Nos
adentramos en un bosque. A medida que se adapta la visión distinguimos árboles
muy variados: formas y colores, tamaños y sombras diferentes. Luz y oscuridad,
sonidos y silencio. El bosque siempre queda más allá: literalmente, los árboles
no nos dejan ver el bosque. Elegimos una senda, y el bosque se concreta y va
cambiando a medida que avanzamos, nuevos árboles sustituyen a los que van
quedando atrás. Pero el bosque siempre queda más allá, va retrocediendo ante
nuestros pasos y permanece siempre distante y misterioso.
A medida que avanzamos por la espesura se nos ofrecen
nuevas sendas, nuevos caminos que podríamos tomar, nuevas posibilidades que
prometen árboles nuevos, nuevas perspectivas. Pero no podemos tomar más que uno
cada vez. El bosque promete paisajes y vistas que nunca estarán ante nosotros:
elegir es renunciar. Los árboles abandonan la penumbra para hacerse patentes, y
desaparecen luego a nuestra espalda. Las posibilidades que tenemos delante son
el resultado de las decisiones que tomamos antes, cada vez que una nueva senda
se abría ante nosotros. Hemos ido haciendo real –realizando- uno de las caminos
que se nos ofrecían, y, así, nos encontramos ante nuevas opciones que antes no teníamos.
Es una de las posibilidades que había de pasear por ese
bosque, pero posibilidades quedan muchas: cada paseante realiza la suya, y
ninguno las agota todas. Descubrimos tantos bosques como paseantes. Las posibilidades
son siempre diferentes y nuevas, enriquecen nuestro conocimiento del bosque. Y
la voluntad, que opta en cada encrucijada por una u otra vereda entre los
árboles: concreción y pérdida a la vez.
El paseo por el bosque nos sirve como imagen de la
vida humana: un conjunto de posibilidades, enormemente amplio pero inconcreto
al comienzo de la vida, todas ellas irreales aún. Vivir es ir realizando
algunas de ellas y obliterando otras; viejas posibilidades que no lo son ya, y
otras nuevas que surgen ahora ante nosotros. Ninguna vida realiza todas las
posibilidades que se le ofrecen. Pero el número de ellas que se concreta es muy
distinto de una vida a otra, y de eso depende su riqueza, su intensidad, su
menor o mayor plenitud: la vida es lo que hacemos y lo que nos pasa.
Pero la imagen del bosque es, al mismo tiempo,
inadecuada, porque deja la impresión de que las posibilidades estaban ya “ahí”,
latentes, esperando sólo un paso en la dirección adecuada. La vida humana es
más que eso: es autodeterminación, “autocreación”, realización de lo que antes
no existía ni siquiera como posibilidad. La vida humana transforma la realidad
y “da de sí” posibilidades radicalmente nuevas, nacidas de los actos libres del
hombre que rompen la cadena de causalidades y suponen una innovación radical,
el comienzo de una nueva cadena de causas.
Y están los otros, los que encuentro en mi vida y pasan a
ser un ingrediente fundamental de ella, que forman, literalmente, parte del
proyecto en que mi vida consiste, y cuya ausencia supondría un cambio
sustancial –de la sustancia- de mi vida. “Yo ya no soy yo, ni mi casa es ya mi
casa”, resumía Julián Marías recordando a su esposa tras largos años de viudedad.
Ésa es la riqueza de la vida humana: la amplitud de
posibilidades que puede realizar. Ninguna vida está ya decidida, y la riqueza
que encierran en forma de latencia es incalculable, incomparable con ninguna
otra forma de realidad: solo la vida humana se determina a sí misma,
creando su propia riqueza a medida que se despliega. No debemos permitirnos
degradarla, “cosificarla” y despreciarla como algo ya conocido, ya realizado:
nuestra respuesta ante cada vida humana sólo puede ser un sí agradecido y
esperanzado. Eso es lo que celebramos el Día Internacional de la Vida.