El próximo día 19 se entregarán los
Premios Princesa de Asturias. Este año el Premio a la Investigación Científica
y Técnica ha recaído en Svante Pääbo, que ha alcanzado fama mundial tras haber
logrado la recuperación y secuenciación de genomas antiguos. Pääbo ha publicado
en sus memorias científicas (“El hombre
de Neandertal. En busca de genomas perdidos”) sus primeros intentos de
rescatar ADN a partir de un trozo de hígado de ternera “momificado” en un horno
de laboratorio; luego, el aislamiento del ADN de la momia de un faraón egipcio,
y tras este éxito inicial, la obtención de ADN de los restos de un mamut
congelado en Siberia, o del hombre de Hauslabjoch (“Ötzi”), un cadáver
congelado de 3000 años de antigüedad encontrado en los Alpes en 1991.
Pero obtener ADN de tejido congelado no
es lo mismo que recuperar ADN viable de restos óseos fosilizados hace decenas
de miles de años. Por su condición de pionero, Pääbo tuvo que hacer frente a
dificultades desconocidas hasta el momento en que se presentaban: desde el
propio rescate de ADN -una molécula sumamente sensible y que espontáneamente se
destruye una vez sobrevenida la muerte del individuo- hasta su aislamiento del
ADN moderno que podía contaminar sus experimentos en cualquiera de los muchos
pasos requeridos, pasando por las dificultades técnicas para extraer e
identificar los diminutos fragmentos obtenidos, y para reconstruir con ellos el
enorme puzzle del genoma antiguo, un puzzle cuya “imagen” final era previamente
desconocida. Para hacernos una idea de la gesta que supuso, basta decir que la
reconstrucción del genoma del hombre de Neandertal supuso el ensamblaje de más
de ¡mil millones! de fragmentos de ADN.
El conocimiento del genoma nos ha
permitido conocer rasgos del hombre de Neandertal que permanecían en la sombra.
Por ejemplo: durante mucho tiempo se ha discutido si estarían más cerca del
chimpancé o de nosotros en cuanto a la capacidad para desarrollar un lenguaje.
Los trabajos de Pääbo han revelado que el neandertal tenía un gen FOXP2 -el gen
encargado de regular el lenguaje- idéntico al humano: el hombre de Neandertal
era capaz de un lenguaje articulado similar el nuestro.
Pero las consecuencias del trabajo del
Svante Pääbo se extienden más allá, y han supuesto un cambio en el paradigma de
los estudios sobre la evolución humana. No olvidemos que los estudios clásicos
sobre restos fósiles se producen a partir del descubrimiento de fragmentos
óseos, que, por sus rasgos físicos, hacen pensar a los investigadores que se
trata, o no, de una nueva especie. Es decir: en el curso de la evolución humana
se han definido especies diferentes -Australopithecus, H. habilis, H. erectus,
H. ergaster, H. heilderbergensis, H. antecesor,…- a partir de características
morfológicas de los fragmentos óseos encontrados. Pero eso está en
contradicción con el concepto de especie que manejan habitualmente los
biólogos. O, mejor, habría que decir “los conceptos que manejan los biólogos”,
pues manejan uno u otro según el material de que disponen y el objeto que persiguen:
“especie” puede significar un conjunto de individuos que se reproducen entre sí
dando lugar a descendencia fértil (pero esto sólo vale para especies con
reproducción sexual), o un conjunto de individuos que proceden directamente
unos de otros en línea recta (por ejemplo, en el caso de las bacterias), o los
individuos que comparten un “aspecto” general común (como en el caso de las
especies extintas definidas por sus fósiles).
En el estado actual de la ciencia, sin
embargo, el concepto de especie que tiene preeminencia es el que se basa en los
datos genéticos, y ese conocimiento, que se ha acelerado en los últimos años,
ha permitido rediseñar algunos aspectos del árbol de la vida: dos especies
cualesquiera estarán más próximas entre sí desde el punto de vista evolutivo
cuanto más semejantes sean sus genomas.
El trabajo de Pääbo ha supuesto aquí un
cambio decisivo. La posibilidad de conocer genomas antiguos que se nos brinda ahora está
permitiendo describir nuevas especies a partir de los datos genéticos: en el
año 2008 se descubrió, en las cuevas de Denisova, al sur de Siberia, un pequeño
fragmento del hueso de un dedo. El estudio de su genoma ha permitido saber que
procede de una niña de entre 3 y 5 años perteneciente a una especie hasta
entonces desconocida; poco tiempo después se encontraron dos dientes que
resultaron ser de dos individuos distintos de la misma especie, llamada de
momento -hasta que se alcance un acuerdo entre los especialistas- Denisoviano.
Y a partir de su genoma, comparando con poblaciones humanas actuales, se sabe ahora que el
denisoviano se separó del neandertal después de que lo hiciera nuestra especie,
y que, en su emigración hacia el este, siguió una ruta costera por el sur de
Asia y alcanzó las islas Filipinas y Australia. Nada de todo esto se habría
podido conocer si los estudiosos se hubieran limitado a discutir sobre formas,
perfiles, orificios y crestas.
El doctor Pääbo ha descubierto nuevos
caminos para el conocimiento de nuestro pasado. Y sus discípulos en distintos
lugares del mundo están ya explorando esos caminos.