Desde
Sanidad se reclama una adecuada red de apoyo social para atender adecuadamente
a pacientes dependientes, pues desde sus servicios no se pueden cubrir todas
sus necesidades ni pueden llegar a todos los lugares en los que sería necesario;
en la Universidad se lamentan los recortes y la poca autonomía que tiene en
España la ciencia; los deportistas de élite se ven en la necesidad de abandonar
sus entrenamientos para conseguir un sueldo que les permita vivir; los
cineastas reclaman fondos para continuar desempeñando su oficio,… Son formas diferente
de hablar de lo mismo: de la presencia –de la omnipresencia, enorme por una parte, e insuficiente por otra- del
Estado en espacios que es discutible que le corresponda ocupar: ni da abasto ni
es eficaz.
¿No
habrá llegado el momento de descargarle de trabajo? ¿Y si empezamos a ocuparnos
nosotros de las cosas que nos importan? Al fin y al cabo, eso era
lo que argumentábamos cuando montamos el Estado de las Autonomías: que había
que acercar la resolución de los problemas a la gente que vive con ellos.
Es
conocida la propuesta de Kennedy: “No
preguntes qué puede hacer tu país por ti, pregunta qué puedes hacer tú por tu
país”. Después de todas las transferencias que han tenido lugar desde que
inauguramos las Autonomías, nos falta la última: la transferencia a la sociedad
civil, que es la que desarrolla la responsabilidad y la creatividad del
ciudadano, y la que aporta una dirección sólida y el esfuerzo de sus miembros.
La sociedad civil -los individuos, las familias, las asociaciones de vecinos,
los clubs deportivos, las asociaciones profesionales y culturales, las
sociedades de amigos de tal Universidad, o tal Academia, o tal Museo, o de tal
Orquesta u Orfeón,… y el conjunto de relaciones entre todos ellos- debe responsabilizarse de tantas
actividades de orden económico,
social, cultural, deportivo, recreativo, profesional, político, etc, que le afectan directamente y a las que las personas
dan vida espontáneamente y que hacen posible su efectivo crecimiento social, pero
cuya gestión, sin
embargo, dejamos en manos del Estado, al que hemos decidido llamar asistencial.
Porque
las cosas salen mejor cuando ponemos en ellas el corazón, y el Estado, incluso
con la mejor de las intenciones, al final no es más que una entidad impersonal
y lejana que maneja los lejanos problemas de la vida real como si fueran puros
conceptos abstractos. Y, como los conoce mal, los enfoca mal y los maneja mal:
se desorienta, busca soluciones irreales o desproporcionadas, se pierde en papeleos
que no conducen a ninguna parte, y, después de malgastar el tiempo y las energías de la gente y de aumentar el aparato
público, dominado más por la lógica burocrática que por la necesidad del
servicio, da lugar a un enorme crecimiento de los gastos, y, finalmente, a su
inevitable agotamiento.
En esto quedó el bienestar que nos prometía.
Es
momento de recuperar la presencia de la sociedad civil. Todos tenemos algo que
ofrecer a la sociedad, y debemos hacerlo, no debemos permitir que lo hagan por
nosotros. Deberíamos ir pensando en sustituir este Estado asistencial por otro
subsidiario. El Estado no puede ser “asistencial” porque no le corresponde
“asistir”, no le corresponde cubrir todas las necesidades y aspiraciones de los
ciudadanos. Ni siquiera puede hacerlo, a la vista está. Lo que le corresponde es “subsidiar”. Que no es dar subsidios, sino
“ayudar”: facilitar la acción de la sociedad civil, y animarla a hacerlo con los
incentivos adecuados. Limitando así la intervención estatal en la vida social, las
acciones se llevan a cabo con menos coste económico y social, y con más eficacia. Se evita, además, que las prioridades las decida el Estado, y se evita también su agotamiento estéril: puede, así, reservarse para aquellas labores a las que no pueda llegar, o en las que no deba intervenir, la sociedad civil.
Y
cuando, como ahora, el Estado hace “crack”, la labor social no se resiente, y
es capaz de salir a flote, porque no la mueven maquinarias oficiales.
¿Aprenderemos
algo de estas crisis?