A Jim Galbally, con quien siempre aprendo cosas nuevas.
La evolución de las
especies es asunto que tiene poco debate en los días que corren. Todo el mundo
-todo el mundo con opinión fundamentada- acepta que las especies actuales
proceden de otras anteriores por divergencia, y que si retrocediéramos lo
bastante en el tiempo -pongamos, 4000 millones de años- llegaríamos a un hipotético
antepasado común de todos los seres vivos actuales: animales y plantas, hongos
y bacterias.
Como es obvio, la
condición previa es la reproducción de los seres vivos, de modo que cualquier
cosa que impida esa reproducción impide también la evolución. No hay manual
introductorio en la materia que no recuerde, por ejemplo, que la Revolución
Industrial, que impregnó de hollín las corteza de los abedules, promovió en la
mariposa de los abedules (Biston betularia) el predominio de ejemplares
de alas grises, sobre los de alas pardas, que eran los habituales hasta
entonces. O el de la liebre ártica, cuyo pelaje pardo se vuelve blanco durante
los meses en los que el paisaje está cubierto de nieve. En ambos casos el
cambio de color significa mayor posibilidad de pasar desapercibido a los ojos
de los predadores, y, por lo tanto, de llegar a reproducirse.
Lo que ya no concita
tanto acuerdo es cómo surge ese color tan ventajoso. ¿Estaba ya ahí? ¿Irrumpe
repentinamente? La revista Journal of Evolutionary Biology acaba
de publicar un artículo que puede aportar algo de luz en este asunto. Se
refiere a los espermatozoides del pez cebra. Nadie negará que, para todo lo
referido a cuestiones de reproducción, los espermatozoides tienen una
importancia tal que el colorido, a su lado, se reduce a simple vanidad. Pues bien, el trabajo al que me refiero asegura que cuando el pez
cebra macho nada feliz y relajado entre las hembras no considera necesario
esmerarse en la producción de su semen. Pero cuando las circunstancias cambian,
cuando en el mismo espacio aparecen más machos y la cosa se pone seria, el pez
cebra procura producir espermatozoides más hidrodinámicos, más
resistentes a la presión osmótica del agua, con un aparato propulsor más enérgico;
en resumen: más eficaces en su misión reproductiva.
Y, -¡qué curioso!-
pocas semanas después ha publicado The Economist un artículo
titulado “Todo está en la mente” que nos viene a decir lo mismo, pero de otra
forma. Describe un experimento realizado con jugadores de golf, que ante la
supuesta menor dificultad de un recorrido reaccionan terminándolo en menos
golpes de los que les costaba cuando pensaban que los hoyos eran más difíciles.
“Intelectus apretatus discurren que rabian”, decíamos cuando jugábamos a hablar
latín.
Venimos a lo mismo:
cuando la cosa se ponen fea aparecen salidas donde no había ninguna. A estas
alturas venimos a descubrir que la realidad, para decirlo coloquialmente, “da
de sí”, algo que ya nos contaba, hace tantos años, Xavier Zubiri (entre
paréntesis: su libro “La estructura dinámica de la realidad” es una de
las obras más conmovedoras de la filosofía española del siglo XX).
Digo que,
finalmente, las ciencias experimentales y las ciencias humanas convergen en
esta conclusión: la dificultad es creativa, da a luz nuevas posibilidades,
enriquece la realidad. Conviene decirlo bien alto, para que lo oigan nuestros
pedagogos y legisladores: el hombre siempre está llamado a más, a ser más, a
ser mejor. No hacemos ningún favor a nadie envolviéndolo en algodones: es el
modo más seguro de impedir su desarrollo. Sólo la lucha contra la adversidad
nos permitirá obtener lo mejor de nosotros. O, como nos enseñaban en los
rudimentos de Biología, "la función crea el órgano".