miércoles, 21 de enero de 2015

“Y, SIN EMBARGO, NO SE MUEVE”



El nombre de Galileo Galilei es popular por el juicio en el que, según la leyenda, tras retractarse de su doctrina heliocéntrica declarando que la tierra no se mueve en órbitas elípticas alrededor del sol, añadió para sí: “Y, sin embargo, se mueve”. Pero, además, es célebre, y ha pasado a la historia, por haber transformado la visión que tiene la humanidad de la realidad en que está inmersa.
  
Desde los tiempos antiguos –con alguna excepción en los albores de nuestra civilización- había quedado firmemente establecido que la tierra constituía el centro del universo y que el sol giraba en círculos en torno a la ella, al tiempo que  una serie de astros errabundos, nómadas, (“planetas”), describían unas trayectorias extravagantes. Se componía así un escenario que resultaba difícil de manejar, y se sucedían los modelos que intentaban simplificarlo sin perder de vista que su evidencia estaba al alcance de cualquiera con sólo salir a la calle y mirar al cielo.
  
Porque no olvidemos que esa visión era fruto de la experiencia diaria, que nos enseña que el sol se levanta del horizonte por el este, se desplaza sobre el fondo del cielo en una trayectoria curva, y se oculta tras el horizonte por el oeste, para volver a aparecer por el este a la mañana siguiente. Se necesitaba una resistencia heroica ante la evidencia para no aceptar este modelo.
  
Galileo fue el loco que se negó a aceptar dicha evidencia y propuso un sol inmóvil, del mismo modo que se negó a aceptar que los cuerpos, en caída libre, alcanzan velocidades muy distintas en función de sus propias características –que es lo que podemos comprobar todos los días-, y se empeñó en afirmar, contra toda evidencia, que sus velocidades son idénticas, y lo que requiere una explicación es por qué la observación de la vida ordinaria no lo confirma. Hasta tal punto cierra los ojos a la experiencia que algún discípulo suyo llegará a afirmar que esas son las leyes de la Naturaleza “y si la experiencia no lo corrobora, peor para ella”: quedaba inaugurada la vía matemática para llegar al conocimiento de la realidad. Los cálculos quedaban simplificados con este modelo galileano, y eso permitió dar un impulso formidable a nuestro conocimiento de la naturaleza.
  
Acaba de salir a la luz, por lo visto, un libro escrito por Juan Carlos Gorostizaga y Milenko Bernadic, de profesión matemáticos, que lleva el provocador título de “Y, sin embargo, no se mueve” y es, como se puede adivinar, una exposición de ese geocentrismo que creíamos derrotado para siempre desde hace unos pocos cientos de años. Desconozco su contenido con detalle, pues no lo he leído, y no creo probable que llegue a hacerlo, pero han llegado hasta mí unas críticas furibundas que defienden a horca y cuchillo la inmovilidad del sol. 
  
Pasando por alto el hecho de que la ciencia actual defiende el movimiento de traslación del sol dentro de la galaxia, no deja de sorprender tanto revuelo cien años después de que Einstein cuajara la Teoría General de la Relatividad, que asegura, entre otras cosas, que, en el estudio del movimiento, tanto vale un sistema de referencia como otro. Lo que significa, para el caso que nos ocupa, que resulta indiferente decir que el punto inmóvil es la tierra –y el sol gira a su alrededor-, como que el inmóvil es el sol, o el centro de la galaxia, o cualquier otro punto del universo. Probablemente serán más complejas las fórmulas necesarias para el modelo de Gorostizaga y Bernadic  –no lo sé, los matemáticos son ellos- pero negar a esa hipótesis el derecho a existir no es más que el reflejo de una mentalidad que está anclada en la Mecánica de Newton y se niega a aceptar la Física del siglo XX.
  
La ciencia, todas las ciencias, no son más que constructos para entender y manejar la realidad. Nada, en principio, favorece una hipótesis más que otra, con tal de que explique la experiencia. El modelo de Galileo resultó, sin duda, más manejable y fructífero que el de Ptolomeo, que le había precedido. Pero no es más que un modelo, un planteamiento general para hacernos las explicaciones más fáciles, y es perfectamente admisible otro distinto en el que el universo pueda ser entendido bajo otro prisma. El esbozo es algo intrínsecamente limitado, que deja fuera no sabemos cuántas dimensiones que no caben -y ni siquiera tienen sentido- dentro de él. Sólo tenemos que volver la vista a las cosmogonías griega, india, china, azteca…, para comprender lo limitados que son los esbozos, también el nuestro, matemático.
  
Recuerdo la impresión que me produjo la primera vez que leí un texto del filósofo español Xavier Zubiri que trata de algo parecido a lo que quiero decir: hombre “de saberes excesivos” en palabras de su discípulo Julián Marías, Zubiri se preguntaba si sabremos algún día las cosas que ignoramos del universo precisamente por haberlo “esbozado” en términos matemáticos. 
  
Y también recuerdo la respuesta de una destacada figura de la Física de su tiempo:  -“Es la única pregunta que no se me había ocurrido, y que realmente me hace pensar”.