Parece ser que, en la
desbandada que siguió a la invasión china del Tíbet, partieron de un monasterio
tibetano dos niños en busca de otro lugar al que acogerse. En una bifurcación
del camino optaron por hacer caso a un caminante que les advirtió del peligro
que les esperaba por uno de los caminos, y se fueron por el otro. Pero donde se creyeron seguros fueron asaltados, apaleados y despojados de sus bienes. Cuando,
a salvo ya, les preguntaron qué habían aprendido de aquello, uno de ellos
contestó que había aprendido a no fiarse de nadie. Naturalmente, trataron de
quitárselo de la cabeza: no es posible una vida humana desconfiando de todo el
mundo. El otro contestó que había aprendido a esperar lo inesperado.
Como tantos otros, yo también he aprovechado esta temporada de confinamiento para saldar lecturas atrasadas, y una de ellas me ha resultado especialmente reveladora: me ha enseñado a esperar lo inesperado. Tuve yo en mi infancia un profesor que me parecía entonces un anciano divertido. Nos daba clases de Historia, Religión y Latín, y sus principales virtudes eran la devoción a la Virgen, su capacidad para inventarse cartas apócrifas de Julio César y su entrega a los colores de su equipo. Era un fraile agustino, ya mayor a nuestros ojos, que parecía haber llegado al colegio para retirarse de su vida zarandeada. Durante muchos años había sido misionero en el Brasil, y, cuando estaba yo saliendo de la infancia, publicó un libro con sus recuerdos de aquellos años. Como era de esperar, el libro no suscitó en mí interés de ningún tipo, y lo dejé pasar sin pena ni gloria.
Sólo muchos años después recordé aquel libro, y sentí curiosidad por leerlo. Eran ya tiempos de Internet, y conseguí uno de los dos únicos ejemplares que localicé en las páginas de librerías de segunda mano. El otro, que desapareció de Internet también por aquellos días, alguien, a mil kilómetros de mí, y sin saber que andaba yo entonces detrás de él, lo compró para regalármelo, que así es la vida.
De modo que he dedicado algunos ratos a leer los recuerdos de mi viejo profesor. Después de sólo unas páginas descubrí a una persona desconocida: su buen escribir, sobrio pero matizado, su profunda sensibilidad para todo lo humano, su entrega y su defensa del indio amazónico, su conocimiento del corazón del hombre, su generosidad, su fortaleza para llevar adelante su labor en medio de las dificultades, también sociales, que encontraba. En fin, la riqueza interior de aquel hombre que había descendido hasta nuestro nivel y se había reducido a una especie de profesor chiflado.
Y me pregunto si no haré yo todavía muchas veces como hice entonces: dar a los que me rodean por sabidos, imposibilitándome para ver más allá de lo evidente. Es el peligro que encierra lo cotidiano: que parece encorsetar la realidad y excluir cualquier otra posibilidad. Y ni siquiera podría apreciar la novedad, porque no sería capaz de verla: sólo vemos lo que esperamos encontrar, estamos hartos de comprobarlo.
Todos respondemos, además, de acuerdo con lo que se espera de nosotros, de manera que nuestra confianza abre posibilidades, revela cualidades latentes: es la mano de nieve de la que nos hablaba Bécquer. Más que en ningún otro sitio, esto es evidente en la enseñanza, como sabía mi profesor. El padre Carlos se desprendió de sí mismo hasta casi desaparecer para hacerse a nosotros, sus alumnos. Permanecía, oculta, su gran riqueza personal, pero no hacía ostentación de ella. He sentido, al leerlo, un profundo agradecimiento, y ha crecido un cariño grande por él. Me apena no haberme dado cuenta entonces, habérmelo perdido. Y me hace pensar que puedo estar perdiéndome a otros todavía ahora, a fuerza de darlos por sabidos.
Como tantos otros, yo también he aprovechado esta temporada de confinamiento para saldar lecturas atrasadas, y una de ellas me ha resultado especialmente reveladora: me ha enseñado a esperar lo inesperado. Tuve yo en mi infancia un profesor que me parecía entonces un anciano divertido. Nos daba clases de Historia, Religión y Latín, y sus principales virtudes eran la devoción a la Virgen, su capacidad para inventarse cartas apócrifas de Julio César y su entrega a los colores de su equipo. Era un fraile agustino, ya mayor a nuestros ojos, que parecía haber llegado al colegio para retirarse de su vida zarandeada. Durante muchos años había sido misionero en el Brasil, y, cuando estaba yo saliendo de la infancia, publicó un libro con sus recuerdos de aquellos años. Como era de esperar, el libro no suscitó en mí interés de ningún tipo, y lo dejé pasar sin pena ni gloria.
Sólo muchos años después recordé aquel libro, y sentí curiosidad por leerlo. Eran ya tiempos de Internet, y conseguí uno de los dos únicos ejemplares que localicé en las páginas de librerías de segunda mano. El otro, que desapareció de Internet también por aquellos días, alguien, a mil kilómetros de mí, y sin saber que andaba yo entonces detrás de él, lo compró para regalármelo, que así es la vida.
De modo que he dedicado algunos ratos a leer los recuerdos de mi viejo profesor. Después de sólo unas páginas descubrí a una persona desconocida: su buen escribir, sobrio pero matizado, su profunda sensibilidad para todo lo humano, su entrega y su defensa del indio amazónico, su conocimiento del corazón del hombre, su generosidad, su fortaleza para llevar adelante su labor en medio de las dificultades, también sociales, que encontraba. En fin, la riqueza interior de aquel hombre que había descendido hasta nuestro nivel y se había reducido a una especie de profesor chiflado.
Y me pregunto si no haré yo todavía muchas veces como hice entonces: dar a los que me rodean por sabidos, imposibilitándome para ver más allá de lo evidente. Es el peligro que encierra lo cotidiano: que parece encorsetar la realidad y excluir cualquier otra posibilidad. Y ni siquiera podría apreciar la novedad, porque no sería capaz de verla: sólo vemos lo que esperamos encontrar, estamos hartos de comprobarlo.
Todos respondemos, además, de acuerdo con lo que se espera de nosotros, de manera que nuestra confianza abre posibilidades, revela cualidades latentes: es la mano de nieve de la que nos hablaba Bécquer. Más que en ningún otro sitio, esto es evidente en la enseñanza, como sabía mi profesor. El padre Carlos se desprendió de sí mismo hasta casi desaparecer para hacerse a nosotros, sus alumnos. Permanecía, oculta, su gran riqueza personal, pero no hacía ostentación de ella. He sentido, al leerlo, un profundo agradecimiento, y ha crecido un cariño grande por él. Me apena no haberme dado cuenta entonces, habérmelo perdido. Y me hace pensar que puedo estar perdiéndome a otros todavía ahora, a fuerza de darlos por sabidos.