El
conocimiento científico ha llegado a ser, entre nosotros, paradigma
del verdadero conocimiento, hasta el punto de afirmarse que el único
conocimiento válido es el conocimiento científico. Es ésta, sin
embargo, una afirmación que se contradice a sí misma, porque no
procede de ninguna investigación de carácter científico: la
afirmación "fuera de la ciencia no hay conocimiento" no
puede defenderse desde dentro de la ciencia. La realidad, más
bien, indica lo contrario: el avance de la ciencia no se produce,
principalmente, por acumulación de nuevos datos, sino por
rectificación de lo asegurado hasta ese momento, por revisión de lo
que se creía anteriormente.
La
fuerza de convicción que tiene a nuestros ojos el conocimiento
científico procede precisamente de ahí: de su capacidad para mirar
atrás con ojos críticos, para poner las cosas en tela de juicio y
ver qué pasa. Negar esto es volver al principio de autoridad como
fuente de certeza, algo que repugna a la ciencia.
Tampoco
es imparcial la ciencia. No puede serlo. Cuando la opinión general
afirma que ciencia es observación y experimentación olvida el
decisivo papel que juega la iniciativa del científico, que tiene que
trazarse un objetivo, plantear una hipótesis que le lleve hasta él
y diseñar los experimentos adecuados. Todo nace y está condicionado
por este interés personal que es el motor de todo el mecanismo.
De modo
que sin crítica de lo sabido, y sin voluntad cierta -libre de
intereses ajenos a la ciencia- de descubrir la verdad, el
conocimiento científico se nos escurre de las manos como el agua.
El
profesor Gonzalo Herranz, Catedrático Emérito de Anatomía
Patológica y de Embriología, es un ejemplo de afán por la verdad.
Desde que su jubilación le dejó más tiempo libre, se ha esforzado
en justificar las afirmaciones que todos –y él también- hemos
dado cuando explicamos el desarrollo del embrión, cosas como que las
células de un embrión de pocos días de vida son indiferenciadas e
intercambiables, o que es posible la gemelación por separación de
las células de un embrión único en etapas precoces de su
desarrollo.
Ha
dedicado mucho tiempo a rastrear aguas arriba, ascendiendo de un
artículo al anterior hasta dar con aquél del que procede lo
que todos hemos repetido luego. Y ha publicado el resumen de sus
hallazgos en un libro notable y herético, “El embrión
ficticio”, un libro que se lee con pasmo, porque hace
tambalearse los cimientos de nuestros conocimientos de embriología.
Herranz expone ante el lector cómo surgen algunas de esas ideas que
la Ciencia ha elevado a dogma.
Me
quiero entretener en el argumento de la gemelación monocigótica,
que viene a decir que, a lo largo de sus dos primeras semanas,
el embrión humano no es ni puede ser considerado un individuo, porque puede escindirse y dar lugar a dos o más sacos embrionarios.
Una afirmación cuyas consecuencias rebasan el ámbito de la ciencia,
pues está en el origen de la doctrina que niega estatuto de
humanidad al embrión temprano.
El
argumento nace en un artículo de J.W. Corner de 1922 en el que
describía los gemelos que había encontrado al estudiar los úteros
de cerdas gestantes. Tras la presentación de sus hallazgos terminaba
proponiendo una hipótesis: “Voy a permitirme la libertad de
ceder a la imaginación al referirme a la morfogénesis de los
gemelos monocigóticos humanos”. Y desarrolló una teoría
ingeniosa y brillante –pero imaginaria- en la que unió sus propias
ideas sobre la gestación biamniótica del cerdo con las de Paterson
sobre la gestación monoamniótica del armadillo, y las trasplantó a
la gestación monocorial humana.
Pero
era una teoría altamente razonable y de una lógica lineal, y,
apoyada en el enorme prestigio científico de Corner, fue aceptada no
como lo que, en realidad, es –un modelo teórico, una hipótesis
pendiente de verificación-, sino como un registro preciso
de hechos probados, a pesar de los esfuerzos del propio Corner por
recordar la falta de soporte empírico de la teoría: todavía en
1954, cuando se había convertido ya en doctrina indiscutible,
insistía en recordar que era algo puramente especulativo: “Se
ha elaborado, sin embargo, mediante meras conjeturas”.
Hoy,
merced a las técnicas de fecundación artificial, se han estudiado
decenas de miles de embriones humanos en fases precoces de su
desarrollo, y no se ha encontrado soporte alguno para esta teoría.
Sin embargo, se ha documentado al menos una vez, y de modo
convincente, la presencia antes de la eclosión y dentro de una misma
pelúcida –la “carcasa” de lo que fue el óvulo-, de dos
embriones tempranos independientes, y nada impide pensar que se hayan
separado en la primera división celular del embrión. Más aún: hoy
sabemos que el embrión es una estructura altamente organizada,
constituida por una población celular que presenta gradientes
específicos de activación génica y de actividad de señalización,
y esto hace altamente improbable la teoría de la gemelación
monocigótica.
Cuando
el bioético saca conclusiones de envergadura, como es afirmar o
negar el estatuto humano del embrión, tiene la obligación de
despojarse de sus prejuicios éticos y biológicos. Y esto quiere
decir también abandonar el principio de autoridad, en virtud del
cual se da por sentada la verdad de una afirmación científica sin
más argumento que el prestigio de su promotor.
Revelar
a estas alturas la inconsistencia de tal argumento puede parecer, en
palabras del propio Herranz, “fustigar un caballo muerto”. Sin
embargo, descubrir falacias del pasado nos proporciona una experiencia que
puede ser útil para otros debates en el futuro. Especialmente, puede
servir a los propios investigadores –y a nuestros legisladores y
jueces, receptores acríticos de su mensaje-, cuya actitud ante los
descubrimientos de la ciencia nos hace recordar a los personajes de
Perrault:
¡Cómo
no va a existir el Marqués de Carabás cuando el propio Gato con
Botas dice que está a su servicio!