No es bueno que el hombre esté solo. Hemos nacido para convivir, para relacionarnos con los demás y enriquecernos con su trato. A medida que dejamos atrás la infancia crece nuestra necesidad de relacionarnos: primero la familia, luego los vecinos, los compañeros del colegio, los amigos,.. Hablar con los demás ensancha nuestros límites, de por sí bastante reducidos. Escuchar a los demás madura nuestra perspectiva, nos ayuda a manejarnos en la complejidad del mundo.
Leer es una forma de escuchar, una forma que nos permite saltar las barreras del espacio y del tiempo. Recordemos aquellos versos que escribió Quevedo en la Torre de Juan Abad:
“Retirado en la paz de estos desiertos,
con pocos, pero doctos libros juntos,
vivo en conversación con los difuntos,
y escucho con mis ojos a los muertos.
Si no siempre entendidos, siempre abiertos,
o enmiendan, o fecundan mis asuntos;
y en músicos callados contrapuntos
al sueño de la vida hablan despiertos.”
Leer, a corto plazo, nos proporciona momentos de placer y nos permite superar el tedio, combatir el aburrimiento, del que tantas veces se ha dicho que es el mal de nuestro tiempo. Nos permiten vivir otras vidas, tener otras experiencias. Por eso, a largo plazo, nos configura, nos enriquece, nos cambia. Nos afina el alma, o nos la embota; nos abre horizontes, o nos los estrecha. A medida que pasa el tiempo, va quedando en nosotros el poso de los libros que hemos leído. Y el hueco de los que no hemos leído.
El papa Francisco, retirado unas semanas del pasado mes de julio en lo que llama sus “trabacaciones”, ha aprovechado esos días de descanso sin salir de Roma para escribir una carta “sobre el papel de la literatura en la formación”. Inicialmnte era un texto para aplicar a la formación de sacerdotes, pero el contenido y el enfoque utilizado -la formación humana del destinatario- lo hace aplicable a cualquiera de nosotros: todos podemos extraer enseñanza de ella.
Destaca en su introducción el mayor enriquecimiento que la lectura supone respecto a los medios audiovisuales tan masivamente utilizados hoy: el lector escribe la obra, “la amplía con su imaginación, crea su mundo, utiliza sus habilidades, su memoria, sus sueños, su propia historia llena de dramatismo y simbolismo, y de este modo lo que resulta es una obra muy distinta de la que el autor pretendía escribir.”
El Papa nos invita a contrarrestar la inevitable aceleración y simplificación del eficientismo y de la urgencia de la inmediato que embotan nuestra vida cotidiana, aprendiendo a tomar distancia de lo inmediato, a desacelerar, a contemplar y a escuchar. Esto es posible cuando una persona se detiene a leer un libro por el gusto de hacerlo.
El hábito de la lectura, a largo plazo, enriquece de diversas maneras a la persona: amplía el vocabulario -que es el instrumento con el que recibimos y transmitimos mensajes- y esa ampliación nos hace capaces de una discriminación más fina de los conceptos, nos ayuda a entender y a pensar con más precisión.
“Mejor aún”, dice el Papa: la literatura sirve para hacer experiencia de vida. La lectura nos pone en contacto con situaciones ajenas que se nos acercan como propias, y eso nos proporciona la “experiencia” de una vida que deja su poso en la nuestra: “nos zambullimos en los personajes, en las preocupaciones, en los dramas, en los peligros, en los miedos de las personas que finalmente han superado los desafíos de la vida, o quizás durante la lectura damos consejos a los personajes que después nos servirán a nosotros mismos.”.
Al asistir a la experiencia vital del “otro” podemos identificarnos con su punto de vista, su situación, sus sentimientos, sin todo lo cual no existe solidaridad, compasión ni misericordia. “Y al contemplar la violencia, limitación o fragilidad de los demás tenemos la posibilidad de reflexionar mejor sobre la nuestra. ...la literatura educa en la comprensión, en la humildad de la no simplificación y en la mansedumbre de no pretender controlar la realidad y la condición humana a través del juicio. Es cierto que es necesario el juicio, pero nunca hay que olvidar su alcance limitado; en efecto, este nunca debe desembocar en una condena a muerte, en una eliminación, en la supresión de la humanidad en beneficio de una árida absolutización de la ley.”
“Al reconocer la inutilidad y quizá también la imposibilidad de reducir el misterio del mundo y el ser humano a una antinómica polaridad de verdadero/falso o justo/injusto, el lector acoge el deber del juicio no como un instrumento de dominio sino como un impulso hacia la escucha incesante y como disponibilidad para ponerse en juego en esa extraordinaria riqueza de la historia debida a la presencia del Espíritu.”