En 1890 Otto Hauser,
un niño a quien sus piernas han mantenido inmovilizado durante doce años,
asiste en Zúrich a clase de Historia, y sus ojos brillan de interés con las
explicaciones del profesor. Estimulado por su afán de mostrar su capacidad ante
los demás, que se burlan de su deficiencia, acabará siendo arqueólogo,
invirtiendo -y agotando- en ello el patrimonio familiar. Su falta de
preparación académica atrae hacia él el
desprecio de los especialistas, pero su
perseverancia, y su instinto para detectar falsificaciones despertarán finalmente la admiración de todos ellos. Y, tras años de excavaciones
en el valle del Vézère, descubre, en 1909, en la cueva de Le Moustier, el
esqueleto de un hombre más primitivo que los neandertales más antiguos
conocidos hasta ese momento: el Homo
Musteriensis. Un año después, en 1910, en la gruta de Combe-Capelle,
sorprende con el hallazgo de nuevos restos humanos, intermedios entre
Neandertal y Cromañón: el Homo
Aurignaciensis. Cuando su fortuna se haya agotado se verá forzado a aceptar
la oferta que le hace el Museo de Etnología de Berlín, y venderá ambos
ejemplares. Desde entonces, Hauser se desplaza periódicamente a la capital
alemana, compra en Postdamer Platze un gran ramo de flores y se dirige al Museo
de Etnología. Se acerca a los ataúdes de vidrio en que reposan los dos
esqueletos, coloca sobre ellos el ramo de flores y permanece unos minutos
sentado en silencio ante ellos, como si les dedicase una breve oración.
La muerte en la plaza
de Víctor Barrio, a quien tanta gente de bien llora, y que ha estremecido a
España entera, ha dado pie a que algunos "amantes de los animales" manifiesten un odio feroz de tal
calado que estamos todavía atónitos, incapaces de aceptar que algo así haya
nacido y se haya alimentado a nuestra sombra. Avergüenza aceptar que incluso
reconocidos defensores de la vida animal, puestos en el compromiso de
manifestarse ante la opinión pública, no hayan sido capaces de decir
claramente: “¡No! No hay vida animal que se cotice a este precio”.
Parece que bajo la
bandera del amor a los animales debería aceptarse cualquier cosa. El amor, que
desde el alba de nuestra civilización ha sido tantas veces representado con una
venda en los ojos, y que, sin embargo, la experiencia de todos nosotros indica, más bien, lo contrario: que no es ceguera, sino luz. Una luz que
descubre facetas que son invisibles para quien no
ama, y que tiñe y transforma la realidad, de la misma manera que la luz
del sol tiñe y transforma el paisaje, llenando de formas y colores lo que durante la
noche era sólo una confusa mezcla de negros. Por eso tiene, además, el
amor, algo que ver con el descubrimiento de la propia realidad: para
alcanzar el conocimiento es necesario un acercamiento amoroso, una actitud
entregada, abierta y acogedora a la realidad.
La dificultad surge
cuando el acercamiento a la realidad no se produce de la mano del amor, sino
de la pura ideología, sin mezcla de amor. Pura ideología, que es lo
mismo que decir pura irrealidad, porque la ideología se forja de espaldas a la
realidad, “porque sí”, por un movimiento de la voluntad soberana, ab-soluta en
su sentido etimológico: sin amarre alguno a nada. Es la
negación misma de la realidad.
La
vida humana es el valor radical en el que encontramos todos los
demás. Todos: el valor económico, el cultural, el artístico, el religioso,
el ético,... ¡todos! Todos están referidos a la vida humana: o valen en la vida humana, o no tienen valor alguno. No se trata sólo de
valores materiales, valores operativos, útiles, sino de valores trascendentes,
como el bien o la verdad o la belleza.
Valores que pueden no ser evidentes, y que en muchas ocasiones han requerido
tiempo para que la humanidad, que también progresa moralmente, llegase a
alcanzar la sensibilidad necesaria.
La vida animal es uno
de esos valores. Sólo tenemos que compararla con su antítesis. Pero su antítesis
no es, como podría parecer cuando leemos ciertos titulares y opiniones, la vida
humana, sino la muerte del animal, su cadáver. La vida humana es, al contrario, el fondo sobre el que se proyecta, la condición de su valor. No es simplemente
un valor mayor que la vida animal, de la misma manera que un viaje
interplanetario no es simplemente mayor que un viaje en avión: la vida humana
pertenece a otro orden de realidad, algo completamente distinto, absolutamente incomparable. Podemos creer que tienen alguna relación,
pero es solamente por una cuestión lingüística, porque nos referimos a las dos
con la misma palabra.
En la ideología,
acabamos de verlo, no se trata de amor, sino de otra cosa. Que, como en el caso
de la vida, lleva el mismo nombre. No nos dejemos confundir: cuando
hablamos de "amor a los animales", “amor” no tiene su sentido directo sino otro metonímico,
traslaticio. Por eso pueden algunas personas amar la
vida animal a costa de no amar la humana.
El mejor antídoto
contra la ideología es, como puede uno figurarse, vivir con los ojos abiertos,
atender a la realidad. Y urge que lo hagamos: acabamos de asistir
a las consecuencias de olvidarla. Hoy, casi cien años después, Otto Hauser
todavía nos enseña el valor de la vida humana, y la
reverencia que le es debida: veía en aquellos esqueletos los restos de hombres que en las brumas de la Prehistoria fueron nuestros antepasados, y les rendía el tributo correspondiente.