombres y mujeres es lo mismo que aceptar como natural la violencia machista.

No debe pensar lo mismo Diego Urbina, uno de los participantes en ese simulacro de viaje a Marte que ha durado 520 días y que ha mantenido aislados a los seis participantes, todos ellos, varones. Diego declaró al comenzar la experiencia: “Las mujeres tienen esa facultad de hacer que la sonrisa venga a nuestra cara. Eso va a faltarnos”.

Sin unos conocimientos psicológicos especiales, pero atento a la realidad, Diego Urbina ha dado con la clave que explica el persistente fracaso de esos programas que parten de la idea de que los hombres y las mujeres somos iguales. Porque esa idea, que procede de la Revolución Francesa, está muy bien, pero a condición de entenderla muy bien: lo que afirma es que hombres y mujeres somos iguales en dignidad, iguales ante la ley. Nada más. Suspender la frase a mitad de camino y afirmar que los hombres y las mujeres somos iguales (y punto), es salir de la realidad para entrar en la fantasía, en esa clase de fantasía que llamamos ideología. Por eso, es ésa una igualdad que no toman en serio ni siquiera los que la predican; de ahí las cuotas en las listas electorales, por ejemplo.

Pero como creen deseable esa igualdad, ahora les ha dado por considerar que la innegable desigualdad existente está provocada por factores externos, adquiridos, producto de la educación recibida, y se proponen acabar con ella. Es un error, y no promete ninguna mejora de la situación, porque la realidad es la realidad, y no puede desistir, de modo que acaba vengándose del que la ignora. Hasta para modificarla, como pretendemos en este asunto de la violencia machista, debemos tenerla en cuenta y partir de ella.

Es verdad que en diferentes momentos y culturas varía el contenido de los papeles masculino y femenino, pero siempre se mantiene esa relación que orienta al hombre hacia la mujer, y viceversa. No hay igualdad, sino equilibrio, que es otra cosa; un equilibrio dinámico hecho de desigualdad y tensión. Que, como es equilibrio, mantiene a ambos a la misma altura, y como es dinámico, cualquier cambio en uno de los brazos de la balanza produce cambios en el otro.

Por razones puramente biológicas que son largas de explicar, pero que hunden sus raíces en las primeras semanas de vida embrionaria, los cerebros –y las mentes- del hombre y de la mujer son distintos, y tienen sensibilidades y tendencias distintas. El hombre y la mujer son formas diferentes de vida humana, y ninguna de ellas se puede reducir a la otra: cada uno tiene sus aptitudes y sus talentos; sus disposiciones, sus valores y su forma de ver el mundo que les son propios. Eso es justamente lo que hace que las relaciones mutuas estén teñidas de una tensión, de una expectación, de una incertidumbre, que no se dan cuando esa relación tiene lugar entre personas del mismo sexo, y que hacen posible la ilusión, esa sonrisa de la que nos habla Diego Urbina y que está en el origen del amor.

Recientemente declaraba Paolo Conte: "Nunca me he dejado influir por la realidad; he mantenido la comodidad del sueño, de la fábula”. Ésa es la cuestión: dejarse influir por la realidad, o mantenerse en un sueño. Con todas sus excepciones -que son precisamente eso: excepciones- las relaciones entre hombres y mujeres son generalmente de atracción y entusiasmo, y lo son, precisamente, por la diferencia existente entre ellos. Una diferencia que sólo inquieta a quienes, como Paolo Conte, sustituyen la realidad por un sueño. Porque, como ya sabía Goya, el sueño de la razón produce monstruos.

miércoles, 2 de noviembre de 2011

LAS VERDES PRADERAS


Nos dicen que la población mundial acaba de alcanzar los 7000 millones. Por tener un punto de referencia: a principios de los 60, cuando mataron a Kennedy, éramos la mitad que ahora. Y en 1900, la cuarta parte: la población mundial se duplica cada 50 años. Ya estábamos avisados: los sabios que leyeron a Malthus con provecho nos advirtieron ya desde los años 70 del peligro de desabastecimiento que se nos echaba encima: la tierra no da para más, no se puede alimentar a tanta gente, hay que cortar ya.
El objetivo era disminuir la población, y nos pusimos a ello. Empezamos a hablar de “control de natalidad”. Bueno, lo llamábamos “control de natalidad” pero, en realidad, queríamos decir “supresión de natalidad”, claro: “controlar” significaba “impedir”, a nadie se le ocurría controlar promoviendo: ¡éramos tantos ya…! Y llegaron los anticonceptivos, y, en seguida, el aborto, las formas más eficaces –y silenciosas- de suprimir bocas. Y también las más capitalistas, porque esas bocas no solamente consumían riqueza sin crearla, sino que, además, mantenían ocupados a unos padres que bien podrían dedicarse a otra cosa. Así que era un procedimiento sencillo que servía tanto para eliminar comensales como para liberar manos asalariadas: matábamos dos pájaros de un tiro.
Pero no todos fueron tan sensatos. Hubo países que se resistieron a disminuir su población y continuaron creciendo desbocada e insolidariamente, de modo que, a pesar de los esfuerzos de Occidente por apagar el incendio (en los años 70 el Informe Kissinger ofrecía ayuda a los países del Tercer Mundo que pusiesen en marcha medidas para disminuir su población), hoy, cuarenta años después de aquello, estamos como estamos: en 7000 millones de habitantes.
El número 7000 representa también el valor de la densidad de población de Singapur, uno de los núcleos más densamente poblados del mundo: 7000 habitantes por kilómetro cuadrado (por comparar con algo conocido, la densidad de población del área metropolitana de Madrid es de 2600 habitantes por kilómetro cuadrado). Es mucho, es verdad -no hay más que echarle un vistazo a Singapur-, pero ahí están. Y el ejemplo es singularmente adecuado porque nos permite un cálculo fácil: si ahora somos 7000 millones, eso quiere decir que si reuniésemos a toda la humanidad hasta alcanzar una densidad de población homogénea de 7000 habitantes por kilómetro cuadrado ocuparíamos una superficie de un millón de kilómetros cuadrados. Un millón de kilómetros cuadrados: dos veces la superficie de España, menos que la suma de los territorios de España y Francia.
Esta era la superpoblación mundial que nos tenía contra las cuerdas: España y Francia con la densidad de población de Singapur, y todo lo demás, vacío. Vacío, es decir, disponible para explotaciones agrícolas, ganaderas y mineras, para reservas naturales,… ¡hasta para parques temáticos de dimensiones continentales habría sitio! No, la verdad es que no parece que esté cercano el día en que la tierra agote sus recursos. Se diría, más bien, que hemos sido víctimas de una ilusión, de un espejismo, que hemos estado huyendo de fantasmas. Que nos han engañado, vaya.
Y ahora somos viejos y estamos solos. Nuestras finanzas se evaporan, se agota la ilusión que se sostuvo sobre nuestra riqueza y nosotros mismos, sin dinero ya y sin gente, buscamos la salvación -¡caramba, qué coincidencia!- en los países con mayor población del mundo, porque son los únicos que disponen de la fuerza necesaria para sacarnos del hoyo: lo que los políticos llaman “recursos humanos”, el “capital humano” de los economistas: o sea, la gente, el único recurso que pone en marcha todos los recursos, y del que tan alegremente decidimos prescindir hace tantos años.
¡Qué cosas!: nos hemos empeñado durante cuarenta años en disminuir la población para acabar con el hambre y ahora va a resultar que sólo gracias a los países de mucha población vamos a evitar que el hambre acabe con nosotros.

martes, 20 de septiembre de 2011

LA MEMORIA ESTÁ EN LOS BESOS

Adolfo Suárez, Presidente del Gobierno en una época crucial de España, pasea por el jardín de la casa que le sirve de cobijo y de claustro. Quienes lo ven le recuerdan como la persona que propició la Reforma Política tras la muerte de Franco, legalizó el Partido Comunista y coordinó la elaboración de nuestra Constitución. Pero él no recuerda ya nada de eso, la demencia se instaló en su vida para borrar el pasado y el futuro, y vive ahora náufrago del tiempo y ajeno a su propia vida. A su lado caminan Fernando Alcón y su esposa, María José. Fernando, amigo desde la infancia, asesor y confidente, continúa visitándolo, como hacía cuando eran estudiantes, y como siguió haciendo cuando Suárez llegó a la Dirección de RTVE, durante su Presidencia y después del retiro de la política activa. Una amistad de medio siglo largo, un afecto que permanece en pie más allá de los vaivenes de la vida. Siguen visitándolo a pesar de que él no sabe ya quienes son, ni recuerda haberlos visto antes. Se despiden ya, y en la puerta buscan en su mirada al amigo ausente. De pronto, la expresión de Suárez se ilumina, y dice: “No sé por qué, pero os quiero mucho”.

Una de las condiciones de la enfermedad de Alzheimer que más dolorosas resultan es la aparente destrucción de la persona. La enfermedad mina progresivamente las áreas del cerebro que controlan la memoria y la relación con el mundo, y, como ocurre en otras enfermedades neurológicas en estadio avanzado, el enfermo se convierte a los ojos de los que lo rodean en una máscara inexpresiva, dando la impresión de que se ha volatilizado y que de la persona que quisimos no queda más que la apariencia externa vacía de contenido.

Es verdad, la demencia destruye la memoria por parcelas, y progresivamente el olvido borra extensas regiones de la biografía del enfermo. Pero respeta las estructuras ligadas a la vida afectiva, y aunque la expresión de esos afectos está atenuada o desaparece, los afectos mismos perduran incluso cuando no podemos darnos cuenta de ellos. Y no olvidemos que la vida humana –mi vida, la vida de cada uno- más allá de la expresividad y de los recuerdos, es la historia de mi relación con los demás, la historia de mi amor, de mis amores: “no puedo vivir sin mi vida” decimos cuando perdemos un afecto central; “esto no es vida”, cuando nos vemos impedidos para dedicarle el tiempo que nos gustaría.

Por eso es un error considerar que tras la pérdida de la memoria la persona ha desaparecido y que del enfermo “ya no queda nada”. No, la persona que queremos, y el amor con que nos quiere, siguen estando allí, ocultos pero vivos, y esperan la palabra cariñosa, la caricia de unas manos conocidas, el beso que abre su corazón al nuestro. No nos dejemos desanimar por la aparente frialdad con que los recibe, no les dejemos solos en su enclaustramiento. El amor es lo único que da humanidad a nuestra vida, y eso se hace más evidente, y se vuelve más valioso, cuando estamos desprovistos de cualquier otra posibilidad.


lunes, 1 de agosto de 2011

PERDONAR PARA PODER VIVIR

La reciente noticia del perdón de una mujer iraní que ha evitado que el hombre que la cegó con ácido haya sido cegado por el mismo procedimiento ha puesto sobre la mesa, no sólo la heroicidad del hecho en sí, sino la misma posibilidad del perdón.
La primera impresión es que se trata de algo poco natural, de un perdón que contraviene a la propia naturaleza, que está por encima de nuestras posibilidades, que es sobrehumano. Y, desde luego, no podríamos objetar nada si no hubiese concedido ese perdón: al fin y al cabo, todos somos humanos, y el dolor reclama venganza. Estamos en la ley del talión, tan frecuentemente denostada, pero a la que tan bien viene recurrir algunas veces. No olvidemos que la ley del talión, más que rasgo de barbarie, es un indicio de que la barbarie va quedando atrás: pone un límite a la venganza, que, de otra manera, iría multiplicándose en sucesivos viajes de ida y vuelta, hasta hacer imposible toda convivencia, toda sociedad: basta volver la mirada a las guerras de la antigua Yugoslavia, o la que enfrentó a hutus con tutsis en Ruanda, para comprender que la ley del talión nació de la necesidad de sobrevivir a una violencia creciente y feroz.
Pero esta mujer, Ameneh Bahrami, ha ido más allá de la pura limitación de la venganza, y lo ha hecho en circunstancias heroicas. Enfrentada con el horror, oprimida por el horror, ha sabido alejarse de él, dañada pero incontaminada. No es fácil, es casi sobrehumano. Pero es lo único, no ya “bueno”, “honroso” o “noble” que puede hacer: es lo único “saludable” que puede hacer. En primer lugar, porque la alternativa –hacer al otro lo que el otro le hizo a ella- en el fondo, la hubiera puesto al mismo nivel que su agresor: se nos olvida que nuestras decisiones, nuestros actos tienen un efecto en el mundo exterior que puede ser que no nos importe demasiado, pero tienen otro efecto que nos transforma por dentro: cuando robo, cuando torturo, cuando mato, provoco el traslado de una cosa a otro lugar, la presencia del sufrimiento donde no lo había, la sustitución de una persona por un cadáver; pero también me transformo a mí mismo: me convierto en un ladrón, en un torturador, en un asesino.
Hay, además, una razón de máxima importancia práctica. El rencor provocado por el dolor sufrido acaba apoderándose de nuestro corazón y de nuestra voluntad, prolongando el daño, haciéndonos cómplices de nuestro agresor y multiplicando su poder sobre nosotros. No hay adónde huir: nos persigue incansable, reabriendo la herida sin cesar y robándonos la paz y la propia vida. Y ni siquiera devolver el mal nos deja descansar: no hay daño bastante para satisfacernos, no hay medida suficiente para adormecer el corazón, para matar el odio, la rabia perpetuada. ¿Cómo librarnos de esto, cómo volver a vivir y a descansar?
La única escapatoria del dolor es el perdón, que extingue el rencor y limita la duración del daño, que destruye el poder del agresor y nos devuelve la soberanía sobre nuestra propia vida. El perdón –“per-don”- es el regalo sobreabundante que da lo que no se merece, que libera a la víctima de la servidumbre a la que la sometía el resentimiento, que destruye la obra del agresor, que aniquila el mal. El perdón es la última esperanza que le queda a la víctima de sobrevivir a su dolor. ¿Es sobrehumano? No: es la liberación del mal, una condición para alcanzar una vida plenamente humana.

jueves, 5 de mayo de 2011

HABAS CONTADAS

El reciente artículo del señor Cela "Azar y evolución"(1) ha vuelto a poner sobre el tapete la confrontación entre los que se llaman creacionistas y los darwinistas. La cuestión, reducida a su núcleo principal, puede resumirse así: la teoría de Darwin afirma que todas las especies derivan de otra anterior a través de pequeñas modificaciones sucesivas provocadas por la necesidad de adaptarse a un ambiente que está en continuo cambio. Dando esto por sentado, se echa por tierra la teoría que afirma que las especies son el producto de un acto expreso de creación por parte de Dios, y, por lo tanto, quienes adoptan una postura favorable a la idea de creación se sienten en la necesidad de rechazar a Darwin.

Es ésta una cuestión sobre la que habría alguna cosa que decir, porque no es asunto que deba resultarnos ajeno. Lo primero que hay que decir es que no hay que perder la perspectiva: nos dicen los que saben de eso que el universo dio comienzo con una gran explosión que tuvo lugar hace aproximadamente quince mil millones de años. Diez mil millones de años más tarde –cuando ya habían transcurrido dos terceras partes de la historia del universo- se formó nuestro sistema solar, y hace sólo tres mil ochocientos millones de años surgió la vida en la tierra. Primero, en forma unicelular: los fósiles más antiguos que conocemos, denominados “estromatolitos”, y que quizá fueron formas primitivas de vida bacteriana –aunque algunos sabios lo discuten-, son de hace tres mil quinientos millones de años. La teoría de la evolución no trata de explicar el origen de la vida, sino sólo los cambios que han experimentado los seres vivos, y su ámbito se limita, por lo tanto, a la última cuarta parte de la historia del universo: es decir, explicar el origen del universo no entra en el horizonte del darwinismo. No hay, por tanto, oposición entre las ideas de la creación y de la evolución de las especies.

Entonces, ¿por qué se mantiene esa oposición? Pues porque el conflicto no estriba en aceptar o no la idea de creación, sino en que Darwin postula una línea de continuidad ininterrumpida desde las formas de vida más antiguas hasta las actuales y los que se llaman creacionistas pretenden introducir en esa línea puntos de discontinuidad en virtud de los cuales aparecería una especie “ex novo”, es decir, “de repente”, por aparición súbita en el escenario. Pero esta afirmación carece de fundamento científico. Lo más parecido a una aparición repentina es la explosión de formas de vida nuevas que tuvo lugar en el Cámbrico, hace entre 530 y 520 millones de años: en sólo 10 millones de años surgieron al menos 11 de los 20 phyla de metazoos, es decir, de organismos multicelulares, que conocemos. Eso quiere decir que en ese breve plazo aparecieron al menos once planes diferentes de organización corporal, dando lugar a sistemas de locomoción completamente nuevos y a multitud de formas predadoras diferentes que fueron a ocupar nichos ecológicos hasta entonces deshabitados. La razón no puede ser la adaptación al medio, pues tuvo lugar en un ambiente marino homogéneo y en el que no existía presión selectiva alguna. La razón de aquella explosión de formas de vida fue la mutación en los genes reguladores, que son los encargados de decidir dónde, cómo y cuándo han de ponerse en marcha los demás genes. Son lo que determinan que las extremidades surjan a los lados del cuerpo, y no en la línea media; que las extremidades resulten ser brazos y no piernas; que los dedos se formen después del brazo, y no al contrario. Esto hizo que, con los mismos colores de antes, se pintaran cuadros completamente nuevos y distintos entre sí. Ésa es la misión del genoma, ése es su papel: codificar un programa dinámico perfectamente establecido en el que, desde la primera división, se van produciendo, en cascada, cada uno en su momento exacto y en su lugar exacto, cada uno cuando toca, todos los pasos sucesivos hasta realizar el plan que estaba ya completo en la primera célula que tuvo ese genoma.

Esto es ciencia. Decidir que una fuerza exterior obligó a esa línea continua e ininterrumpida a dar un salto en el Cámbrico no solamente no es ciencia, sino que es lo contrario de ciencia. No es ciencia, porque el conocimiento científico no lo avala. Y es lo contrario de ciencia, porque lo que la ciencia dice es precisamente que hay una continuidad expresa en la que cada paso es la consecuencia del anterior y la causa del siguiente.

Y eso está tan firmemente asentado en la ciencia actual que sorprende oír a estas alturas que durante el desarrollo de la forma de vida que llamamos hombre esa continuidad se rompe, y en algún momento todavía no determinado tiene lugar un acontecimiento aún por aclarar que hace que lo que antes no era un ser humano ahora haya empezado a serlo. No hay nada en la ciencia que apoye esta pretensión: lo que la ciencia enseña es que la única innovación que se produce es la constitución del genoma. Todo lo que viene luego ya no es más que desplegamiento de lo que estaba plegado, desvelamiento de lo que estaba velado: habas contadas. Negarlo a estas alturas no es más que volver a un creacionismo injustificado, y, desde luego, algo completamente ajeno a la ciencia.
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