Estamos tan obsesionados por los genes que se nos olvida que, en realidad, sólo una pequeña porción de nuestras vidas viene determinada por nuestro material genético. No es infrecuente descubrir que los descendientes de personajes deslumbrantes se pierden en el anonimato, y que grandes figuras de la historia proceden de familias perfectamente corrientes.
Lo que sí es una diferencia inicial de profundas consecuencias es el ambiente en el que tiene lugar la formación de la persona. Los niños nacidos en familias en las que se domina el uso de la lengua, en las que se escribe y se habla con corrección, respetando la ortografía y la sintaxis, en las que es común el acceso a los libros, en las que se habla ordinariamente de temas múltiples y de interés general, tienen, de partida, una enorme ventaja sobre aquellos en cuyas familias la lengua se utiliza sin cuidado, con fonética confusa, sin atención a la corrección gramatical, en las que no hay libros y no se lee, en las que no se habla más que de temas cotidianos de interés inmediato. Dependiendo del punto de partida, las posibilidades de desarrollar una vida plena son enormemente distintas en uno y otro caso.
Los estados modernos se esfuerzan en atenuar esa desigualdad de raíz, esa desventaja de unos respecto a otros, implantando una enseñanza general que equilibre las oportunidades, que las haga comparables. Es un principio elemental en una política social de progreso.
Claro, que alcanzar esa igualación del nivel de lo humano exige esfuerzo, porque supone re-crear las condiciones en las que se apoya la vida humana, rectificar lo que da la naturaleza. Y la naturaleza no proporciona parques y jardines, sólo, en el mejor de los casos, campos, prados y praderas: los parques y los jardines cuestan un esfuerzo humano constante. Y hay que añadir: e improbable.
Porque lo primero que oye el niño que se acerca a la escuela –y no deja de oírlo hasta la Universidad, y más adelante- es que hay que aprender jugando. Yo no sé quién fue el primero en expresar esa fórmula, pero sí sé que nunca educó a nadie. La educación, la instrucción, el aprendizaje en general, cuesta esfuerzo. Lo siento, pero es así. Y hay que decirlo para que lo oigan los interesados, para que lo oigamos todos. Los únicos que aprenden jugando son las crías de los animales, que quizá fueron los modelos del descubridor de ese secreto. La formación de las personas no podría ser zoológica aunque nos lo propusiéramos: antes o después acabamos encontrándonos con la voluntad, que, en busca del objetivo que persigue, me obliga a hacer lo que no me apetece y a renunciar a lo que me apetece.
Nos hemos empeñado en alcanzar esa igualación de oportunidades fingiendo que es indiferente estudiar o no, esforzarse o no, porque igual se va a pasar al siguiente curso. Y es verdad que se pasa al siguiente curso. Pero no se pasa igual, como acaba de mostrarnos una vez más el informe PISA. Un informe en el que figuran en el grupo de cabeza Shanghai, Japón, Corea, Hong Kong y Singapur, todos ellos con un elevado número de alumnos por grupo –lo contrario de lo que nos empeñamos en promover nosotros- pero también todos ellos orientados no al examen -como sucede entre nosotros- sino al trabajo, y con un alto grado de exigencia: han asumido que aprender es costoso, que exige esfuerzo, y actúan en consecuencia.
Nuestro sistema educativo es profundamente inhumano, porque la condición más profunda del hombre es “poder ser más”, es su capacidad de ascenso, de rectificación, de superación. Y, paradójicamente, han sido los que se titulan progresistas los que más interés han demostrado en desterrar el esfuerzo de la enseñanza. No es fácil imaginar algo más reaccionario que negar la posibilidad de tener unas oportunidades de vida superiores a las de nacimiento. Lo progresista, lo igualitario, es conseguir una sociedad en la que la excelencia no sea familiar o de clase, sino individual, debida al esfuerzo personal. Sin eso, las demás desigualdades son secundarias.