Los primeros días de noviembre llegan
hasta nosotros enfocando nuestra atención en las personas que amamos y que ya
fallecieron. Por excepción, dedicamos estos días unos breves minutos a
considerar la realidad de la muerte, una realidad que hace tambalearse nuestras
seguridades y a la que ordinariamente damos la espalda de diversas formas:
esperando -con esperanza pseudocientífica- alejarla en un plazo previsible, quizás definitivamente; reduciéndola a un simple “pasar una puerta” que difumina todo
su dramatismo; escamoteándola al estilo, algo infantil, de Epicuro, para quien
la muerte era algo que sólo afectaba a los demás (“cuando tú eres, tu muerte no
existe, y cuando tu muerte exista tú ya no serás”).
Ninguna de esas actitudes da
verdaderamente cuenta de la realidad de la muerte, ninguna se enfrenta a ella
humanamente, en toda su evidencia inasimilable, cuerpo a cuerpo, como se
enfrentó a ella Unamuno, para quien “la única cuestión” era “saber qué habrá de
ser de mi conciencia, de la tuya, de la del otro y de la de todos, después de
que cada uno de nosotros se muera”. Aquella “única cuestión” ha dejado de ser
la única, y ya ni siquiera hacemos de ella cuestión. Y, sin embargo, sigue
siendo una “última cuestión”, que desangra a Fernando Savater en su reciente
libro “La peor parte”, en el que expone la vulnerabilidad del amor ante la
muerte.
La desnuda crudeza de la muerte real, la
muerte que se nos impone y nos somete, ha hecho que durante mucho tiempo se
haya relegado esta vida en favor de la otra, prescindiendo del mundo y
abandonándose a la salvación y justicia divinas. Hoy, por uno de esos
movimientos pendulares a los que nos tiene acostumbrados la Historia, vivimos
otra consecuencia de la misma dirección y sentido contrario: olvidar la
salvación y justicia divinas y plantear los problemas de este mundo
aisladamente y en sí mismos.
La preocupación por este mundo es
esencial, y pedimos expresamente que se haga –que hagamos- su voluntad en la tierra como en el cielo. Pero no
podemos olvidar que hay males que ninguna organización social, política ni económica puede
remediar, y que el verdadero opio del pueblo consiste en inventar una panacea y
negar todos los males que es incapaz de curar.
La muerte no puede ser eludida
indefinidamente, su evidencia se impone más temprano que tarde, y nos interpela
en nuestro núcleo más íntimo. Unamuno, revuelto con uñas y dientes contra ella,
desembocaba en Dios como garante de una inmortalidad personal que le
reconciliara con la vida. Indudablemente, Dios nos interesa por sí mismo, pero si
el hombre muere total y definitivamente, entonces todo deja de importarle y ya
nada es importante –ni siquiera Dios-, porque importante es lo que importa.
Yo creo que nos desinteresamos de la
muerte porque nos desinteresamos de la vida perdurable, no al revés. ¿Qué es lo
que se esconde detrás de la fórmula “vida perdurable”, inacabable? Desde luego, no lo vamos a imaginar cabalmente, pero eso será porque nos quedemos
cortos, ¿podemos pensar que lleguemos hasta donde Dios no llegue? Y la otra
vida, por muy otra que sea, si va a ser
mía tiene que ser coherente con la que he
llevado aquí. Una vida, es verdad, en muchos modos inimaginable. Pero mía, la vida que he elegido - que he esbozado - vivir aquí. Y para siempre.
La
muerte entendida como final nos impide ver esto y nos usurpa la esperanza de
llegar a ser, por fin y para siempre, lo que hemos querido ser. Si podemos
imaginar esta vida como elección de la otra, si esperamos la otra vida como
realización acabada de ésta, entonces la conexión entre este mundo y el otro
aparece radicalmente referida a la propia vida personal que hemos elegido aquí
nosotros.
Jorge Manrique decía que nuestras vidas
son ríos que van a la mar, y que, llegados a la mar, todos nos hacemos iguales. A
mí me gusta pensar, más bien, que esta vida es la materia prima de la otra, y
que Dios nos espera para darnos la vida que hayamos escogido, a cada uno la
nuestra. ¿No era “dar a cada uno lo suyo” la definición clásica de Justicia?