lunes, 1 de marzo de 2010

LA CLONACIÓN PERSONAL

Tanto nos han dicho por la derecha y por la izquierda sobre la clonación de embriones que se nos escapa otra clonación menos presente en los medios de comunicación pero que nos afecta más profundamente que la primera: la reducción de la realidad personal a un esquema, a un esqueleto, en el que todos podemos sentirnos representados sólo con que renunciemos a nuestros rasgos distintivos.
Claro está que resulta infinitamente más cómodo habérselas con conceptos que con personas, y por eso el teórico, para manejarse con soltura, no tiene mayor inconveniente en reducirnos a algunos puntos que todos compartimos y despreciar el resto. Pero ese “resto” es justamente lo que hace que seamos nosotros, y olvidarlo tiene sus riesgos, En el fondo, como lamentaba Unamuno, es sustituir al “hombre de carne y hueso, el que nace, sufre y muere –sobre todo muere- el que come, y bebe, y juega, y duerme, y piensa, y quiere: el hombre al que se ve y a quien se oye”, por una abstracción que “no es de aquí o de allí, ni de esta época o de la otra, que no tiene ni sexo ni patria, una idea, en fin. Es decir, un no-hombre”.
La ética es el paradigma de esta situación: se esfuerza en buscar principios comunes que permitan edificar una ética de ámbito mundial, pero como ha renunciado a elaborar una antropología metafísica, carece de un ideal de perfección al que aspirar. Por eso se conforma con algo de menos altura: satisfacer las necesidades. Y ni siquiera las necesidades del espíritu, que, al fin y al cabo, nos acercan al amor, a la verdad y a la belleza, tres cosas que nos elevan sobre el reino animal; no, aspira sólo a satisfacer las necesidades corporales. Es una ética utilitaria que sólo puede ofrecer más placer y menos dolor, algo puramente aritmético y animal: una ética zoológica.
Esta abstracción tiene la indudable ventaja de facilitar enormemente la labor del César, que, en vez de contemplar la variedad de rostros que le presentamos, opta por diseñar un hombre que no existe pero que tiene alguno de nuestros rasgos, y nos hace creer que nos parecemos a ese hombre. Y nosotros, que conocemos ya la eficacia del César para satisfacernos, nos contentamos con esos beneficios y damos por buena esa imagen que se nos ofrece como nuestra.
Y acabamos por no encontrar razón para impedirle gobernar los más pequeños aspectos de nuestra vida personal. De modo que dice lo que tenemos que querer y hace lo que tenemos que hacer nosotros. Y lo hace bien, porque se preocupa de cuál es la mejor manera de hacerlo. Pero no se preocupa de cómo es más conveniente que se haga. Y hay cosas que es preferible que las hagamos mal nosotros a que otros nos las hagan bien, como saben todos los padres que han educado a sus hijos. La vida humana es primariamente libertad y responsabilidad, y en la medida en que decaen éstas decae nuestra humanidad. Si el paternalismo es malo para una familia, para el Estado sólo puede ser peor.
Hay que decirle al César que la felicidad debe contar con las aspiraciones, inquietudes e ilusiones que configuran nuestra vida, la de cada uno; que la felicidad, si no es personal, no es felicidad. Hay que decirle que se limite a asegurarnos los medios para que la alcancemos nosotros personalmente; que no puede vender la “felicidad para todos” porque eso no es felicidad, sino clonación. Sin necesidad de hacernos pasar por un laboratorio.