El cólera ha provocado en Haití durante el último mes 1.721 muertos, y más de 18.000 personas han sufrido la enfermedad. No se trata en rigor de un problema médico grave: después de unas cuantas pandemias en los últimos dos siglos, hemos aprendido a habérnoslas con la enfermedad. El vibrión causante provoca en las células del intestino una secreción centuplicada, que el organismo es incapaz de reabsorber. El resultado es una diarrea acuosa que puede alcanzar un volumen de 1 litro cada hora, y aunque la enfermedad es autolimitada y se resuelve en unos pocos días, puede ser tiempo suficiente para que la pérdida de líquidos acabe con la vida del enfermo. Todos hemos podido ver las estremecedoras imágenes de los enfermos tirados en la calle, abandonados a su muerte. La asistencia hospitalaria es sencilla: basta con poner un gotero que restituya lo perdido, y esperar a que el tiempo juegue a nuestro favor. Pero debe iniciarse rápidamente para resultar efectiva.
Y también es sencilla la prevención de la enfermedad. Sencilla, pero no fácil, y eso es lo que hace que una enfermedad que no es un problema médico, sea un problema sanitario de primer orden. La enfermedad no se adquiere por contacto con los enfermos, sino por la ingesta de aguas contaminadas con heces portadoras de vibriones, de modo que las actuaciones deben dirigirse a la eliminación adecuada de los excrementos humanos y a la purificación del aprovisionamiento del agua. Pero el huracán Tomás ha devastado lo que quedaba en pie del país, y la población se hacina en “campamentos” asentados en tierras ocupadas provisionalmente desde hace un año. Sin agua potable, sin tratamiento de aguas negras, sin conducciones saneadas, sin suministros adecuados de bebidas y alimentos, sin salubridad de ninguna especie, sin las medidas higiénicas elementales, sin más medidas preventivas que el “¡agua va!”, utilizan letrinas públicas y beben el agua que encuentran, como la encuentran.
Ahora mismo hay más de 10.000 ONGs trabajando en Haití, que se ha convertido en el segundo país del mundo con más ONGs per cápita, detrás de la India. De toda la ayuda internacional comprometida, más del 60% no ha llegado a la isla. Y la que ha llegado ha ido a parar a las ONGs. Pero la solución del problema de Haití no puede llegar de las ONGs, la solución pasa por el levantamiento de un Estado capaz de coordinar el esfuerzo para desarrollar las infraestructuras necesarias. Haití necesita un sistema de agua potable y alcantarillado; no hay otra manera de evitar que el cólera se cebe en los que han resistido hasta ahora. Y las ONGs no pueden sustituir al Estado porque están en la posición exactamente contraria: no son instituciones de acción global, abarcadora y totalizante, sino que fragmentan la situación y se especializan en parcelas claramente definidas: mujeres, niños, pacientes con VIH, este barrio, esta escuela, este orfanato, este pueblo,… Y llevan, así, a cabo, una labor enormemente meritoria. Pero no constituyen un Estado.
Y el verdadero Estado no tiene dinero. El sistema fiscal está roto y los que consiguen un empleo remunerado no se quedan a la vista del recaudador de impuestos. Las pastillas potabilizadoras no son más que un simulacro de solución. Urge que las ONG se coordinen entre sí y con el Gobierno; la situación que sufre Haití sólo puede resolverse con medidas de gestión.