sábado, 28 de septiembre de 2013

SALIMOS PERDIENDO



Pasamos unos días de descanso en un pequeño pueblo del interior. Apenas unos centenares de casas apretadas bajo el sol. Al caer la tarde acaba el encierro preventivo al que obligan las altas temperaturas, y salimos a dar nuestro paseo.  Nos acercamos a un escaparate: lienzos de diferentes tamaños y estilos, fotografías de época, acuarelas, pasteles, óleos,…marcos sencillos, apenas unas regletas para confinar la belleza, y marcos reduplicados, tallados, artísticos, en los que parece que el contenido es el pretexto para exhibir la propia belleza del  marco. Todo, presentado con esmero, casi con mimo, porque la excelencia hay que resaltarla sobre el fondo. Se cuida el detalle, se nota el cariño con que tratan aquí a la obra de arte. 

Los seres humanos somos así: necesitamos señalar con detalles de especial cuidado lo que nos parece importante, lo que destaca sobre el resto: es una forma de marcar diferencias, de mostrar nuestro aprecio al valor que encierran. Si en ese establecimiento apareciese un rótulo en el que se leyese “fábrica de cuadros” parecería que el objeto quedaba degradado, que quedaba descartado como arte, reducido a mercancía: sería la confesión de que habríamos perdido la facultad de reconocer su valor original, lo que lo hace irrepetible y nos enriquece. Fabricar es igualar por abajo; es producción en serie, homogeneidad difusa, multitud indiferente: nada hay especial, desaparece lo excelente, lo que destaca, lo valioso; ¿quién se atreverá a decir que Velázquez, que Caravaggio, que Goya, fabricaban cuadros?  

Por eso, cuando he leído que Carl Djerassi, el creador de la píldora anticonceptiva, contempla un futuro en el que la generación humana habrá quedado completamente desvinculada de la sexualidad -sexo estéril por un lado, fecundación in vitro por otro- he sentido un escalofrío, una impresión de empobrecimiento radical. Que ha dejado paso pronto a una profunda compasión.

         Compasión, en primer lugar, hacia el propio Djerassi,  que se declara así insensible para reconocer en el origen de la persona otros elementos que no sean el hecho puramente zoológico del placer y el estrictamente celular de la fecundación. En el camino se ha perdido el único elemento que introducía la dimensión personal: el momento de intimidad y de entrega de dos personas que se aman con un amor que va más allá de sí mismo y que es capaz de dar de sí nada menos que a una persona nueva, distinta, irreductible a ellas: una innovación radical, un amor creador. Por eso, si se piensa bien, sus palabras suenan a cadena de montaje, a un proceso  mecánico, sin “alma”. Y por eso puede desensamblar sus componentes y considerarlos por separado. 

Pero compasión también hacia esa improbable sociedad en la que la continuidad de las generaciones tuviese lugar así. Se me dirá que da igual, que eso ya ocurre ahora y que es poco importante, que la nueva realidad personal acabará surgiendo de todas formas. Sí, es verdad que eso ya ocurre ahora. Pero es la excepción, el suceso raro. Convertir la excepción en norma cambia el amor originante por un proceso técnico, artificial, “fabril”, que no cuadra bien con el nivel de excelencia que corresponde a la persona humana. Un acto medido en todos sus puntos para alcanzar el fin que se persigue: nada queda al azar, el resultado asegurado, la exactitud a salvo de imprevistos, el dominio absoluto del hombre sobre…¡el hombre!

Y es verdad también que la realidad personal acabará surgiendo, de todas formas, de ese proceso. Pero en su origen se habrá introducido algo que es "menos digno" de él que la intimidad de aquel amor entregado. ¿Y eso es muy grave? No, no es muy grave. Hasta que imagino que podríamos estar hablando de mí, o de un hijo mío. Y entonces lo comparo con el cuidado amoroso que recibía la excelencia en un taller olvidado de un pueblucho olvidado.

         Salimos perdiendo