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miércoles, 24 de abril de 2019

LA MUERTE DIGNA Y EL SUICIDIO ASISTIDO


Con la muerte digna nos pasa a todos como con la paz: habría que estar loco para declararse contario a ella. Pero, de la misma manera que hay una paz que sigue a la victoria, y una paz que sigue a la derrota, y una paz que reina en los cementerios, y habría que preguntar de qué paz estamos hablando, también cuando hablamos de muerte digna habría que preguntar qué entendemos por muerte digna, porque podría pasar que nuestro interlocutor no llamase muerte digna a lo mismo que nosotros.

A juicio de nuestros abuelos griegos y latinos, que veían la plenitud de la vida humana en el hombre libre y poseedor de ciudadanía, la presencia de una minusvalía  o una tara incapacitaba para una vida digna del hombre; era, pues, una vida indigna, y el antídoto contra la vida indigna era una muerte digna: arrojarlos por la roca Tarpeya, por ejemplo.

La llegada del cristianismo comenzó a cambiar las cosas: la enfermedad ya no era considerada un castigo divino, la incapacidad no disminuía la dignidad humana, que venía directamente de Dios, y la idea de una muerte digna ya no fue la contraposición a un vida indigna -que no existía-, sino el cuidado humanitario y la preparación física y espiritual del que se acercaba al encuentro con el Padre.

Con las doctrinas utilitaristas del s. XIX y el desarrollo de la idea del “superhombre” volvemos al mundo clásico en la peor de sus facetas: la dignidad de la persona está en función de sus capacidades, y la vida de los discapacitados no tiene el mismo valor que la de las personas sanas, pudiendo llegar a considerarse vidas indignas de ser vividas. Llegado el caso, sería una muestra de compasión empujar a esas personas a la muerte.

Y aquí es donde aparece la eutanasia (“buena muerte”), que pretende ayudar al enfermo terminal a dar pronto el último y duro paso que acabe con sus angustias. En realidad, los que se dedican al cuidado de enfermos terminales constatan sin dificultad que un tratamiento eficaz del dolor, y una adecuada atención psicológica y espiritual –no sólo del paciente, sino de la familia, que sufre también las consecuencias del estado del enfermo- eliminan hasta en un 93-95%  de los casos los deseos de morir del moribundo.

A menudo se presenta a los que se oponen a la legalización de la eutanasia como si fueran partidarios de lo que se ha denominado “distanasia” (“mala muerte”), es decir, favorables a que se aplace por cualquier medio, a la desesperada, y cueste lo que cueste –biológica y económicamente- el momento de la muerte ya inminente del enfermo. Es lo que siempre se ha llamado “encarnizamiento terapéutico”, que es criticado por todos los estratos de la sociedad, y expresamente rechazado, entre otros, por la propia Iglesia Católica.

Porque se ofrece la eutanasia como lo contrario a la distanasia, pero no es verdad: lo contrario a la distanasia es la “ortotanasia” ("muerte correcta”), un concepto relativamente nuevo nacido al paso de los adelantos técnicos que han hecho posible alargar la vida más allá de lo razonable. La ortotanasia es el rechazo del encarnizamiento terapéutico, la aceptación de que llega un momento en el que no tiene sentido empeñarse en evitar lo inminente inevitable. Es la opinión que manifiesta el grueso de la población cuando se explican estas cosas detenidamente, y la posición también que mantienen el Estado español –que la ha incluido en  los derechos del paciente- y, de nuevo, la Iglesia Católica.

Pero, como decía al principio, todo esto se refiere al enfermo terminal, al que se enfrenta a sus últimos días. No a personas con discapacidades compatibles con la vida (paraplejias, tetraplejias, síndromes cromosómicos...). Lo que se aplicaría en estos últimos sería suicidio asistido, no eutanasia.

El suicidio asistido se presenta como una forma de caridad, casi como un acto de amor sublimado. Y, desde luego, no podemos menos que contemplar con admiración y simpatía los años de devoto cuidado del enfermo progresivo, hasta la extenuación física y psíquica del cuidador. Pero no podemos abrir la puerta a la disposición de una vida humana –que durante toda la historia de la civilización que nos sustenta ha sido considerada como “indisponible”- porque supondría un debilitamiento del respeto incondicional que le es debido: después de eso, ninguna vida se puede considerar “intocable” durante mucho tiempo. Porque, ¿dónde pondremos el límite, el grado de sufrimiento a partir del cual sería aceptable una petición de ayuda al suicidio? ¿Por qué unos casos, sí, y otros, no? ¿Sería aceptable en caso de Alzheimer?, ¿y de cáncer?,¿por la pérdida de un ser querido?, ¿y también por un desengaño amoroso?, ¿porque la vida ha dejado de tener sentido?, ¿o por acoso escolar?

La experiencia de los Países Bajos revela lo resbaladiza que es la pendiente: han recorrido ya toda los niveles  que van desde la "eutanasia voluntaria" para mayores de edad, con dolor invencible, enfermedad incurable y voluntad expresada repetidamente, pasando por la "eutanasia no voluntaria",  de aquellos enfermos inconscientes a los que se atribuye una voluntad de morir que no han expresado, hasta la "eutanasia involuntaria" de pacientes conscientes y capaces, que ni la piden ni se les consulta. Y en rangos de edad crecientes: en 1993, ante la evidencia de la realidad (la práctica de la eutanasia era ya habitual), se aprobó el derecho a la eutanasia en las condiciones mencionadas. Sólo tres años más tarde, el 30% de las eutanasias se habían realizado sin el consentimiento del paciente. En 2002 se amplió a mayores de 16 años que lo solicitasen por escrito, aun sin conocimiento paterno, y a jóvenes de entre 12 y 16 años, mediando el consentimiento de los padres. En 2005 se ha ampliado a todos los recién nacidos y lactantes. Las últimas estadísticas hechas públicas -de 2017- dicen que los casos de muerte provocada supusieron más de la cuarta parte de las muertes en aquel año.

Deberíamos preguntarnos si no habremos llegado demasiado lejos por el camino equivocado, si no estamos traspasando los límites.

sábado, 28 de julio de 2018

NADIE ES UNA ISLA






La revista World Archaeology ha publicado recientemente un trabajo del equipo de P. Spikins, de la Universidad de York, en el que analizan los restos de un varón de Neanderthal de hace entre 45000 y 70000 años, con numerosas fracturas consolidadas en cráneo y extremidades, de las que concluyen pérdida de la visión y del movimiento del brazo derecho y de la pierna izquierda. Las lesiones le hubieran imposibilitado la vida en las condiciones de la época, y, sin embargo, la consolidación de las lesiones óseas y la deformación compensatoria de la pierna derecha demuestran una larga supervivencia posterior. Los autores concluyen la existencia en su grupo social de una atención hacia el desvalido aun cuando ya no está éste en condiciones de contribuir personalmente al sostenimiento del grupo. Sólo así se explica la larga supervivencia de un tullido semejante. El artículo revisa, además, numerosos casos similares de diferentes homínidos fósiles, y establece alguna comparación con grupos de primates actuales. Deja pensar que la humanización es paralela a la hominización.

Es verdad que la historia de la humanidad cursa con altibajos, y en diferentes momentos encontramos algunas sociedades que se han convencido de que ciertos seres humanos, por diferentes motivos, son ”parásitos sociales” que es mejor que mueran ya: los nacidos con malformación, los enemigos, los judíos, los aristócratas, los improductivos,…, o, en el mejor de los casos, no son merecedores, como el resto, de una vida en plenitud de dignidad: los negros, los esclavos, los siervos,…

Pero el desarrollo de la humanidad también se refiere al sentido moral, y frente a estas costumbres inhumanas ha ido abriéndose paso la idea de que todos los seres humanos son esencialmente iguales y tienen igual derecho a la vida sean cuales fueran sus diversas circunstancias. Y, así, hemos ido eliminando progresivamente –también con altibajos- la esclavitud, la tortura, el infanticidio, el racismo, el abandono de ancianos y enfermos,…, y hemos retirado a gobernantes y a jueces la facultad de sentenciar a una persona a muerte.

Sin embargo, ahora queremos dar esta misma facultad a los médicos. No sólo representa un enorme paso atrás, sino que corrompe la Medicina y la pone al servicio de la muerte, exactamente lo contrario de lo que está en su ADN. Por piedad, desde luego, nadie niega la buena intención que se esconde detrás de esa iniciativa. Lo llaman “muerte digna”, que es una forma  atractiva de presentarlo. Pero es una forma equivocada.

Porque la que es digna es la persona, y la persona es digna siempre. El hecho de que viva –o muera- en condiciones indignas no cambia esa verdad. Si las condiciones en que se vive o se muere son indignas, hay que cambiarlas. Pero nadie es indigno porque sean indignas sus condiciones. La dignidad humana es de raíz. Y le corresponde el derecho radical e indiscutible a vivir. Es digno, ciertamente, renunciar a la obstinación terapéutica sin esperanza alguna de curación - o mejoría- y esperar la llegada de la muerte con los menores dolores físicos posibles; como es digno también preferir esperar la muerte con plena consciencia y experiencia del sufrimiento final. Nada de eso tiene que ver con la eutanasia; la provocación de la muerte de un semejante, por muy compasivas que sean las motivaciones, es siempre ajena a la noción de dignidad de la persona.

 Pero es que, además, es una compasión mal entendida, porque los promotores de esta iniciativa consideran que el miedo a una muerte dolorosa puede ser tan intenso que haga preferible la muerte misma como forma de evitarlo, pero la experiencia de las Unidades de Cuidados Paliativos demuestra que cuando un enfermo que sufre pide que lo maten, en realidad está pidiendo que le alivien los padecimientos, tanto los físicos como los morales, que a veces superan a aquéllos: la soledad, la incomprensión, la falta de afecto y consuelo en el trance supremo. Cuando el enfermo recibe alivio físico y consuelo psicológico y moral, deja de pedir que acaben con su vida.

Por otra parte, si convertimos la sensibilidad personal -los sentimientos subjetivos- en fuente de moralidad de los propios actos, se llega a conclusiones indeseadas: en la Edad Media se podía creer sinceramente que atormentando al acusado se le hacía un bien, pues salvaría su alma; en el siglo XVIII se podía pensar que tener esclavos era una forma de ayudarlos a sobrevivir; y en la actualidad se puede creer que matar a un hijo recién nacido subnormal es ayudarle a evitar sufrimientos futuros. Todos esos sentimientos pueden ser subjetivamente bondadosos, pero resultan objetivamente inhumanos. No podemos confundir las circunstancias que podrían atenuar la responsabilidad - incluso hasta anularla- con lo que debe disponer la Norma, porque eso haría imposible la convivencia: cualquier acto, fuera el que fuese, estaría legitimado en virtud de los motivos íntimos de su autor, pues todo lo que hacemos lo hacemos porque nos parece bueno.

Al Estado le corresponde defender la vida humana, no clasificar las vidas humanas en dignas e indignas. Por eso establece normas de tráfico, calendario de vacunaciones, normas de seguridad laboral, criterios de calidad de los alimentos, lucha contra epidemias. Y hospitales, policía, ejército, tribunales,…

¿Y defender la vida contra la voluntad del propio interesado? Sí, también defender la vida contra la voluntad del propio interesado. En la conservación de cada vida humana hay tanto interés personal como social, y ni uno de ellos debe prevalecer en exclusiva sobre el otro, ni al revés. Ningún ser humano es una realidad aislada, fuente autónoma y exclusiva de derechos y obligaciones. Por eso nadie tiene derecho a eliminar una vida humana: ni la de otros ni la propia. Así lo ha entendido siempre la tradición jurídica occidental al considerar el derecho a la vida como indisponible.

En realidad, lo que sabían aquellos hombres de Neanderthal ya nos lo había recordado John Donne en el texto que Ernest Hemingway reprodujo en “Por quién doblan las campanas”  y con el que quiero terminar:

“Nadie es una isla, completo en sí mismo; cada hombre es un pedazo del continente, una parte de la tierra; si el mar se lleva una porción de tierra, toda Europa queda disminuida, como si fuera un promontorio, o la casa de uno de tus amigos, o la tuya propia; la muerte de cualquier hombre me disminuye, porque estoy ligado a la humanidad; y por consiguiente, nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti.” 


martes, 5 de junio de 2018

UNA APORTACIÓN AL DEBATE DE LA EUTANASIA


El debate sobre la eutanasia, en los medios de comunicación, se produce siempre en el contexto de la asistencia médica. Habría que preguntarse por qué. Por qué no se pide ayuda al bioquímico o al farmacéutico, que podrían disponer de más información sobre sustancias letales, por qué no se pide la ayuda del veterinario, que sin duda tiene más experiencia en la administración de inyecciones letales. Sin duda, su objeto es mitigar la indignación ética que produce espontáneamente la idea de procurar la muerte de una persona, “lavándola” con la imagen social del médico, vinculada a procurar el bien del enfermo. Pero la consecuencia final de esa vinculación del médico con la eutanasia puede no ser la deseada construcción de una buena imagen de la eutanasia, la consecuencia puede ser la destrucción de la buena imagen del médico. Es lo que sugiere la experiencia de Bélgica y de los Países Bajos: han recorrido ya toda la "pendiente resbaladiza"  que va desde la "eutanasia voluntaria" para casos de dolor invencible y enfermedad incurable, pasando por la "eutanasia no voluntaria" de aquellos enfermos inconscientes de los que “se supone” que pedirían la muerte si pudieran, hasta la "eutanasia involuntaria" de pacientes conscientes y capaces, que ni la piden ni se les consulta –la misma eutanasia que ya aplicaron los nacionalsocialistas alemanes en los años 40- y el resultado ha sido la quiebra de la necesaria confianza en el médico. En consecuencia, los enfermos graves que se lo pueden permitir cruzan la frontera para buscar asistencia sanitaria en otros países.

¿Qué pensar de la “eutanasia voluntaria”? ¿No es precisamente la aparición de ese deseo el síntoma, por ejemplo, de una depresión? Una persona en tales circunstancias posiblemente satisfará todas las condiciones restrictivas para tener derecho a la eutanasia activa: la persistencia del deseo de morir, la capacidad de consentimiento, la competencia de juicio, la consulta médica, etc. Sólo que su deseo de morir no es voluntario. Lo que necesita una persona que en esta situación solicita ayuda no es ayuda para morir, sino ayuda para vivir.

En cuanto a la “eutanasia no voluntaria” y la “involuntaria”, se confunden con la voluntaria desde el mismo momento en que se acepta la eutanasia voluntaria como una buena acción, puesto que una buena acción no debería negarse a quien no puede solicitarla. Y entonces los fondos públicos para ofrecer cuidados paliativos corren peligro de ser recortados, pues es mucho más barato recurrir a la eutanasia que instalar en los hospitales unos costosos servicios para el acompañamiento hasta el final de estos pacientes: lo determinante para la implantación de la eutanasia activa no son ya criterios éticos, ni siquiera médicos, sino económicos y empresariales.

Según datos de los médicos que se dedican a ella, la medicina paliativa moderna está en condiciones de aliviar el dolor al 99% de los pacientes, y posibilitar una vida digna y sin sufrimiento. Los pacientes bien atendidos con la medicina paliativa casi nunca manifiestan el deseo de acortar su vida. Pero, dándole la espalda a esta realidad “incómoda”, los medios de comunicación insisten una y otra vez en la agonía dolorosa, aumentando el miedo a la muerte y preparando el terreno para la implantación final de un modelo de sociedad que se apoya sólo en el sentimiento para elevar la irreflexión ética a la categoría de argumento. Hay que subrayar que quien abre el derecho positivo a la legalización del homicidio asistido lo deja reducido a un simple acuerdo, modificable a discreción, para eliminar problemas, y se olvida de que el derecho extrae su legitimación última de un discurso ético fundamentante.

Se sugiere que en determinadas condiciones de salud o de discapacidad no se puede exigir que se siga soportando una vida semejante. Habría que preguntar quién no pueden seguir exigiendo a quién, qué es exactamente lo que no se puede seguir exigiendo, y qué consecuencias tiene esa inadmisibilidad, y para quién en concreto.

-¿No se le puede seguir exigiendo al discapacitado o a la persona que padece grave sufrimientos que viva su propia vida, y por eso nos hacemos cargo de ella anticipadamente de un modo tutelador, patriarcal?

-¿No se le puede seguir exigiendo a la sociedad que ayude a quienes sufren de ese modo, porque ello comprometería una parte importante de los recursos económicos de los que dispone para la atención sanitaria, y por eso se les quita la vida?

-¿O es a la familia cuidadora a la que no se le puede seguir exigiendo que haga frente a ese sufrimiento? Dicho de otro modo, ¿es a los sanos a los que no se puede seguir exigiendo que se ocupen de los enfermos o discapacitados? Pero entonces, ¿no habría que remediar primero, mediante ayudas, la situación de los cuidadores, en vez de eliminar a aquellos a los que hay que cuidar?

-¿O es el enfermo quien llega a creer que no debe seguir exigiendo a los demás que se ocupen de él, y ponga fin a su vida por compasión hacia sus familiares? Por desgracia, una y otra vez ocurre que el paciente, con fundamento o sin él, se siente empujado a no ser una carga para sus familiares. Frente a esta tendencia debe ser o hacerse posible transmitir de palabra y con hechos al enfermo y al moribundo el mensaje de que es querido, y que se desean su presencia y su compañía hasta el último día.
No, el argumento de la compasión no es sacrosanto ni está a salvo de toda sospecha. Debe ser examinado críticamente, y enérgicamente. Quizá incluso hasta vigilado con recelo: no se le puede conceder el marchamo de “calidad humanitaria” sin superar antes un examen riguroso.

viernes, 16 de marzo de 2012

NO MATES A NADIE



José María Gironella, nacido en una familia humilde el último día de 1917, llegaría, después de desempeñar diferentes oficios, a ocupar un lugar destacado entre los escritores españoles del siglo XX. Pero en enero de 1937 no es más que un muchacho de diecinueve años recién cumplidos con proyectos vagos que asiste al trepidar de la guerra a su alrededor y siente que su vida corre peligro. Toma entonces una grave decisión: abandonar el hogar familiar. Una noche, a escondidas, sale de la ciudad de Gerona y se dirige, evitando lugares poblados y caminos francos, a los Pirineos. Su padre lo acompaña durante las primeras horas, pero al acercarse el día ha de regresar a la casa familiar. Se abrazan emocionados en silencio, y se separan. José María se interna en los montes y en la soledad, en la incertidumbre y la nostalgia, en la esperanza y el temor. De pronto, descubre un papel doblado en un bolsillo de su pantalón. Al sacarlo reconoce la letra de su padre, que lo colocó ahí sin que él se diera cuenta. Y lee: “Ten mucho cuidado, hijo mío. No mates a nadie. Tu padre, Joaquín”.

Todavía después de setenta y cinco años, este mensaje sorprende y desconcierta. La sociedad estaba desquiciada, y la violencia –y la muerte- formaban parte del paisaje común, estaban al alcance de cualquiera que se sintiera afrentado o amenazado. Se diría que el primer consejo de un padre en esas circunstancias debería ser: “Ten mucho cuidado, hijo mío, que no te maten; salva tu vida a cualquier precio. Y regresa sano y salvo a casa.” Pero a Joaquín le pareció más importante evitar que su hijo matase a nadie, porque conocía el valor de la vida, y sabía que matar deliberadamente era abdicar de algo profundamente humano que está en el mismo origen de cada uno de nosotros. Parece ser que Joaquín quería evitar que su hijo regresara con el alma muerta y el corazón convertido en piedra.

La vida humana, ese “máximo valor” que se nos olvida de tanto manosearlo. Hay que recordarlo de vez en cuando. De todo lo que existe en el universo, la vida humana es lo único que no está “escrito” ya, lo único que puede llegar a ser completamente diferente de lo que conocemos, impredecible siempre, imprevisible, capaz de sorprendernos siempre con una pirueta para dar de sí algo distinto, siempre más rico, siempre más valioso. ¿Quién puede decir cómo será nadie mañana? El futuro está abierto e indeterminado ante nosotros. Un abanico de posibilidades en cada vida humana, un abanico de futuros por decidir. La mayor potencialidad conocida, la mayor abertura hacia adelante. Nada está ya completamente decidido, siempre queda el resquicio para la novedad, para el salto a otro orden. Nuestro mayor regalo, nuestro mejor momento.

Pero todo eso puede pasar desapercibido a los ojos inatentos. A un matrimonio con dos hijos le han dado en acogida a un niño pequeño, sin visión en un ojo y con parálisis de medio cuerpo. Unos meses más tarde, la profesora de su hermana adoptiva plantea en clase la hipótesis de un embarazo con malformación del niño, y pregunta: “¿Qué se podría hacer? ¿qué haríais vosotros?”. La niña responde: “Sería como mi hermano”. Silencio. Luego, preguntan. Aprenden toda la riqueza que el amor descubre en ese niño.

El amor, ésa es la cuestión. Nunca se habla de eso, pero está en nuestro mismo origen: cada uno de nosotros es confiado, desde el mismo comienzo de la vida, al amor de otras personas. Ahí está lo propiamente humano. El amor nos recibe y nos sostiene, y es la única actitud adecuada para acercarnos a los demás. No se trata de saber si es humano el otro –el feto, el incapacitado, el enfermo-, sino si somos humanos nosotros, si conservamos la capacidad de dar amor. Se divulgan muchas indicaciones sobre la mejor forma de atender al necesitado. Sobran todas. Lo único que hace falta es quererlo, tratarlo con cariño, con calidez, con cercanía; la vieja “regla de oro”: trátalo como quisieras ser tratado tú. Porque es lo único que encontramos verdaderamente valioso en nuestras vidas: el amor de los demás. El amor germina en nosotros y nos hace crecer, es nuestra razón de ser. Ante una vida sin amor decimos "esto no es vida". Es verdad: la vida sin amor no es más que biología.

El Día Internacional de la Vida no es un día para la oposición, para la negación, para manifestarse “contra” nada; es un día para manifestarse “a favor”, es la fiesta de la alegría, el agradecimiento por el mejor regalo. Y es el compromiso por cuidarla, porque los regalos no se desprecian ni se maltratan: se cuidan, se conservan y se miman.

martes, 8 de junio de 2010

TODAVÍA NO QUIERE

viernes, 6 de febrero de 2009

ELUANA: VIVIR O MORIR

Se trata de una cuestión delicada en la que fácilmente se entremezclan los sentimientos con la razón. Pero dicho esto, y si hemos de considerar una actitud éticamente acertada, hay que contemplar diversos aspectos: los datos que tenemos en la mano son que una mujer se encuentra en coma desde hace una serie de años y su familia pide que se deje de alimentarla y que muera al fin. Sin duda, ver así a tu hija durante años y años, y no ver salida a su estado, acaba con la entereza de cualquiera, máxime si se complica con la aparición de úlceras y otras lesiones derivadas que agravan la situación. Entonces se concibe una salida: dejar de alimentarla para que muera ya.

La opinión pública se desliza con toda facilidad a apoyar la petición de los padres de Eluana, porque no cuesta solidarizarse con los sentimientos de esa familia y no se encuentra una solución más aceptable. Es lo mismo que retirar el respirador a un enfermo paralizado y consumido por la enfermedad, alguien que necesita ese aparato para poder seguir respirando: Eluana necesita recibir alimentos por la sonda para poder seguir viviendo.

¡Ah! Pero no es lo mismo: si respirar por medio de una máquina es una condición que puede parecer desproporcionada, suministrar alimentación a cambio de conservar la vida no parece desproporcionado en absoluto; razonando así no tardarían en desaparecer de la superficie de la Tierra todos los enfermos que, por las más variadas causas, no son capaces de alimentarse por sí mismos, pero a los que la enfermedad propiamente no lleva a la muerte. Entonces, ¿qué ha fallado en nuestra argumentación?

Han fallado varias cosas: en primer lugar, nos hemos acercado con compasión a esos padres, que ven a su hija en ese estado yaciente, en lugar a acercarnos con esa misma compasión a la propia enferma. Parece lo mismo, pero no lo es, porque cuando consideramos el dolor de una familia que sufre por su hija, la compasión nos mueve a suprimir la causa del sufrimiento: su hija; pero si consideramos con compasión a Eluana lo que procuraremos es aliviarle o evitarle sufrimientos en la medida que nuestros conocimientos y nuestra técnica nos lo permitan. Y entonces se pone de relieve una cuestión que no habíamos considerado: que hay dos formas de acabar con una enfermedad: vencer a la enfermedad o acabar con el enfermo. Pero no son equivalentes: una de ellas es éticamente aceptable, la otra, éticamente inaceptable. En el fondo, lo que subyace es una antropología que cataloga las vidas humanas en “dignas” e “indignas”, y nos olvidamos de que nadie es indigno de vivir: ni siquiera los terroristas, como reconoce nuestra legislación. Pero sí hay personas viviendo en condiciones indignas. Y lo que hay que hacer entonces es corregir, o aliviar, esas condiciones: que no siempre sea posible no autoriza a afirmar que, en vista de eso, ya no son dignos de vivir.

Con todo esto no quiero decir que no haya nada que hacer: ya se habrá entendido que hay que curar a Eluana: de su enfermedad principal, si es posible, y de las complicaciones que vayan surgiendo. Y habría que añadir que no se debe dejar sola a la familia en esta situación, que el deber del Estado es atender las necesidades de sus ciudadanos y actuar subsidiariamente cuando así se requiera. Pero en ningún caso puede afirmarse una contradicción: la compasión no quita la vida, sino que la cuida hasta su final.