No es posible negar que estamos en
una época en que lo mezquino, lo chabacano, tiene una presencia pública como
nunca había tenido. Asistimos con normalidad y constantemente a ejemplos de
intolerancia, de egoísmo, de deslealtad, de soberbia, tonos exaltados,
exabruptos, críticas que no muestran su justificación: se impone lo
desagradable, lo antipático, ha desaparecido de nuestro entorno común lo noble y hermoso, lo atractivo.
Aún no está muy lejos
el tiempo en que los personajes públicos -de la política, del mundo de la
comunicación, del arte,...- eran ejemplos de cualidades valiosas, que parecían
atractivas: su simpatía, su resolución, su constancia, merecían ser imitados. Nos
atraía su manera de ser, las cualidades que eran evidentes. La sociedad mostró
su preferencia por ellos, se decidió por aquel estilo vital, y el paso del
tiempo ha confirmado lo acertado de aquella preferencia.
La mezquindad, lo
miserable, no es cosa nueva, lo ha habido siempre. La novedad reside en el
aprecio que recibe, en la adhesión a estas formas de mal humor, de talante
agrio y desabrido. La novedad reside en el odio a la excelencia, en la
persecución de los valores humanos. Si aparece una figura nueva en el
escenario, podemos estar seguros de que no tardará alguien en salpicarla con
algún rumor que le perjudique, que señale que también esa persona podría
tener su lado oscuro, y se insistirá en ello hasta convencer a la víctima
que es mejor acabar cuanto antes confesando cualquier tropiezo, que será
cuidadosamente magnificado. Parece que somos incapaces de apreciar
lo bueno que hay en los demás, que se nos atragantan las cualidades favorables ajenas,
y hasta escondemos las que podamos tener nosotros; nos avergüenzan, procuramos
que no se noten.
Pero este comportamiento es insincero, una impostura:
en la vida privada, la vida concreta de cada
uno, siguen resultando atractivos los rasgos que públicamente se denigran. La
simpatía no ha dejado de atraernos: cuando la contemplamos agradecemos siempre
su presencia, la echamos de menos cuando falta. Es la mejor tarjeta de visita.
Una persona simpática siempre juega con ventaja: tenemos más indulgencia para
sus defectos, más tolerancia para sus errores. Puede parecer injusto, pero no creo
que lo sea: tras la simpatía adivinamos la profunda bondad que la sustenta, el
fondo luminoso del que nace.
Tenemos que manifestar públicamente el aprecio que sentimos
por lo que nos parece valioso, y rechazar públicamente lo que nos parece
rechazable. Lo contrario no es más que una forma de falsificación, vivir una
mentira. Y eso genera, en primer lugar, descontento, una sensación profunda de
frustración. Pero es que, además, cierra el horizonte.
El prestigio de lo negativo es una de las
actitudes menos inteligentes y más dañinas que podemos adoptar. La forma en que miramos la
realidad resulta decisiva porque condiciona nuestro futuro: fijarnos en los
aspectos positivos y favorables hace que nos sintamos capaces de emprender
tareas que difícilmente se afrontan cuando sólo vemos inconvenientes y
defectos. Pero si se extiende la impresión de que todo está torcido
terminaremos por desconfiar de nuestras posibilidades, y nos imposibilitaremos
para llevar a cabo labores que permitan sacar lo mejor de nosotros.
Fray Luis de León,
al que no faltaron graves desazones, comenzaba su “Oda a Salinas” con unos
versos que expresan lo que quiero decir: “El aire se serena /y viste de
hermosura y luz no usada, /Salinas, cuando suena / la música estremada, / por
vuestra sabia mano gobernada”. La vida ‑todos lo
sabemos‑ está sembrada de penas y sufrimientos, y a menudo tenemos que
vivirla a contracorazón. Por eso, intentemos aliviar con nuestra presencia
tanto dolor escondido. Una palabra cercana y cordial, una mirada alegre y sincera,
una sonrisa cálida y profunda levantan el ánimo, curan las heridas y nos
dan nuevas fuerzas y nuevas esperanzas cuando las hemos perdido, de eso todos
tenemos experiencia. Serenar el aire es la condición para contemplar la
realidad con ojos nuevos, inocentes, que es la única forma de ver con claridad.
Los siguientes versos de la Oda
lo descubren: “A cuyo son divino / el alma, que en olvido
está sumida, / torna a cobrar el tino / y memoria perdida / de su origen
primera esclarecida. / Y como se conoce, / en suerte y pensamientos se mejora;
/ el oro desconoce, / que el vulgo vil adora, / la belleza caduca, engañadora”.
“Y como se conoce, / en suerte
y pensamientos se mejora”. Es una virtud valiosa y escondida esa de hacer
que el aire se serene, que el corazón se remanse y el alma se esponje
agradecida. Y no hay nadie que no pueda alcanzarla. Francisco Salinas, ciego
desde los 10 años, supo serenar desde su oscuridad la vida de Fray Luis.
Una
experiencia común de la vida diaria es que sólo encontramos lo que vamos
buscando. Podemos pasar de largo ante asuntos de importancia, simplemente porque
lo que tenemos en la cabeza en ese momento es otra cosa. Eso es lo que ocurre
también en estos asuntos. Magnificamos el caso desgraciado hasta no ver más que
casos desgraciados. La belleza, la nobleza, pasan desapercibidas y sin discípulos;
el lado soleado de la vida queda lejos, y nuestra existencia trascurre en un
paisaje inhóspito y frío, en el fondo, profundamente hostil, en el que la
felicidad es inalcanzable.
El mal humor destiñe y tizna, la
simpatía despeja el horizonte y abre posibilidades nuevas. Urge una campaña por
la simpatía. Gracias por sonreír.