Su Santidad el papa Benedicto XVI se dispone a celebrar la Pasión del Señor bajo el signo de la persecución: el pasado día 24 Laurie Goodstein publica en el New York Times un extenso artículo con la documentación pertinente en el que se implica al Precepto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, que entonces –entre 1996 y 1999- era el Cardenal Ratzinger, en el silenciamiento y amparo del sacerdote Lawrence Murphy, acusado de puede que hasta 200 abusos sexuales entre los años 1950 y 1974.
Las acusaciones que entonces se produjeron fueron desoídas tanto por las autoridades civiles como por los superiores del sacerdote, que se limitaron a trasladarlo a otra diócesis. Pero, de pronto, más de 20 años después, en 1993, un nuevo flujo de denuncias, lleva a Mons. Weakland, arzobispo de Milwaukee, a hacer que lo examine una asistente social especialista en paidófilos, que, tras celebrar con Murphy tres entrevistas, declaró en su informe que el sacerdote había reconocido los hechos y no mostraba arrepentimiento.
La periodista nos cuenta que Mons. Weakland, sin embargo, no intentó que Murphy fuera excluido del ministerio sacerdotal hasta julio de 1996, cuando escribió dos cartas sobre el caso al Cardenal Ratzinger, cartas que éste no contestó. Sólo al cabo de ocho meses, en marzo de 1997, el secretario de la Congregación, Tarcisio Bertone –actualmente Cardenal Secretario de Estado– indicó que abriera un proceso canónico contra Murphy.
Goodstein no explica, quizá porque no lo sabe, por qué llegó el caso Murphy a la Santa Sede: Weakland supo, en las diligencias previas, que algunos de los delitos denunciados eran de solicitación, o sea, cometidos en el confesonario, y que, en ese caso, caían bajo la jurisdicción de la Congregación que dirigía Ratzinger, por lo que no tuvo otra opción que paralizar el proceso hasta conseguir de ella la autorización necesaria. Y cualquiera que fuera la razón por la que la carta no fue contestada en seguida, la comunicación entre ambas partes no falló, pues, como se puede leer en la documentación que aporta la propia Goodstein, en noviembre del mismo 1996, cuatro -¡no ocho!-meses después de la primera notificación a Ratzinger, ya estaba en marcha de nuevo el proceso.
Pero la historia tiene más enjundia: en la carta de marzo de 1997, Bertone señaló que, para la investigación y juicio de estos delitos, debían aplicarse las normas vigentes cuando se cometieron –una Instrucción de 1962- por lo que era preciso reiniciar el procedimiento. A raíz de eso, el Tribunal encargado se percata de que, de acuerdo con aquella Instrucción, el obispo competente es el de la diócesis de residencia del acusado, lo que obliga a cerrar el caso en Milwaukee y pedir a Mons. Fliss, obispo de Superior, que abra otro. Mons. Fliss abre proceso contra Murphy en diciembre de 1997.
Todo ello es ajeno a ningún interés cómplice en la Congregación que dirigía Ratzinger. El hecho de que se haya producido un retraso no deseado por la invalidación sucesiva de dos procesos se debe solamente a que la voluntad del juzgador se somete a la ley; ¿alguien propone lo contrario?
Nos cuenta después Goodstein que Murphy escribió a Ratzinger en enero de 1998 -al mes de abrirse el caso en Superior- para solicitar que se abandonara el proceso abierto contra él, alegando que su edad era avanzada y su salud frágil, y que las normas canónicas fijaban el plazo de un mes entre la comisión del delito y el inicio de un proceso. La periodista reprocha que, tras esta apelación, Bertone “detuvo” el proceso.
La verdad es que la cosa no fue repentina: Bertone, como es natural, no podía detenerlo, lo que podía era trasmitir al tribunal que juzgaba el caso las alegaciones del acusado, y eso fue lo que hizo en el mes de abril, recomendando, eso sí, que se tuvieran en cuenta; los cargos fueron, finalmente, retirados en agosto de 1998, mes en el que falleció Murphy.
Hay un dato más que hace pensar que sin Ratzinger por medio no habría historia, y que pone en tela de juicio la honradez profesional de la periodista: el propio Weakland, en su escrito a Ratzinger de julio de 1996 consultó sobre otro caso antiguo de sacerdote acusado de abusos de menores, cuyo proceso se autorizó igualmente, y que terminó con la condena y exclusión del acusado del estado clerical. Si Goodstein, como parece, conoce los documentos que cita, debió conocer también este asunto. Pero lo ha silenciado, en vista de que su conclusión echaría por tierra el escandaloso titular que le sirve de lanzadera: “El Vaticano rehusó expulsar a un sacerdote de EE.UU. que abusó de niños”. Pobre y desnuda anda la verdad.
Las acusaciones que entonces se produjeron fueron desoídas tanto por las autoridades civiles como por los superiores del sacerdote, que se limitaron a trasladarlo a otra diócesis. Pero, de pronto, más de 20 años después, en 1993, un nuevo flujo de denuncias, lleva a Mons. Weakland, arzobispo de Milwaukee, a hacer que lo examine una asistente social especialista en paidófilos, que, tras celebrar con Murphy tres entrevistas, declaró en su informe que el sacerdote había reconocido los hechos y no mostraba arrepentimiento.
La periodista nos cuenta que Mons. Weakland, sin embargo, no intentó que Murphy fuera excluido del ministerio sacerdotal hasta julio de 1996, cuando escribió dos cartas sobre el caso al Cardenal Ratzinger, cartas que éste no contestó. Sólo al cabo de ocho meses, en marzo de 1997, el secretario de la Congregación, Tarcisio Bertone –actualmente Cardenal Secretario de Estado– indicó que abriera un proceso canónico contra Murphy.
Goodstein no explica, quizá porque no lo sabe, por qué llegó el caso Murphy a la Santa Sede: Weakland supo, en las diligencias previas, que algunos de los delitos denunciados eran de solicitación, o sea, cometidos en el confesonario, y que, en ese caso, caían bajo la jurisdicción de la Congregación que dirigía Ratzinger, por lo que no tuvo otra opción que paralizar el proceso hasta conseguir de ella la autorización necesaria. Y cualquiera que fuera la razón por la que la carta no fue contestada en seguida, la comunicación entre ambas partes no falló, pues, como se puede leer en la documentación que aporta la propia Goodstein, en noviembre del mismo 1996, cuatro -¡no ocho!-meses después de la primera notificación a Ratzinger, ya estaba en marcha de nuevo el proceso.
Pero la historia tiene más enjundia: en la carta de marzo de 1997, Bertone señaló que, para la investigación y juicio de estos delitos, debían aplicarse las normas vigentes cuando se cometieron –una Instrucción de 1962- por lo que era preciso reiniciar el procedimiento. A raíz de eso, el Tribunal encargado se percata de que, de acuerdo con aquella Instrucción, el obispo competente es el de la diócesis de residencia del acusado, lo que obliga a cerrar el caso en Milwaukee y pedir a Mons. Fliss, obispo de Superior, que abra otro. Mons. Fliss abre proceso contra Murphy en diciembre de 1997.
Todo ello es ajeno a ningún interés cómplice en la Congregación que dirigía Ratzinger. El hecho de que se haya producido un retraso no deseado por la invalidación sucesiva de dos procesos se debe solamente a que la voluntad del juzgador se somete a la ley; ¿alguien propone lo contrario?
Nos cuenta después Goodstein que Murphy escribió a Ratzinger en enero de 1998 -al mes de abrirse el caso en Superior- para solicitar que se abandonara el proceso abierto contra él, alegando que su edad era avanzada y su salud frágil, y que las normas canónicas fijaban el plazo de un mes entre la comisión del delito y el inicio de un proceso. La periodista reprocha que, tras esta apelación, Bertone “detuvo” el proceso.
La verdad es que la cosa no fue repentina: Bertone, como es natural, no podía detenerlo, lo que podía era trasmitir al tribunal que juzgaba el caso las alegaciones del acusado, y eso fue lo que hizo en el mes de abril, recomendando, eso sí, que se tuvieran en cuenta; los cargos fueron, finalmente, retirados en agosto de 1998, mes en el que falleció Murphy.
Hay un dato más que hace pensar que sin Ratzinger por medio no habría historia, y que pone en tela de juicio la honradez profesional de la periodista: el propio Weakland, en su escrito a Ratzinger de julio de 1996 consultó sobre otro caso antiguo de sacerdote acusado de abusos de menores, cuyo proceso se autorizó igualmente, y que terminó con la condena y exclusión del acusado del estado clerical. Si Goodstein, como parece, conoce los documentos que cita, debió conocer también este asunto. Pero lo ha silenciado, en vista de que su conclusión echaría por tierra el escandaloso titular que le sirve de lanzadera: “El Vaticano rehusó expulsar a un sacerdote de EE.UU. que abusó de niños”. Pobre y desnuda anda la verdad.