Con la muerte
digna nos pasa a todos como con la paz: habría que estar loco para declararse
contario a ella. Pero, de la misma manera que hay una paz que sigue a la
victoria, y una paz que sigue a la derrota, y una paz que reina en los
cementerios, y habría que preguntar de qué paz estamos hablando, también cuando
hablamos de muerte digna habría que preguntar qué entendemos por muerte digna,
porque podría pasar que nuestro interlocutor no llamase muerte digna a lo mismo
que nosotros.
A juicio de
nuestros abuelos griegos y latinos, que veían la plenitud de la vida humana en
el hombre libre y poseedor de ciudadanía, la presencia de una minusvalía
o una tara incapacitaba para una vida digna del hombre; era, pues, una vida
indigna, y el antídoto contra la vida indigna era una muerte digna: arrojarlos
por la roca Tarpeya, por ejemplo.
La llegada del
cristianismo comenzó a cambiar las cosas: la enfermedad ya no era considerada
un castigo divino, la incapacidad no disminuía la dignidad humana, que venía
directamente de Dios, y la idea de una muerte digna ya no fue la contraposición
a un vida indigna -que no existía-, sino el cuidado humanitario y la
preparación física y espiritual del que se acercaba al encuentro con el Padre.
Con las
doctrinas utilitaristas del s. XIX y el desarrollo de la idea del “superhombre”
volvemos al mundo clásico en la peor de sus facetas: la dignidad de la persona
está en función de sus capacidades, y la vida de los discapacitados no tiene el
mismo valor que la de las personas sanas, pudiendo llegar a considerarse vidas
indignas de ser vividas. Llegado el caso, sería una muestra de compasión
empujar a esas personas a la muerte.
Y aquí es donde
aparece la eutanasia (“buena muerte”), que pretende ayudar al enfermo terminal
a dar pronto el último y duro paso que acabe con sus angustias. En realidad,
los que se dedican al cuidado de enfermos terminales constatan sin dificultad
que un tratamiento eficaz del dolor, y una adecuada atención psicológica y
espiritual –no sólo del paciente, sino de la familia, que sufre también las
consecuencias del estado del enfermo- eliminan hasta en un 93-95% de los
casos los deseos de morir del moribundo.
A menudo se
presenta a los que se oponen a la legalización de la eutanasia como si fueran
partidarios de lo que se ha denominado “distanasia” (“mala muerte”), es decir,
favorables a que se aplace por cualquier medio, a la desesperada, y cueste lo
que cueste –biológica y económicamente- el momento de la muerte ya inminente
del enfermo. Es lo que siempre se ha llamado “encarnizamiento terapéutico”, que
es criticado por todos los estratos de la sociedad, y expresamente rechazado,
entre otros, por la propia Iglesia Católica.
Porque se
ofrece la eutanasia como lo contrario a la distanasia, pero no es verdad: lo
contrario a la distanasia es la “ortotanasia” ("muerte correcta”), un
concepto relativamente nuevo nacido al paso de los adelantos técnicos que han
hecho posible alargar la vida más allá de lo razonable. La ortotanasia es el
rechazo del encarnizamiento terapéutico, la aceptación de que llega un momento
en el que no tiene sentido empeñarse en evitar lo inminente inevitable. Es la
opinión que manifiesta el grueso de la población cuando se explican estas cosas
detenidamente, y la posición también que mantienen el Estado español –que la ha
incluido en los derechos del paciente- y, de nuevo, la Iglesia Católica.
Pero, como
decía al principio, todo esto se refiere al enfermo terminal, al que se
enfrenta a sus últimos días. No a personas con discapacidades compatibles con
la vida (paraplejias, tetraplejias, síndromes cromosómicos...). Lo que se
aplicaría en estos últimos sería suicidio asistido, no eutanasia.
El suicidio
asistido se presenta como una forma de caridad, casi como un acto de amor
sublimado. Y, desde luego, no podemos menos que contemplar con admiración y
simpatía los años de devoto cuidado del enfermo progresivo, hasta la
extenuación física y psíquica del cuidador. Pero no podemos abrir la puerta a
la disposición de una vida humana –que durante toda la historia de la
civilización que nos sustenta ha sido considerada como “indisponible”- porque
supondría un debilitamiento del respeto incondicional que le es debido: después
de eso, ninguna vida se puede considerar “intocable” durante mucho tiempo.
Porque, ¿dónde pondremos el límite, el grado de sufrimiento a partir del cual
sería aceptable una petición de ayuda al suicidio? ¿Por qué unos casos, sí, y
otros, no? ¿Sería aceptable en caso de Alzheimer?, ¿y de cáncer?,¿por la
pérdida de un ser querido?, ¿y también por un desengaño amoroso?, ¿porque la
vida ha dejado de tener sentido?, ¿o por acoso escolar?
La experiencia
de los Países Bajos revela lo resbaladiza que es la pendiente: han recorrido ya
toda los niveles que van desde la "eutanasia voluntaria" para
mayores de edad, con dolor invencible, enfermedad incurable y voluntad
expresada repetidamente, pasando por la "eutanasia no
voluntaria", de aquellos enfermos inconscientes a los que se
atribuye una voluntad de morir que no han expresado, hasta la "eutanasia
involuntaria" de pacientes conscientes y capaces, que ni la piden ni se
les consulta. Y en rangos de edad crecientes: en 1993, ante la evidencia de la
realidad (la práctica de la eutanasia era ya habitual), se aprobó el
derecho a la eutanasia en las condiciones mencionadas. Sólo tres años más
tarde, el 30% de las eutanasias se habían realizado sin el consentimiento del
paciente. En 2002 se amplió a mayores de 16 años que lo solicitasen por
escrito, aun sin conocimiento paterno, y a jóvenes de entre 12 y 16 años,
mediando el consentimiento de los padres. En 2005 se ha ampliado a todos los
recién nacidos y lactantes. Las últimas estadísticas hechas públicas -de 2017-
dicen que los casos de muerte provocada supusieron más de la cuarta parte de
las muertes en aquel año.
Deberíamos
preguntarnos si no habremos llegado demasiado lejos por el camino equivocado,
si no estamos traspasando los límites.