Pocos Papas
han sido recibidos tras su elección con un clamor popular como el que acogió a
Francisco desde que se asomó al balcón para presentarse ante los fieles que
esperaban en la plaza de san Pedro. Llovieron elogios desde todos los frentes,
pero especialmente de las voces críticas con su antecesor, que lo recibían como
un soplo de aire nuevo en la Iglesia. En seguida se conocieron las costumbres
de Bergoglio, que sorprendían a tirios y troyanos. Se presentaba al nuevo
Pontífice más como si fuera el líder de una ONG para el desarrollo que el Papa
de la Iglesia Católica.
Pero también
pocos Papas han visto cómo ese fervor popular es movedizo, y de un día para
otro los parabienes se convierten en críticas desdeñosas o ironías mordaces. En
fin, nunca llueve a gusto de todos.
No, nunca
llueve a gusto de todos, pero cuando se trata del Papa es algo que se lleva
mal. Enseguida se levantan voces de protesta, porque es un Papa conservador,
inmovilista, y porque es un Papa rojo que rompe con la tradición. Mal porque
acoge y mal porque condena, mal porque hace distingos y mal porque confunde las
cosas. Es difícil gustar a todos. Muy difícil.
Se olvida, en
primer lugar, algo que apuntó muy oportunamente Benedicto XVI en el prólogo de
"Jesús de Nazaret": "no necesito decir que este libro no
es en modo alguno un acto magisterial, sino únicamente expresión de mi búsqueda
personal del rostro del Señor". No todo lo que dice un Papa es
Magisterio de la Iglesia, algo que parecen desconocer los
"vaticanólogos" que pontifican sobre el Pontífice. El Papa -cualquier
Papa- tiene opiniones personales que no son vinculantes para nadie y de las que
es lícito discrepar. Sólo cuando se pronuncia sobre doctrina de fe o de moral
tienen sus palabras fuerza vinculante para un católico.
Se dirá que ya
se sabe, y que qué importa eso. Pero debe ser que importa mucho cuando tanta
tinta corre a propósito de todas estas cosas. Y cuando resulta que mucha de esa
crítica viene del seno mismo de la Iglesia Católica, de creyentes que quizás
consideran que la Iglesia estaría mejor gobernada si la pusieran en sus propias
manos.
Y es claro que
un Papa puede equivocarse cuando opina sobre cualquier otra materia: no está
asistido por el Espíritu Santo cuando habla de las excelencias de Mozart, de
"El festín de Babette" o del San Lorenzo, su equipo de fútbol.
Tampoco cuando, sobre un asunto cualquiera, expresa opiniones personales en una
conversación informal que no tardará en extenderse por todo el mundo para
reprocharle lo que no era más que la expresión desprevenida y no matizada
de una idea espontánea, quizá ni siquiera meditada con detenimiento. O cuando
se pone a reformar. "¡No me gusta lo que hace!". Bueno, ¿y qué? El
Papa es él. A él le corresponde tomar esas decisiones. Está, además, en una posición
incomparablemente más ventajosa que la nuestra para apreciar los detalles y el
conjunto. Pero si, aun con eso, nos parecen equivocadas sus decisiones,
recordemos la escena en que Cam, que encuentra a su padre, Noé, ebrio y
desnudo, acude a contarlo a Sem y a Jafet, y cómo estos, considerando
el respeto que deben a su padre, en lugar de secundar las burlas de su hermano,
acuden a taparlo caminando hacia él de espaldas para evitar la contemplación de
su desnudez. Nosotros podemos adoptar la actitud de Cam, y salir corriendo a
contarlo al mundo, o podemos apresurarnos a asistirlo en su debilidad y en su
miseria, como corresponde a un hijo que valora y respeta la figura de su padre.
Y, desde
luego, no tener miedo. No olvidemos las primeras palabras de Benedicto XVI tras
su elección: “Me consuela el hecho de que el Señor sabe trabajar y
actuar incluso con instrumentos insuficientes”. Para añadir a
continuación “Me encomiendo a vuestras oraciones”. Que es, también,
lo primero que hizo Francisco desde el balcón.
Todos somos
instrumentos insuficientes de Dios. Pero gobernar la Iglesia es el encargo
del Papa. El mío es rezar por él.