viernes, 27 de agosto de 2010

EL DIOS DE LOS ENFERMOS

Recientemente he tenido ocasión de asistir a una conferencia en la que un médico exponía sus experiencias como enfermo de cáncer y extraía de ellas conclusiones que podían ser útiles para los que le escuchábamos, médicos también todos nosotros. Y recuerdo que una de las afirmaciones que, aunque evidente y conocida de antemano, más me hizo pensar, fue que la diferencia entre él y nosotros era que nosotros todavía no teníamos cáncer.

Efectivamente, en una primera aproximación se puede decir que todo el que vive lo bastante acaba muriendo de cáncer, de modo que es ésta una enfermedad que nos aqueja a todos, a unos en forma actual, y a otros en esa forma especial que consiste en ir a padecerla. “Todos somos enfermos, unos ya y otros todavía no” podía ser el mensaje de aquella conferencia.

Y al oír esto vino a mi memoria una afirmación oída a propósito de un famoso pensador que, tras muchos años de hacer profesión de ateísmo, ante la proximidad de la muerte había experimentado una conversión profunda a Dios. El comentario pretendía desvalorizar su conversión, atribuyéndola al temor -“¡Bah, cuando se van a morir a todos les entra el miedo!”-, como si la proximidad de la muerte nos introdujese en un espejismo, como si nos alejase de la realidad.

La cuestión, efectivamente, es saber si esa inmediatez de la muerte desvirtúa la determinación de la voluntad o si, por el contrario, la sitúa en su lugar; si el sufrimiento, la angustia y el dolor sacan al hombre de su condición natural, o si es ésa precisamente la condición del hombre. Yo creo que no es necesario haber vivido muchos años o haber sufrido circunstancias excepcionalmente dolorosas para que nuestra propia experiencia nos ofrezca una respuesta clara: el hombre hace su vida desde la cuna entre aspiraciones, tensiones y deseos contradictorios, entre cosas que hace sin querer y pretensiones que no alcanza, rodeado siempre de limitaciones que lo condicionan, a veces decisivamente. Por debajo de las alegrías y satisfacciones que endulzan nuestra vida, escondida tras los fulgores momentáneos, subyace siempre la condición necesitada, menesterosa y débil del hombre, y eso nos hace comprender que nuestro conferenciante tenía razón, que el hombre enfermo somos todos, y que la perspectiva de quien se encuentra desasido de apoyos ante la muerte es, simplemente, la auténtica perspectiva humana. La proximidad de la muerte no nos aleja de la realidad, como quería hacer creer aquel comentario: lo que hace es, más bien, despojarnos del disfraz.

Es verdad que es fácil sentirse exultante y satisfecho cuando no tenemos experiencia del verdadero dolor y la vida es una fiesta. Pero cuando la fiesta se acaba, cuando entramos en últimas cuentas con nosotros mismos y nos hacemos la única pregunta que de verdad nos importa -“¿qué va a ser de mí?”-, entonces ya no nos sirven los viejos apoyos que dejamos atrás, unos apoyos que sólo nos sostienen a condición de que no necesitemos que nos sostengan. Lo que de verdad necesitamos en ese momento es un Amor cálido, profundo y total que nos sonría, nos abrace y nos conforte: lo que necesitamos entonces es al Dios de Abrahám, de Isaac y de Jacob, un Dios de vivos que tiene predilección por el menesteroso, que se enternece ante el necesitado; un Dios del que “no tienen necesidad los sanos, sino los enfermos”. Los enfermos. O sea, todos nosotros.