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jueves, 23 de enero de 2014

LA HUELLA DE LOS PADRES




La investigación biológica con células madre ha despertado esperanzas tanto en el campo de la medicina regenerativa como en lo que se ha llamado “reproducción asistida”: se abren perspectivas de crear óvulos y espermatozoides artificiales con la carga genética del adulto que desea “reproducirse”, y hasta se habla de fabricar espermatozoides a partir de óvulos, y viceversa, lo que abriría un futuro esperanzador a las parejas de homosexuales. Pero la cosa no resulta fácil, porque no basta con empaquetar los genes en la nueva célula: es necesario algo más, algo que se ha llamado “imprimación del genoma”. ¿De qué se trata?

Dejando al margen los cromosomas sexuales del varón, cuya procedencia es cierta -el cromosoma X, de la madre; el Y, del padre-, clásicamente se ha considerado que era indiferente que un cromosoma concreto fuera de origen materno o paterno. Sin embargo, con el avance de la genética en los últimos años las cosas aparecen de otra manera, como se ejemplifica con los síndromes de Prader-Willi y de Angelman. El síndrome de Prader-Willi se caracteriza por dificultad en el aprendizaje, baja estatura, necesidad compulsiva de comer y pies y manos pequeños. El síndrome de Angelman, por su parte, consiste en retraso mental grave, convulsiones, movimientos rígidos y en sacudidas y una expresión extrañamente alegre, rasgos estos últimos por los que han recibido el nombre descriptivo de “marionetas felices”.

La sorpresa surgió cuando los estudios genéticos, que acostumbran a caracterizar una enfermedad por un perfil unívoco, descubrieron que estos dos síndromes tan diferentes eran genéticamente idénticos: la misma alteración en el mismo punto del mismo cromosoma: el 15. Con una particularidad: en todos los pacientes de Prader-Willi el cromosoma afectado era el de origen paterno, mientras que en los pacientes con Angelman era siempre el de origen materno. Se puso así de manifiesto que la procedencia de los genes comporta alguna diferencia en su función, que no eran exactamente intercambiables. Pero ¿cómo distingue el organismo el origen de los cromosomas?

Se sabía que los genes son cadenas de ADN formadas por cuatro tipos diferentes de eslabones. Hoy sabemos  que uno de esos eslabones, las moléculas de citosina, reciben un “marcaje” químico –una metilación- y que el número y la posición de esas metilaciones es característico de cada cromosoma y diferente según el órgano de procedencia. La razón de ello es que ese "marcaje" provoca el "bloqueo" del gen en cuestión, de modo que es fácil comprender que en cada órgano la metilación será diferente, pues se trata de bloquear funciones que no se llevan a cabo allí: por ejemplo, bloquear en las células nerviosas las funciones de las células hepáticas. 

Por lo tanto, se podría esperar que el espermatozoide, que se desentiende de todo lo que no sea desarrollar un sistema de desplazamiento rápido, tenga más metilaciones que el óvulo, que mantiene sus funciones celulares y debe, además, desarrollar una cubierta para dirigir la entrada del espermatozoide, y almacenar nutrientes que permitan al embrión alimentarse hasta que acceda a otra fuente de recursos. Pues bien, eso es exactamente lo que se observa: las metilaciones de los genes en el espermatozoide son mucho más numerosas que en el óvulo. De hecho, más numerosas que en cualquier otra célula del organismo.

 Claro está que una de las primeras tareas del embrión consistirá en ir eliminando esas metilaciones, para dejarlo todo “a cero” y empezar a aplicar él las metilaciones oportunas. Por eso, cuando se desarrollen los testículos y los ovarios, y maduran espermatozoides y óvulos, no queda ya nada de aquel patrón heredado, y las nuevas células sexuales reciben el patrón que les corresponde.

La cuestión es que esa metilación “marca” los genes como procedentes del padre, o de la madre. Y eso no es indiferente, al menos para ciertas funciones, como hemos visto en los síndromes de Prader-Willi y de Angelman. Otros ejemplos ocurren durante el desarrollo embrionario: el embrión construye la placenta, el primer órgano que desarrolla su funcionalidad completa, y el que le permite mantenerse con vida durante todo el tiempo que permanece en el seno materno, con los genes que ha recibido de su padre. Y, al contrario, de la disposición general del cuerpo se ocuparán sus genes maternos.  

La cuestión, para lo que importa a los investigadores a los que me refería antes, es que el desarrollo del embrión requiere la aportación conjunta de los genes del padre y de la madre, de modo que si faltase uno de ellos –porque el óvulo o el espermatozoide fuesen “artificiales”; no digamos si lo fuesen los dos- no llega a formarse un nuevo individuo. La imprimación del genoma constituye una verdadera barrera biológica que reafirma la vinculación heterosexual originaria: la naturaleza dispone las cosas de tal forma que cada "uno" o "una" proceda forzosamente de "una y uno".

martes, 21 de febrero de 2012

EL AUGE DEL PRIMITIVISMO

  

Nos cuesta apreciar lo que tenemos, ya lo sabíamos. Pero o aprendemos a valorarlo, o acabaremos por perderlo. Es el caso del nivel desde el que ahora vivimos, que no es fruto espontáneo de la naturaleza, sino la consecuencia del trabajo y el tesón de los que nos precedieron. Nosotros tenemos la responsabilidad de, por lo menos, conservarlo sin deterioro. Todo eso que tan frecuentemente oímos acerca de la “conservación del medio ambiente” y de “¿qué planeta vamos a dejar a nuestros hijos?” debemos aplicarlo con más afán aún, porque es infinitamente más precario y frágil, al medio ambiente científico y técnico, que nos ha traído desde Altamira hasta aquí: un viaje tan trabajoso que dudo yo de que ni siquiera los más sinceros ecólatras estén dispuestos a sacar billete de vuelta.

No tengamos tanta prisa en exaltar la vida natural antes de pensar despacio lo que vamos a decir, porque alguien podría preguntarnos qué significa eso de la vida natural: ¿estamos dispuestos a irnos a vivir a una cueva y a cubrirnos con pieles? Durante unos años se ha extendido la creencia de que la práctica de las vacunaciones atenta gravemente contra la vida natural, que, nos dicen, tienen sus propios recursos para salir adelante. Lo malo es que no se ve muy bien qué razones podría tener "la naturaleza" para preferir favorecerme a mí en vez de al virus del SIDA, pongo por caso. O del sarampión, que es ahora de máxima actualidad. Cuando las primeras familias de inconformistas decidieron desengancharse de los programas de vacunación pudieron mirar alrededor con una sonrisa de suficiencia: no se habían vacunado y, sin embargo, no enfermaban, exactamente lo que vaticinaba su doctrina de la "defensa natural”.

Estaban engañados, pero eran incapaces de aceptar los razonamientos de la medicina tradicional. Y la explicación era muy sencilla: estaban, efectivamente, protegidos contra esas enfermedades, pero no por una "defensa natural", sino por un cordón sanitario formado por toda la población restante que sí estaba vacunada y que actuaban como cortafuegos que impedía a los agentes infecciosos llegar hasta él. Hasta él, que tan alegremente había renunciado a mirar el riesgo que corría.

Era un espejismo, pero un espejismo que reclutaba partidarios nuevos cada día. Y nadie escuchó a los expertos. "Los médicos no saben Medicina", era la conclusión. Es verdad: hay muchas sombras en la Medicina, muchas preguntas aún sin respuesta, y muchas incertidumbres que probablemente nunca llegarán a ser certezas. Pero aun con todo eso, los médicos siguen siendo los que más Medicina saben, y es una temeridad despreciar las enseñanzas de 2500 años de historia para volver a los chamanes y a la doctrina de los cuatro humores, porque ése es exactamente el billete que nos devuelve a Altamira. Ahora, cuando se han multiplicado los "huecos" de ese cortafuegos defensivo y la enfermedad ha llegado hasta nosotros, nos echamos las manos la cabeza. ¿Por qué no pensamos las cosas antes? Reconstruir ahora ese cortafuegos es, desde luego, más laborioso, más caro y más lento que echarlo abajo despreocupada e irresponsablemente.

El caso de las vacunas es un buen ejemplo, pero no es el único. Acabamos de conocer la triste noticia de la muerte de Caroline Lovell, conocida por su encendida defensa de los partos a domicilio: ha muerto tras dar a luz a su hija Zahra en su casa de Melbourne. No se puede evitar sentir rabia mezclada con una honda tristeza por esa mujer a la que una idea romántica del parto ha podido costarle la vida. Y sobrecogidos aún por esta dramática noticia, nos llega un estudio que publica American Medical News en el que comparan esta práctica con la del parto hospitalizado a partir de la experiencia en los EE.UU. Es verdad que el parto en casa no es ya lo que ha sido durante milenios, y la atención sanitaria en esos momentos puede en muchos aspectos trasladarse hasta el hogar de la mujer, haciendo de esos momentos un acontecimiento más cercano, cálido y acogedor. Pero claro está que no es equivalente a dar a luz en un entorno hospitalario, y las mujeres que pueden acudir al hospital parten ya con ventaja. Por eso se selecciona cuidadosamente a las madres que serán asistidas en su casa: las mujeres que tienen embarazos tórpidos o complicados y las que tienen hogares problemáticos son derivadas siempre a los hospitales; sólo las madres con todos los datos a favor son asistidas a domicilio. Bueno, pues a pesar de esa selección, el índice de recién nacidos muertos en los primeros días de vida es el doble entre los nacidos en casa que entre los nacidos en el hospital. Es verdad que es un índice muy bajo: dos de cada mil frente a uno de cada mil. Pero es el doble. Es decir: la mitad de ellos se habría salvado si el parto hubiera tenido lugar en el hospital

Son dos noticias que deberían hacernos pensar. A la hora de rechazar lo que hemos conseguido al cabo de los siglos tenemos que saber bien a qué renunciamos y qué es lo que hemos preferido. Recorrer un camino alegremente no significa que ése sea el camino más adecuado. Especialmente si va a convertirnos en nuestros antepasados.

jueves, 5 de mayo de 2011

HABAS CONTADAS

El reciente artículo del señor Cela "Azar y evolución"(1) ha vuelto a poner sobre el tapete la confrontación entre los que se llaman creacionistas y los darwinistas. La cuestión, reducida a su núcleo principal, puede resumirse así: la teoría de Darwin afirma que todas las especies derivan de otra anterior a través de pequeñas modificaciones sucesivas provocadas por la necesidad de adaptarse a un ambiente que está en continuo cambio. Dando esto por sentado, se echa por tierra la teoría que afirma que las especies son el producto de un acto expreso de creación por parte de Dios, y, por lo tanto, quienes adoptan una postura favorable a la idea de creación se sienten en la necesidad de rechazar a Darwin.

Es ésta una cuestión sobre la que habría alguna cosa que decir, porque no es asunto que deba resultarnos ajeno. Lo primero que hay que decir es que no hay que perder la perspectiva: nos dicen los que saben de eso que el universo dio comienzo con una gran explosión que tuvo lugar hace aproximadamente quince mil millones de años. Diez mil millones de años más tarde –cuando ya habían transcurrido dos terceras partes de la historia del universo- se formó nuestro sistema solar, y hace sólo tres mil ochocientos millones de años surgió la vida en la tierra. Primero, en forma unicelular: los fósiles más antiguos que conocemos, denominados “estromatolitos”, y que quizá fueron formas primitivas de vida bacteriana –aunque algunos sabios lo discuten-, son de hace tres mil quinientos millones de años. La teoría de la evolución no trata de explicar el origen de la vida, sino sólo los cambios que han experimentado los seres vivos, y su ámbito se limita, por lo tanto, a la última cuarta parte de la historia del universo: es decir, explicar el origen del universo no entra en el horizonte del darwinismo. No hay, por tanto, oposición entre las ideas de la creación y de la evolución de las especies.

Entonces, ¿por qué se mantiene esa oposición? Pues porque el conflicto no estriba en aceptar o no la idea de creación, sino en que Darwin postula una línea de continuidad ininterrumpida desde las formas de vida más antiguas hasta las actuales y los que se llaman creacionistas pretenden introducir en esa línea puntos de discontinuidad en virtud de los cuales aparecería una especie “ex novo”, es decir, “de repente”, por aparición súbita en el escenario. Pero esta afirmación carece de fundamento científico. Lo más parecido a una aparición repentina es la explosión de formas de vida nuevas que tuvo lugar en el Cámbrico, hace entre 530 y 520 millones de años: en sólo 10 millones de años surgieron al menos 11 de los 20 phyla de metazoos, es decir, de organismos multicelulares, que conocemos. Eso quiere decir que en ese breve plazo aparecieron al menos once planes diferentes de organización corporal, dando lugar a sistemas de locomoción completamente nuevos y a multitud de formas predadoras diferentes que fueron a ocupar nichos ecológicos hasta entonces deshabitados. La razón no puede ser la adaptación al medio, pues tuvo lugar en un ambiente marino homogéneo y en el que no existía presión selectiva alguna. La razón de aquella explosión de formas de vida fue la mutación en los genes reguladores, que son los encargados de decidir dónde, cómo y cuándo han de ponerse en marcha los demás genes. Son lo que determinan que las extremidades surjan a los lados del cuerpo, y no en la línea media; que las extremidades resulten ser brazos y no piernas; que los dedos se formen después del brazo, y no al contrario. Esto hizo que, con los mismos colores de antes, se pintaran cuadros completamente nuevos y distintos entre sí. Ésa es la misión del genoma, ése es su papel: codificar un programa dinámico perfectamente establecido en el que, desde la primera división, se van produciendo, en cascada, cada uno en su momento exacto y en su lugar exacto, cada uno cuando toca, todos los pasos sucesivos hasta realizar el plan que estaba ya completo en la primera célula que tuvo ese genoma.

Esto es ciencia. Decidir que una fuerza exterior obligó a esa línea continua e ininterrumpida a dar un salto en el Cámbrico no solamente no es ciencia, sino que es lo contrario de ciencia. No es ciencia, porque el conocimiento científico no lo avala. Y es lo contrario de ciencia, porque lo que la ciencia dice es precisamente que hay una continuidad expresa en la que cada paso es la consecuencia del anterior y la causa del siguiente.

Y eso está tan firmemente asentado en la ciencia actual que sorprende oír a estas alturas que durante el desarrollo de la forma de vida que llamamos hombre esa continuidad se rompe, y en algún momento todavía no determinado tiene lugar un acontecimiento aún por aclarar que hace que lo que antes no era un ser humano ahora haya empezado a serlo. No hay nada en la ciencia que apoye esta pretensión: lo que la ciencia enseña es que la única innovación que se produce es la constitución del genoma. Todo lo que viene luego ya no es más que desplegamiento de lo que estaba plegado, desvelamiento de lo que estaba velado: habas contadas. Negarlo a estas alturas no es más que volver a un creacionismo injustificado, y, desde luego, algo completamente ajeno a la ciencia.
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miércoles, 20 de octubre de 2010

LA PARTE POR EL TODO



Las células madre empiezan a mostrar una faceta inesperada: abaratar nuestro gasto de farmacia.
La experimentación con un fármaco de reciente diseño incluye conocer cómo se reparte por el organismo, y cómo se metaboliza, y también cómo se comporta el organismo ante él, cuál es la dosis mínima eficaz, la mínima tóxica, cómo se controlan o reducen sus efectos, etc. Para eso se recurre inicialmente a los animales de laboratorio, pero, antes o después, hay que observar los efectos en el hombre.
Todo esto tiene un alto coste, en primer lugar por escrúpulo ético: por una parte, algunos defensores de los animales muestran rotundamente su desacuerdo con estas prácticas, y, por otra, el dilema ético durante la fase humana puede aparecer respecto a los móviles que impulsan a los que se presentan voluntarios, y también respecto al riesgo al que se les somete, por remoto que sea.
Pero tiene también un coste económico no despreciable: pensemos que la fase animal puede costar unos cinco millones de dólares, y la fase clínica, llevada hasta el final –unos diez años- alcanzar los mil millones.
Y en cualquier momento de todo este recorrido puede surgir un inconveniente que haga imposible utilizar ese fármaco en la clínica humana. Entonces se pierde todo lo invertido hasta ese momento, y surge la pregunta: ¿no podría hacerse un primer descarte de forma más económica?
Los laboratorios Roche acaban de anunciar que su desarrollo de un nuevo antiviral ha sido suspendido por los efectos observados en el corazón de roedores, efecto que después han confirmado en tejido cardiaco humano desarrollado para ellos por Cellular Dynamics International a partir de células madre. Se ahorraban así los millones que les habría costado la fase humana, y podían haberse ahorrado los tres millones de dólares que les costó la fase con animales si hubieran empezado por ahí.
La competitividad hace el resto. Si Roche, con este nuevo método, puede cambiar años de trabajo y millones de dólares por una placa de laboratorio, las demás farmacéuticas no tardarán en hacer lo mismo. Pfizer y GlaxoSmithKline ya lo han hecho, y Cellular Dynamics International está haciendo su agosto: después de desarrollar células cutáneas y sanguíneas, se propone, para el próximo año, líneas celulares hepáticas y nerviosas. Mientras, su competidor, iPierian, no quiere quedarse fuera y comienza a desarrollar bancos celulares en los que se probarán nuevos fármacos para diabéticos y para pacientes con enfermedades neurodegenerativas. Y todos los esfuerzos utilizan células madre inducidas a partir de tejidos adultos, lo que suprime los dilemas éticos desde el principio.
Las células madre siguen siendo fuente de esperanza: menos gastos de producción significarán abaratar el producto final. Todos lo agradeceremos.

lunes, 16 de noviembre de 2009

LAS CÉLULAS MADRE, HOY

La investigación con las llamadas “células madre” despierta tantas ilusiones y tantos intereses que las investigaciones resultan condicionadas por circunstancias ajenas a la ciencia (discrepancias éticas, conflictos políticos, la propia complejidad de las investigaciones,…). Un ejemplo extremo es el investigador coreano Woo Suk Hwang, que asombró al mundo en 2004 y 2005 al anunciar que había conseguido la clonación humana, para más tarde confesar que se trataba de una falsificación; con más facilidad y menos malicia, puede ocurrir lo que reveló en 2003 el grupo de DA Melton: que la aparición de células productoras de insulina a partir de células embrionarias de rata había sido sólo el fruto de un artefacto. Estos hechos reflejan las peligrosas consecuencias que pueden producirse cuando la ciencia se encuentra en el escaparate, y se siente obligada a dar lo que se espera de ella. Por eso importa conocer la verdadera situación de la investigación que se lleva a cabo, para evitar vernos arrastrados por nuestros deseos.

Aproximadamente dos semanas después de la fecundación, el embrión está en fase de blastocisto; más tarde constituirá un disco formado por tres hojas superpuestas, cada una de las cuales dará lugar a ciertos tipos de tejido, y no a otros. Así, por ejemplo, la piel y el sistema nervioso surgirán del “ectodermo”, los músculos, los huesos y los vasos sanguíneos del “mesodermo”, y el tubo digestivo, los pulmones, el hígado y el páncreas, del “endodermo”. Pero en el blastocisto todo esto está aún en germen, sin “diferenciar”, y por eso se recurre a él para obtener células que puedan dar lugar a estos diversos tejidos. Son las denominadas “células madre embrionarias”, para cuya obtención es necesario matar al embrión previamente: no se puede sacar la pieza sin deshacer el puzzle.

Pero hay también “células madre adultas”, que se encuentran en tejidos del organismo adulto. Son las mejor conocidas, y fueron las primeras estudiadas –las células madre de la médula ósea, “constructoras” de las células sanguíneas- y las primeras utilizadas en la clínica humana -para resolver problemas relacionados con enfermedades como la leucemia-. Progresivamente se han ido descubriendo en otros tejidos, y hoy se conocen células madre prácticamente de todos los tejidos adultos. Si inicialmente se creyó que las células madre adultas sólo podían diferenciarse hacia tejidos procedentes de su misma hoja embrionaria, son cada vez más numerosos los estudios que muestran la posibilidad de generar células que en el desarrollo embrionario proceden de otra hoja.

La principal aplicación de las células madre a la clínica humana es la medicina regenerativa. Su indicación más clara serían enfermedades como la diabetes, el parkinson, el alzhéimer, la esclerosis en placas, etc., pero hay que tener en cuenta que la reparación del tejido con células madre no significa que desaparezca la causa de la degeneración. La medicina regenerativa es una estrategia más a añadir, no un planteamiento global que vaya a sustituir por completo los criterios y esquemas de la medicina actual.

El principal escollo técnico es la obtención de preparaciones adecuadas de células madre, lo que puede requerir instalaciones que desbordan las de un laboratorio de investigación convencional: no es lo mismo aislar células madre para investigar su desarrollo, o para trasplantarlas a animales, que disponer de material suficiente para aplicar a un número de enfermos adecuado en condiciones que aseguren la calidad, homogeneidad y seguridad de las células empleadas.

A pesar de que las células madre embrionarias crecen con mayor vigor y tienen mayor potencialidad que las adultas, presentan dos inconvenientes que hace insegura su utilización: el primero es que hay pocas líneas celulares disponibles, lo que supone pocas posibilidades de encontrar muestras compatibles con un enfermo dado. Esto es debido a que obtener líneas embrionarias de suficiente pureza presenta varias dificultades técnicas, siendo la principal la contaminación con las células de ratón que se utilizan como nutriente, lo que implica un riesgo añadido de rechazo o de alteración genética. El segundo inconveniente es de mayor envergadura: se trata de su capacidad para dar lugar a la aparición de tumores. Son tumores compuestos por los tipos celulares más diversos, semejantes a los observados en el ovario y el testículo. Este inconveniente podría salvarse induciendo precozmente la diferenciación de la célula, pero se trata de una vía que debe aún ser demostrada y comprobada su seguridad.

Por contraposición, las células madre adultas, presentes en el propio enfermo, no provocan rechazo ni tienen capacidad tumoral. Esto se traduce en la diferente utilización de uno u otro tipo de célula madre, como puede comprobarse en el registro de ensayos clínicos que publica el Instituto Nacional de Salud de los Estados Unidos en su página www.clinicaltrials.gov. La inmensa mayoría de ellos se hacen con células madre de la médula ósea, con una mayoría absoluta de ensayos de tratamiento de enfermedades hematológicas, pero también del miocardio, el tejido periodontal, o, en otro orden, las fracturas óseas, los traumatismos craneales y la diabetes mellitas. Igualmente bien representado está el capítulo de las células madre de cordón umbilical, y cada vez aparecen más estudios de células madre de otro origen (tejido graso, sistema nervioso, endometrio,…). Por las razones mencionadas más arriba, casi los únicos estudios en marcha con células madre de origen embrionario son líneas de investigación con células animales.

Esta es la realidad actual de las células madre y de la medicina regenerativa. El futuro es promisorio, pero hay que contar con el tiempo. Hoy por hoy, las células madre son sólo una vía de investigación que tiene aún camino por recorrer, y debe avanzar con pasos seguros, ajeno a la espectacularidad y el sensacionalismo. La alternativa serán casos como los mencionados al principio.
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"Investigación con células troncales". Dir: Carlos María Romeo Casabona. Monografías Humanitas, nº 4. Barcelona, 2006.
"Células madre. Encrucijadas biológicas para la Medicina: del tronco embrionario a la regeneración". César Nombela. EDAF. Madrid, 2007.
"Células madre. Ciencia, Ética y Derecho." Coord.: Roberto Germán Zurriarán. Ediciones Internacionales Universitarias. Madrid, 2009.

miércoles, 1 de julio de 2009

EL PRINCIPIO

Nos han acostumbrado a términos como “cigoto”, “preembrión”, “embrión”,… como si fueran entidades bien definidas, estables. La realidad es muy diferente: la fecundación del óvulo da lugar a una serie de acontecimientos en cascada cuyo interés va más allá de lo puramente biológico.

Para empezar, con la entrada del núcleo del espermatozoide se reanuda la división del material genético del óvulo, división que había quedado interrumpida hasta este momento y que es necesaria para permitir la unión de los dos núcleos. Es decir, que la entrada del espermatozoide no solamente da lugar a un nuevo ser genéticamente distinto de sus progenitores -el embrión (“cigoto” en este momento unicelular)- sino que, en rigor, es el hecho que capacita al óvulo para ello. A partir de aquí comienza el camino que dará finalmente como resultado un ser adulto.

La primera división del cigoto produce la separación de dos células precisamente a la altura del punto de entrada del espermatozoide. Y esto no va a ser indiferente, porque esas dos células ya no van a ser iguales: la célula que englobe el punto de entrada tendrá mayor volumen que la otra y se dividirá antes. Luego, las células que provengan de esta “hermana mayor” constituirán la “masa celular interna”, de la que derivará el feto. Recientemente la doctora Magdalena Zernicka-Goetz ha demostrado que minutos después de que el espermatozoide se una al óvulo, surge el esquema corporal del feto, y las 24 horas aparecen los ejes delante-detrás y arriba-abajo.

Las sucesivas divisiones celulares trasforman el cigoto en un acúmulo celular llamado “mórula” por su semejanza con una pequeña mora. Pero ya sabemos que esa mórula está orientada espacialmente, y en su interior se forma una cavidad lateral, formando en la zona opuesta la “masa celular interna” ya mencionada. Cuando aparece esa cavidad denominamos al embrión "blastocisto".

En este momento han pasado siete días desde la fecundación, que ocurrió en el extremo de la trompa de Falopio, y el embrión ya ha llegado al útero, donde tiene lugar un reconocimiento recíproco que desembocará en la “implantación”, el anidamiento del embrión dentro del útero.

¿Es el embrión una parte del cuerpo de la madre? La respuesta nos la da la misma biología: el embrión manda unas señales biológicas a las que ella responde provocando un cambio en su sistema defensivo inmune. Y eso -que es exactamente lo que pretenden los médicos cuando administran medicación para evitar el rechazo de un órgano que han trasplantado- es lo que permite que el cuerpo de la madre tolere al de su hijo en su interior. Aunque en ocasiones la acción del embrión no es capaz de superar esa reacción defensiva, y el resultado es el rechazo de ese embrión, el aborto.

El lector atento habrá observado que en este relato no ha aparecido el llamado “preembrión”. La razón es que se trata de un concepto sin contenido biológico, un término acuñado por razones “legales” (ya dije que el interés de todo esto va más allá de lo puramente biológico) que pretende dar a la fase preimplantatoria una individualidad propia que en realidad no existe: el embrión es siempre el mismo ser en una evolución constante y paulatina, cuyas etapas se suceden sin cambios bruscos, como ocurre en el tránsito del niño al anciano. Términos como “cigoto”, “mórula” o “blastocisto” no son más que designaciones de las distintas formas que va adoptando en sus distintas fases la vida humana, lo mismo que "embrión", "feto", "niño", "joven", "adulto" y "viejo".

Todos los pasos que hemos visto en el desarrollo del embrión están programados y regidos internamente por su propio ADN. No hay marcha atrás, no hay retorno. La mórula no volverá a ser cigoto, el feto no volverá a ser blastocisto. Y no hay retorno porque tiende a un final pre-establecido, establecido con antelación. El embrión humano está programado y destinado a ser un niño, y lo será si no se interfiere. Pero si se interfiere no se convertirá en embrión de otra especie: simplemente, morirá. Diversos autores han señalado la semejanza que el embrión humano presenta con el embrión de animales como el pollo o el cerdo, por ejemplo. Esa semejanza es aparente: el libro de ruta de cada uno de ellos es absolutamente distinto, como no tarda en ponerse en evidencia. Borges habla de cierta enciclopedia china en la que encontró una clasificación de los animales: “pertenecientes al emperador”, “embalsamados”, “amaestrados”,…; el último grupo era el de los animales “que de lejos parecen moscas”. Puede ser que, de lejos, parezcan moscas, pero sólo hay que acercarse para ver que la realidad es que no lo son. De igual manera, puede ser que, al principio, un embrión humano parezca un embrión de pollo. No nos dejemos engañar: sólo hay que esperar para ver que en realidad es un ser humano.