Pariente cercana de la figura de san José durmiente
que nos enseñó hace algún tiempo el papa Francisco, circula ahora por las redes
una figura de la Sagrada Familia que nos muestra a la Virgen durmiendo mientras
san José atiende a Jesús que se despereza. Una simpática figura para el Belén
que ilumina estos días tantos hogares y plazas.
Me gustan estas figuras. A san José durmiente le
confía el Papa los asuntos complicados que se quedan pendientes recordando que,
en sucesivas ocasiones, fue en sueños como se le comunicó al Patriarca la
voluntad de Dios, y recordando también que es Patrono de la Iglesia Universal.
En esta imagen que circula ahora contemplamos a la Sagrada Familia en una
escena corriente de su vida corriente. La Virgen, a la que estamos
acostumbrados a ver coronada de estrellas con la luna bajo sus pies, es una
criatura como nosotros, que se cansa como nos cansamos nosotros, y se entrega,
como nosotros, al sueño. Y cuando el Niño se despierta acude a él José para
respetar el descanso de María, un gesto silencioso y escondido que revela al
mismo tiempo el cuidado amoroso que tiene de ella y la atención eficaz que le
presta a Jesús. José se ha anticipado a la necesidad del Niño, que cuando
apenas se despierta y comienza a estirarse se encuentra ya acogido por José,
que lo mira enternecido y deslumbrado: ¡Dios mismo, despojado de su divinidad y
entregado indefenso en sus manos, necesitando de él!
Dios sorprende siempre al hombre, desborda nuestras
previsiones. Llama la atención el contraste entre la religión natural de tantos pueblos que se
esfuerzan en ofrecer sacrificios para aplacar la ira de unos dioses que parece
que estuviesen perpetuamente enfadados con el hombre, y la insistencia de Jesús en proclamar el amor de Dios. Un amor que, como el
nuestro, no descansa hasta ser correspondido, un amor que reclama el amor del
ser amado, que busca la cercanía y el contacto con el hombre. Viene a nuestro
encuentro, pero no viene como lo imaginan los hombres. Los griegos, por
ejemplo, que, cuando imaginaban a Zeus descendiendo a la tierra, lo presentaban
como un forastero que llegaba de pronto no se sabía de dónde, y desaparecía de
la misma manera; o metamorfoseado -en toro, en cisne, en lluvia- para sorprender
al hombre -a la mujer- a traición y por la espalda. No. Dios nos vuelve a
sorprender, y cuando se hace hombre –hombre verdadero- asume todo lo que eso
supone: comienza su encarnación en el seno de una mujer y recorre todos los
pasos sucesivos que recorremos los hombres corrientes. Ahora lo vemos recién
nacido, pasando hambre, frío, sueño. Incapaz -el autor del Universo- de
satisfacer por sí mismo sus recién estrenadas necesidades: estrenando la
impotencia.
Y ahí está José. Dios pudo venir al mundo con la
Virgen como única maestra de la vida, pero quiso tener un padre. Y eligió a
éste que ahora lo tiene entre sus brazos y al que se le cae la baba
contemplándolo. Jesús, que –porque no impone, no obliga- un día se lamentará
del rechazo de su propio pueblo -“Jerusalén, Jerusalén, ¡cuántas veces he
querido reunir a tus hijos como reúne la gallina sus polluelos bajo el ala, y
tú no has querido!”- está ahora en brazos de uno al que le falta tiempo para
satisfacer sus deseos y necesidades apenas los conoce. Tendría seguramente José
otras cosas pendientes, en un hogar pobre siempre sobran los quehaceres. Pero
conoce cuáles son las prioridades en su vida, y la prioridad ahora es el
cuidado concreto que requieren las dos personas que Dios le ha confiado. María
descansa, Jesús abre los ojos al mundo. Los dos se sienten seguros confiados a
ese hombre corriente. Corriente pero capaz de cualquier cosa por ellos. Capaz
de salir apresuradamente, de noche, sin previo aviso, hacia tierras
extranjeras, para salvar la vida de Jesús, el más precoz perseguido político.
Capaz de iniciar una nueva vida, desde cero, entre gente de otra cultura
y de otra lengua, para sacarlos a los dos adelante. Capaz de abandonarlo todo
otra vez cuando ya echaban raíces en el nuevo suelo, para devolverlos a su
pueblo. Capaz, en fin, de entregar la vida en silencio, dispuesto
permanentemente a una nueva oblación.
Esta imagen diferente de las habituales es un reclamo
que pone el acento en José, uno de nosotros. Nos enseña la confiada entrega con
que Dios se nos da, nos enseña que es posible un trato personal e íntimo, lleno
de cuidado y de cariño, con Jesús y con su Madre. Nos enseña a vivir la
Navidad centrados en lo importante.