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jueves, 2 de septiembre de 2010

MUNDO OCCIDENTAL Y MUNDO ISLÁMICO

La construcción en la Zona Cero de una mezquita genera una viva polémica, Gadafi augura un futuro en el que el Islam será la religión de Europa, el Partido Renacimiento y Unión de España aspira a implantarse entre nosotros guiándose por los principios rectores del Islam... Nadie puede negar que el asunto de las relaciones entre el mundo occidental y el mundo islámico requiere nuestra atención, pero inquieta la irresponsable despreocupación de algunas declaraciones a las que tenemos que asistir últimamente.
De entrada llama la atención en este planteamiento la falta de simetría: lo propio sería hablar de mundo cristiano y mundo islámico, porque no podemos poner en duda la consistencia medular cristiana de Europa sin exponernos al bochorno. Pero Europa hace dejación de su raíz cristiana mientras en los países islámicos se produce la situación contraria: hay grupos que no consienten que se ponga en duda su condición religiosa. Esta deformación de la realidad es uno de los factores que enturbia las relaciones.
Pero hay otros. El más poderoso es la ignorancia de la Historia, que tiende a interpretar lo nuevo en vista de lo viejo conocido. En esta cuestión éste es un factor decisivo, porque un vistazo detenido nos enseña que las diferencias entre esos dos mundos son más que superficiales. Y si no se conoce la historia es imposible saber a qué atenerse.
Para empezar, el árabe propiamente dicho es, estrictamente, la lengua en la que está escrito el Corán, la única que consideran adecuada para que el hombre se dirija a Dios. Por eso ha habido durante siglos una resistencia heroica a traducir el Corán a otras lenguas, y por eso la difusión del Islam ha conllevado la difusión de la lengua árabe, la arabización de los pueblos. Éste es el origen del concepto de "nación árabe", que no deja de ser algo irreal: no podemos olvidar que sólo una mínima parte de los musulmanes es árabe (piénsese en Turquía, Albania, la Unión Soviética, Irán, Afganistán, Pakistán, Bangladesh, la India, Indonesia, la China, el África negra,...) E incluso en los propios países árabes la arabización es muy heterogénea, en función de su composición étnica, su desarrollo técnico o la fecha de islamización. No hay más que ver todo lo que separa a Egipto de Arabia Saudí, o la misma Arabia Saudí de Siria, o de los países del Magreb. Y ni siquiera es un mundo bien avenido: desde las turbulencias entre Damasco y Bagdad, pasando por los reinos de Taifas de al-Ándalus, a las invasiones, a partir del siglo XI, de los reinos musulmanes de la península ibérica por otros musulmanes llegados del norte de África (almorávides, almohades, benimerines), por no hablar del hostil recibimiento que encontraron los que cruzaron el estrecho tras la caída del reino de Granada, hasta los enfrentamientos en nuestro tiempo: el Líbano, la guerra de Irán e Irak, o de Irak y Kuwait (en la que, por cierto, los países musulmanes se alinearon en uno u otro bando de una guerra que enfrentó a dos países árabes).
Hasta aquí lo que se refiere a la homogeneidad del mundo musulmán. Vamos ahora con sus relaciones con Occidente. La invasión musulmana del sur del Mediterráneo tuvo como consecuencia, en las tierras del norte, una resistencia activa a la islamización, es decir, a dejar de ser cristianas (especialmente evidente en nuestra península y en Constantinopla, en el otro extremo del Mediterráneo). Desde entonces estas dos formas de vida, Islam y Cristiandad, se afirman recíprocamente de forma polémica, "frente" al otro, por contraste con el otro.
Pero no es asunto casual, ni cuestión puramente política, sino que en el fondo subyacen dos antropologías de carácter contrario: el Islam es, en cierto sentido, un retroceso hacia el monoteísmo que no acepta el giro cristiano de Dios encarnado, y una negación de la herencia griega que establece una relación mutua, pero en esferas separadas, entre razón y religión. Y mientras el cristianismo va asentando y fundamentando la autonomía de la razón, culminada ya en el siglo XII, en el Islam no se puede proponer algo análogo sin atentar contra su propio meollo. De modo que, cuando a partir del s. XII, y, sobre todo, del XV, surgen el pensamiento científico y el incomparable desarrollo de la técnica, y se descubren enormes territorios a merced del mundo occidental, se rompen el equilibrio dinámico entre los dos bloques.
Occidente continúa su desarrollo hacia adelante, y descubre los "derechos fundamentales", que derivan de la propia naturaleza humana. Son, por eso, "universalizables", y, en esa medida, también los países musulmanes han ido adoptando los sistemas jurídicos europeos. Pero en donde el Islam supone el centro de la organización política (Arabia Saudí, Irán,...) esos sistemas jurídicos se perciben como sistemas “sin Dios” que atentan contra la fe, y, por lo tanto, contra la propia existencia del Estado; se perciben como algo "ajeno", y, efectivamente, lo son.
Resumiendo: Occidente ha venido ensayando incesantemente, ya desde Grecia, nuevas formas de convivencia, de conocimiento, de comportamiento ante el mundo y ante el "otro". Mientras tanto, el Islam ha permanecido, con pocas y breves excepciones, afincado en formas, estilos y actitudes (políticas, morales, culturales,...) que perduran sin apenas variación a lo largo de los siglos. Tenemos ante los ojos la Europa que pudo ser: el norte de África y Oriente Próximo eran territorios de larga tradición y cultura latina y cristiana, pero aceptaron con mínima resistencia la nueva religión, y las consecuencias duran hasta hoy. 
No es fácil convencerse de la posibilidad de mantener la forma de vida europea bajo gobiernos de inspiración islámica si de veras queremos acercarnos a la realidad que representan. El “Renacimiento y Unión de España” parece algo deseable, pero si el precio ha de ser renunciar al fruto de siglos de esfuerzo por conocer y mejorar la realidad, entonces es un precio que no podemos pagar. A nadie le interesaría. Basta comprobar que la creciente emigración entre esos dos mundos se produce exclusivamente en una dirección. ¿Por qué querrían transformar el mundo en el que han elegido vivir en algo semejante a lo que rechazaron al venir a nosotros? ¿Qué sentido tendría esa impertinencia, ese abuso de hospitalidad?
Es necesario instaurar una relación cordial, pero inteligente y enérgica, ante el mundo árabe y, en general, islámico. En primer lugar, porque es un mundo de gran amplitud, con el que hay que contar, y, en segundo lugar, porque es fuente de problemas y peligros, y, porque tenemos la vocación de atender a su prosperidad (y de evitar sus errores). Pero es también un mundo complejo, y no podemos reaccionar ante él de forma mecánica, abstracta, como reaccionando ante un nombre: debemos tener en cuenta esa complejidad y atender a la realidad concreta de que se trate: confundir dos realidades diferentes simplemente porque les damos el mismo nombre puede traer las más peligrosas consecuencias.
No tiene sentido mostrar hostilidad hacia el mundo islámico. Pero no podemos caer en la vieja falacia de rechazar la violencia “venga de donde venga”, cuya única virtud es favorecer al que da primero: no merecen el mismo trato la violencia del agresor y la reacción del agredido. Por eso, inmediatamente después de afirmar que no tiene sentido mostrar hostilidad, hay que añadir: a menos que la ejerzan contra nosotros. Porque sería mucho pedir -y sería pedir una estupidez- que nos fuera indiferente su actitud ante lo que somos. El odio a Occidente, su difamación, los esfuerzos dirigidos a eliminarlo, no deben ser tolerados, menos aún alentados o recompensados.

viernes, 5 de junio de 2009

OBAMA EN LA ARCADIA



Sucesor de un presidente que entre el Tigris y el Éufrates se encontró con un infierno, Obama busca ahora el Paraíso en otras tierras, y nos ofrece como modelo “la tradicional tolerancia y libertad religiosa de al-Ándalus”, con lo que viene a recordarnos algo que ya sabíamos: que el hombre más poderoso de la Tierra no está bien informado. Piensa en al-Ándalus como en una Arcadia Feliz en la que los hombres vivían en paz dedicados a las artes y a los placeres sonrientes de la vida, y olvida que, junto a sus muchas e indudables cualidades, la Arcadia Feliz tenía un único inconveniente: no existía. Con la tolerante y libre al-Ándalus nos pasa algo parecido: los propios andalusíes nos dicen que de tolerancia y libertad, nada de nada. Un vistazo atento a los documentos musulmanes de la época nos muestran una sociedad formada por grupos aislados inspiradores de odios recíprocos y bajo un poder opresor.

Si hablamos de libertad religiosa, hay que recordar que la población no musulmana vivía sometida a constante presión: el impuesto de la dimma les compraba cierta autonomía, pero estaban obligados a mostrar sumisión ante cualquier musulmán, a no adelantarlos en el paso, a usar prendas identificativas, a agachar la cabeza ante sus insultos, a no montar a caballo, a no llevar armas… La condena moral llegó hasta el punto de obligar a los cristianos a circuncidarse en los siglos XI y XII, o a deportarlos en masa al norte de África (Málaga y Granada, principios del s. XII), cuando no a exterminarlos directamente (Córdoba, s. IX; Granada, s. XII). En el s. XI se proscribe que lleven atuendo honorable, que se les dé masaje, que se les venda ropa o libros de ciencia, etc. El rechazo a los judíos fue aún mayor, y llegó a reflejarse en las Capitulaciones de rendición, desde las de Zaragoza, de 1118, (“sobre ellos ni sobre sus haciendas se ponga a ningún judío”), hasta las de Santa Fe de Granada, de 1491, (“no se permitirá que los judíos tengan facultad ni mando sobre los moros”).
 
Y ahora vamos con la tolerancia. Un buen ejemplo es Abú Amir Muhammed, Almanzor (s. X), que, una vez adueñado de los resortes del imperio, mandó quemar los libros de la biblioteca de al-Hakam considerados heréticos; nos dice Sha’id al-Andalusi que desde entonces, y hasta el fin de los Omeyas, “los hombres de talento no dejaron de ocultar sus conocimientos y se limitaron a manifestar solamente aquellos relacionados con la ciencias cuyo estudio estaba permitido”. El episodio se repitió con las obras de Ibn Hazm (s. XI) y de Ibn al-Jatib de Granada (s. XIV), sin que tuvieran nada que ver los almorávides ni los almohades, a quienes ahora se adjudica en exclusiva la intolerancia.

Esa intolerancia se reflejaba en la vida diaria. Basta asomarnos a al-Wansarisi o a Ibn ‘Abdun para perder el menor deseo a recrear aquella sociedad: la mujer, de la que nos dicen ahora que disfrutaba de un trato independiente y libre, vivía encerrada y rodeada de prohibiciones: en el mercado, en el cementerio, en la calle: prohibido pasear en barca por el río, prohibido descubrirse, prohibido sentarse a la orilla del río, prohibido lavar la ropa en los huertos,… incluso prohibido usar de coquetería cuando están a solas, y prohibido hacer fiesta aunque tengan permiso para ello. Averroes se lamenta de que “parecen destinadas exclusivamente a dar a luz y a amamantar a los hijos” y de que “su vida trascurre como la de las plantas”. Sobre la poesía y la música caía el baldón de “actividad poco piadosa”, se prohibía fabricar vasos para escanciar vino –parece que la prohibición de beberlo no resultaba efectiva-, así como llevar el pelo largo y jugar al ajedrez o a las damas; se llega a disponer que se persiga a “jóvenes y comerciantes” para que no falten a las horas de oración. Para Serafín Fanjul (1) las prohibiciones sociales incluían "todas aquellas (conductas) que implicaran sentido lúdico, diversión, liberación de rasgos del carácter reprimidos, ruptura de las convenciones vigentes o transgresión en general". No desentona de los criterios generales de la época la pena de muerte para quien injurie al Profeta, pero nos resulta algo más difícil de aceptar la pena de linchamiento por entrar calzado en la mezquita.
 
Rosa María Rodríguez Magda (2) nos recuerda que las mismas biografías de las principales figuras de la cultura andalusí muestran que sus vidas se forjaron en la incomprensión, la marginación y la persecución:

-Ibn Masarra (s. X), acusado de impiedad y herejía, tuvo que exiliarse de Córdoba, y cuando pudo volver vivió una vida semiclandestina.
-Ibn Hazm (s. XI), defensor de la escuela zahirí, fue perseguido, encarcelado y desterrado, confiscándosele los bienes.
-Ibn Rusd (Averroes, s. XII) tras perder la relevancia política de que disfrutó, fue denunciado y recluido, y sus libros fueron quemados.
-Maimónides (s. XII) –judío presentado ahora como símbolo de buena convivencia- fue forzado a aceptar la fe islámica, lo que no evitó que se viera obligado a huir de Córdoba para salvar su vida.

¿Sabe Obama lo que nos propone como modelo? ¿De verdad cree en la Arcadia Feliz? Yo creo que no se ha informado bien, que no era esto lo que quería decir. Se merece que le concedamos un plazo de confianza para rectificar. Yo, personalmente, confío en que lo haga. Porque espero oír una oferta mejor que ésta.

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[1] Serafín Fanjul: La quimera de al-Ándalus. Siglo XXI. Madrid, 2004.
[2] Rosa María Rodríguez Magda: Inexistente al-Ándalus. Nobel. Oviedo, 2008.

miércoles, 17 de diciembre de 2008

¿QUÉ PINTA DE JUANA CHAOS EN EL ULSTER?

Pocos se habrán sorprendido al saber que De Juana Chaos se encuentra alojado en tierras del IRA, que le acoge como a un igual. No es la primera vez que los líderes nacionalistas irlandeses amparan a los terroristas vascos, a los que consideran compañeros en la lucha por las libertades de sus pueblos, y se han llegado a presentar paralelismos entre unos y otros con el fin de extrapolar a las provincias vascas la iniciativa del Viernes Santo que está en vías de resolver el conflicto irlandés. Pero aunque no es raro hoy leer a autores bienintencionados que propugnan un estrecho paralelismo entre ambas situaciones, no debemos dejarnos confundir por su aparente semejanza: si lo analizamos en profundidad se hacen evidentes las diferencias de origen. Sin ánimo de defender ninguna clase de terrorismo, pero con interés por diferenciar lo que es diferente, me gustaría recordar brevemente las condiciones en las que surge el IRA, que son muy diferentes, en sus causas y en su desarrollo, de las que rodean el origen de la banda ETA.
En Irlanda tiene lugar, a partir de 1641, una guerra que dura doce años y en la que mueren cinco sextas partes de la población irlandesa. Tras ella comienza lo que André Maurois llamó “el largo martirio irlandés”: Cromwell reparte la tierra entre los colonos ingleses, interrumpe las comunicaciones entre las comarcas y prohíbe cualquier contacto entre gaélicos y sajones, persigue al clero y la población local es vendida como esclava. En 1690, tras asumir la Corona de Inglaterra, Guillermo de Orange prohíbe a los irlandeses el culto católico, así como recibir educación, acceder a puestos públicos, tener un caballo cuyo precio sea superior a las cinco libras, comprar o alquilar tierras, comerciar, votar, poseer armas, disfrutar de una pensión vitalicia o tutelar niños (incluidos los propios niños irlandeses).

Cuando, entre 1845 y 1849 tiene lugar la peor hambruna que ha conocido la isla, los propietarios de las tierras irlandesas -ingleses unionistas que viven en Inglaterra- exportan enormes cantidades de alimentos a Bristol, Glasgow, Liverpool y Londres: de acuerdo con Christine Kinealy, profesora de la Universidad Drew (History Ireland, 1997, número 5, pp. 32-36), en el peor momento de la hambruna salieron para Inglaterra, desde las zonas más afectada de Irlanda (Ballina, Ballyshannon, Bantry, Dingle, Killala, Kilrush, Limerick, Sligo, Tralee y Westport), 4000 embarcaciones con ganado, tocino, jamón, guisantes, alubias, cebollas, conejos, salmón, ostras, arenque, manteca, miel, lenguas, pieles de animales, trapos, zapatos, jabón, pegamento y semillas. El caso de la mantequilla es singular: se exportaron a Bristol 2.314.000 litros, y 1.426.000 litros a Liverpool en los primeros nueve meses de 1847, cuando 400.000 hombres, mujeres y niños irlandeses murieron de hambre.

La exclusión de los católicos llega a ser tan hiriente y tan irracional que cuando arraiga en el siglo XIX el movimiento independentista, no sólo los católicos republicanos están deseosos de abandonar el Reino Unido: numerosos irlandeses anglicanos, entre ellos algunas de las más populares figuras de la cultura irlandesa, como George Bernard Shaw o William Butler Yeats, por ejemplo, se alían con los católicos en la construcción de una Irlanda libre.

En 1920 la división de Ulster es el reflejo del afán de los angloirlandeses por mantener su hegemonía sobre la minoría irlandesa: tres de los condados de Ulster, de mayoría católica (Donegal, Monaghan y Cavan), se unen a la República de Irlanda, mientras que los cuatro de mayoría anglicana (Antrim, Armagh, Derry y Down) pasan a constituir Irlanda del Norte con otros dos condados (Fermanagh y Tyrone) de mayoría católica, que quedan así incorporados y sometidos. El Parlamento de Belfast llega incluso a alterar las circunscripciones electorales para garantizar la mayoría unionista (partidarios de la incorporación al Reino Unido) en los distritos de población nacionalista. Se emprenden auténticos pogromos contra las familias católicas, lo que no evitará que los nacionalistas sigan siendo mayoría en la segunda ciudad de Irlanda del Norte, Derry, rebautizada por los unionistas como Londonderry.

Consumada la independencia (parcial) de la isla, los católico-nacionalistas en el Ulster son segregados hasta quedar la mayoría de la ciudades separadas en zona anglicana y zona católica, las viviendas públicas se alquilan separando una y otra población, se veda el acceso de los católicos a los puestos laborales mejor remunerados, y el resultado es que los católicos tienen un nivel social inferior y la miseria se extiende entre los irlandeses republicanos. En estas condiciones, la policía y la judicatura quedan en manos de los unionistas, y los católicos sienten que sus delitos se reprimen más duramente, sobre todo en los enfrentamientos entre ambas comunidades. A esto se añade la humillación sufrida por los católicos que tienen que ver cómo continúan celebrándose las victorias inglesas con desfiles de unionistas que atraviesan barrios católicos recordándoles quienes robaron su tierra y sus derechos. Así están las cosas cuando llega el Acuerdo de Viernes Santo, que pretende acabar con el terrorismo del IRA actuando en su origen, esto es, acabando con la discriminación para reconciliar a las dos comunidades.

No hay nada parecido a esto en la historia de nuestras provincias vascas, y nadie responsable debería equiparar una historia y la otra, porque supondría una afrenta para los irlandeses conocedores de su historia y de la nuestra. Con su acogida a De Juana, los actuales dirigentes del nacionalismo irlandés se sitúan fuera de este grupo, porque, como todo lo humano admite grados, pese a ser todos terroristas, difícilmente se puede justificar la amorosa atención que recibe el etarra.






lunes, 4 de junio de 2007

ESPAÑA EN AMÉRICA

Hoja de la espada de Juan Gallego, de la expedición de Francisco Vázquez Coronado (1540-1541) hallada en Kansas en  1886. Exhibe la inscripción "No me saques sin razón, no me enbaines sin honor".

A propósito del reciente viaje del Santo Padre a Brasil ha cobrado actualidad nuevamente el juicio de la acción de España en América. No estoy yo seguro de que sea acertado, ni acaso posible, hacer cuentas en asuntos de esta índole, tan ajenos a los métodos de las ciencias exactas o experimentales, pero si vamos a hacer cuentas, tenemos que hacerlas bien.

Se ha apelado para denostar la acción de España en América al testimonio de fray Bartolomé de las Casas y su célebre tratado “Brevísima relación de la destrucción de Indias”, cien páginas en las que no se encuentra más que robos, incendios, matanzas, indios quemados vivos, ahorcados, despanzurrados, mutilados: doscientos, miles, un millón, tres millones, quince millones, llegamos a sumar más de veinticuatro millones de indios muertos a manos de los españoles, una cifra que ni siquiera hemos alcanzado tras la invención de los modernos métodos de genocidio del siglo XX. Sorprende ver que aún se presenta como testimonio la voz de este fraile, sobre el que resultaría saludable la reedición del libro de Menéndez Pidal de 1963 "El padre de Las Casas: su doble personalidad". A su autor, ejemplo de probidad y rigor intelectual, le sacaba de quicio la absoluta irresponsabilidad del obispo de Chiapas, su permanente y patológica exageración, su constante desfiguración no ya de la realidad, sino de lo posible. Basta leer la formidable y deliciosa "Historia verdadera de la conquista de la Nueva España", de Bernal Díaz del Castillo, el soldado compañero de Cortés que escribió en su retirada ancianidad en Guatemala sus recuerdos de la conquista, para comprender, si no nos dejamos nublar por el partidismo, lo ajustado de la versión de Las Casas: “Pues de aquellas matanzas que dicen que hacíamos, siendo nosotros cuatrocientos y cincuenta soldados los que andábamos en la guerra, harto teníamos que defendernos no nos matasen y nos llevasen de vencida, que aunque estuvieran los indios atados no hiciéramos tantas muertes”. Como muestra, valga lo que dice John Tate Lanning -citado por Powell-: "Si cada español de los que integran la lista de Bermúdez Plata, en su "Pasajeros a las Indias" durante los cincuenta años inmediatos al Descubrimiento, hubiera matado un indio cada día laboral y tres los domingos, habría sido preciso el transcurso de una generación para alcanzar la cifra que le atribuye su compatriota".

Muchas veces hemos oído hablar de la superioridad de la armas de los españoles, pero la verdad es que esa superioridad llegaba poco más allá de la impresión inicial, pues los toscos e ineficaces arcabuces apenas eran más peligrosos que las flechas y cerbatanas que les oponían sus enemigos, no tenían más alcance, eran diez veces más lentas de disparar y dependían de una cantidad finita, y a menudo no renovable, de pólvora. En cuanto a las armaduras de hombres y animales, no sólo no protegían contra las puntas de flecha de ágata, sino que, pensadas para la guerra en Europa, tuvieron que desenvolverse con ellas en un clima en el que suponían más una incomodidad que una ayuda, además de una notable desventaja en un lance extremo frente a sus ágiles adversarios.

En cuanto a "las Colonias", hay que insistir en algo que parece estar completamente olvidado: que las Indias no eran Colonias, sino Reinos, con el mismo rango que los reinos que la Monarquía Hispánica tenía en nuestra península y en pie de igualdad con ellos. Esa es la razón de que los Reyes los consideraron siempre como súbditos y de que no se emprendiese contra ellos una tarea de exterminio, a lo que se opuso expresamente Isabel en primer lugar. Y esa es la razón de una legislación de Indias que, entre otras cosas, prescribía lo siguiente:
-castigo al que maltratase a los indios.
-prohibición de venta de indios.
-prohibición de traer indios a la Península aunque ellos quisieran venir. (se adivina la intención preventiva de abuso del europeo que tiene este punto).
-con la misma intención se prohibía al indio vender sus tierras.
-la prohibición de que los europeos casados con indias pudieran acceder a la propiedad de los bienes de la familia de su esposa.
-aplicación en aquellos territorios, como modelo legislativo, o en caso de vacío legal, de las leyes de Castilla.

Esto es, precisamente, lo que ha hecho decir a Edward Gaylord Bourne: “En América española fueron considerados los nativos desde el principio como súbditos de la Corona de España, mientras que en América inglesa se les trataba generalmente como naciones independientes (amigas o enemigas, según se presentara el caso)”, y Charles Fletcher Lummis ha apostillado: “El empeño de los exploradores españoles en todas partes fue educar, cristianizar y civilizar a los indígenas, a fin de hacerles dignos ciudadanos de la nación, en vez de eliminarlos de la faz de la tierra para poner en su lugar a los recién llegados, como por regla general ha sucedido con otras conquistas realizadas por algunas naciones europeas. De vez en cuando hubo individuos que cometieron errores y hasta crímenes, pero un gran fondo de sabiduría y humanidad caracteriza todo el generoso régimen de España, régimen que impone admiración a todos los hombres viriles”.

Hay que recordar algo muy olvidado: que la Corona no tuvo parte en el descubrimiento y conquista: no hubo allí ejércitos españoles, como sí hubo en Flandes, Italia, etc, sino sólo individuos que ponían sus vidas y sus bienes a esa carta. Todo fue primariamente obra de “iniciativa privada”. Díaz del Castillo dice: “Por lo que a mí toca y a todos los verdaderos conquistadores, mis compañeros, que hemos servido a su Majestad así en descubrir y conquistar y pacificar y poblar todas las provincias de la Nueva España, que es una de las buenas partes descubiertas del Nuevo Mundo, lo cual descubrimos a nuestra costa, sin ser sabedor de ello su Majestad...”. Ésta es la cuestión: han luchado, se han esforzado en “descubrir y conquistar y pacificar y poblar” como servicio al Rey, pero “a nuestra costa”, y, todavía más sorprendente, “sin ser sabedor de ello su Majestad”. Se les reprocha haber buscado el enriquecimiento, lo que, además de ser un móvil irreprochablemente digno –por el que tantos españoles han abandonado sus hogares y han salido al mundo todavía recientemente - no era, a sus ojos, lo único que merecía consideración: por raro que pueda parecer hoy, para ellos resultaba tan importante el interés evangelizador, por el que los españoles han corrido muchos miles de kilómetros a lugares remotos y sin ninguna relación con fuentes de riqueza, a través de selvas y de desiertos, únicamente para cumplir con el mandato “Id por todo el mundo y predicad el Evangelio”. Si no fuera así, no podríamos explicar la presencia de poblamientos en lugares tan alejados de señuelos materiales como el Sur de los Estados Unidos, Chile o Yucatán.

Los conquistadores llevan a América la única sociedad que conocen, que es una sociedad feudal. Ése es el origen de las Encomiendas. Y cuando el Emperador, alarmado por las noticias que le llegan, ordenó a Hernán Cortés la completa libertad de los indios, éste, que estaba sobre el terreno y conocía la realidad, defiende la encomienda enfrentándola con la única alternativa posible: fuera de la encomienda la miseria del indio era permanente, en las encomiendas, en cambio, el encomendero, por su propio interés, se preocupaba de convertir la tierra en productiva y de promover e instruir a los indios. Ha habido escuelas españolas para indios en México desde el año 1524 –México se conquista en 1521- , y hacia 1575 se habían impreso en esa ciudad decenas de libros en doce diferentes dialectos indios. En muy pocos años ha pasado el continente de la Edad de Piedra al Renacimiento.

La acción de España en América es un ejemplo máximo de eficacia histórica de una pequeña nación en un breve plazo de tiempo. Lo que encontramos siempre son pequeños grupos de hombres: Colón se embarca en tres naves con 120 tripulantes, Hernán Cortés conquista México con 450 hombres, Pizarro el Perú con 200. El número de descubridores, exploradores, conquistadores, es increíblemente reducido. Y con la elementalísima técnica del siglo XV, pasados algunos decenios los españoles están en todas partes de América. El inmenso continente, con sus ríos caudalosos, sus cordilleras infranqueables, sus selvas y sus desiertos, sus fabulosas distancias, incomprensibles para los europeos, se llena de ciudades con sus plazas mayores, iglesias, catedrales, casas y palacios, audiencias, fuertes, imprentas, universidades.

Sería muy largo referirnos concretamente a cada conquistador, remito para ello a las excelentes obras sobre el particular, pero recomiendo comenzar, para situarnos en la ropa del protagonista, por las crónicas de los propios conquistadores, pues muchos de ellos han dejado memoria escrita de sus hechos: el propio Cortés, Díaz del Castillo, Vázquez de Tapia, El Conquistador Anónimo, fray Diego Landa, fray Diego López Cogolluda, Fidalgo de Elvas, Pedro de Alvarado, Vázquez de Coronado, Pedro de Aguado, Jiménez de Quesada, Pascual de Andagoya, Hernando Pizarro, Pedro Pizarro, Diego de Trujillo, Pedro de Valdivia, Pedro Cieza de León, Álvar Núñez Cabeza de Vaca, Ulrico Schmidl, fray Gaspar de Carvajal, Toribio de Ortiguera, Pedro Aguado, Pedro Arias de Almesto, Alonso de Rojas, Jerónimo de Vivar, Juan Rodríguez Freyle, son algunos de los que pueden acompañar al curioso que quiera conocer su aventura de primera mano, sin aceptar que interesados o ignorantes se aprovechen de su inocencia para deformar la realidad, que es el secreto para no entender nada.

En una escena de “La vida de Brian” el líder de un grupo nacionalista hebreo opuesto a la ocupación romana hace una pregunta retórica: “¿Qué ha hecho Roma por nosotros?” y son sus propios seguidores quienes le contestan sucesivamente: “el acueducto”, “el alcantarillado”, “las carreteras”, “la irrigación”, “la sanidad”, “la enseñanza”, “el vino”, “los baños públicos”, “el orden”, “la paz”… No nos quedemos nosotros mudos cuando nos pregunten “¿Qué ha hecho España por América?”