El nombre de Galileo
Galilei es popular por el juicio en el que, según la leyenda, tras retractarse
de su doctrina heliocéntrica declarando que la tierra no se mueve en órbitas
elípticas alrededor del sol, añadió para sí: “Y, sin embargo, se mueve”. Pero, además,
es célebre, y ha pasado a la historia, por haber transformado la visión que
tiene la humanidad de la realidad en que está inmersa.
Desde los tiempos
antiguos –con alguna excepción en los albores de nuestra civilización- había
quedado firmemente establecido que la tierra constituía el centro del universo
y que el sol giraba en círculos en torno a la ella, al tiempo
que una serie de astros errabundos, nómadas, (“planetas”),
describían unas trayectorias extravagantes. Se componía así un escenario que
resultaba difícil de manejar, y se sucedían los modelos que intentaban
simplificarlo sin perder de vista que su evidencia estaba al alcance de
cualquiera con sólo salir a la calle y mirar al cielo.
Porque no olvidemos
que esa visión era fruto de la experiencia diaria, que nos enseña que el sol se
levanta del horizonte por el este, se desplaza sobre el fondo del cielo en una
trayectoria curva, y se oculta tras el horizonte por el oeste, para volver a
aparecer por el este a la mañana siguiente. Se necesitaba una resistencia
heroica ante la evidencia para no aceptar este modelo.
Galileo fue el loco
que se negó a aceptar dicha evidencia y propuso un sol inmóvil, del mismo modo
que se negó a aceptar que los cuerpos, en caída libre, alcanzan velocidades muy
distintas en función de sus propias características –que es lo que podemos
comprobar todos los días-, y se empeñó en afirmar, contra toda evidencia, que
sus velocidades son idénticas, y lo que requiere una explicación es por qué la
observación de la vida ordinaria no lo confirma. Hasta tal punto cierra los
ojos a la experiencia que algún discípulo suyo llegará a afirmar que esas son
las leyes de la Naturaleza “y si la experiencia no lo corrobora, peor para
ella”: quedaba inaugurada la vía matemática para llegar al conocimiento de la
realidad. Los cálculos quedaban simplificados con este modelo
galileano, y eso permitió dar un impulso formidable a nuestro conocimiento de
la naturaleza.
Acaba de salir a la
luz, por lo visto, un libro escrito por Juan Carlos
Gorostizaga y Milenko Bernadic, de profesión matemáticos, que lleva
el provocador título de “Y, sin embargo, no se mueve” y es, como se
puede adivinar, una exposición de ese geocentrismo que creíamos derrotado para
siempre desde hace unos pocos cientos de años. Desconozco su contenido con
detalle, pues no lo he leído, y no creo probable que llegue a hacerlo, pero han
llegado hasta mí unas críticas furibundas que defienden a horca y cuchillo la
inmovilidad del sol.
Pasando por alto el
hecho de que la ciencia actual defiende el movimiento de traslación del sol
dentro de la galaxia, no deja de sorprender tanto revuelo cien años después de
que Einstein cuajara la Teoría General de la Relatividad, que asegura, entre
otras cosas, que, en el estudio del movimiento, tanto vale un sistema de referencia
como otro. Lo que significa, para el caso que nos ocupa, que
resulta indiferente decir que el punto inmóvil es la tierra –y el sol gira a su
alrededor-, como que el inmóvil es el sol, o el centro de la galaxia, o
cualquier otro punto del universo. Probablemente serán más complejas las
fórmulas necesarias para el modelo de Gorostizaga y Bernadic –no lo sé, los matemáticos son ellos- pero
negar a esa hipótesis el derecho a existir no es más que el reflejo de una
mentalidad que está anclada en la Mecánica de Newton y se niega a aceptar la
Física del siglo XX.
La ciencia, todas las
ciencias, no son más que constructos para entender y manejar la realidad. Nada,
en principio, favorece una hipótesis más que otra, con tal de que explique la
experiencia. El modelo de Galileo resultó, sin duda, más manejable y fructífero
que el de Ptolomeo, que le había precedido. Pero no es más que un modelo, un
planteamiento general para hacernos las explicaciones más fáciles, y es
perfectamente admisible otro distinto en el que el universo pueda ser entendido
bajo otro prisma. El esbozo es algo intrínsecamente limitado, que deja fuera no
sabemos cuántas dimensiones que no caben -y ni siquiera tienen sentido- dentro
de él. Sólo tenemos que volver la vista a las cosmogonías griega, india, china,
azteca…, para comprender lo limitados que son los esbozos, también el nuestro,
matemático.
Recuerdo la impresión
que me produjo la primera vez que leí un texto del filósofo español Xavier
Zubiri que trata de algo parecido a lo que quiero decir: hombre “de saberes
excesivos” en palabras de su discípulo Julián Marías, Zubiri se preguntaba si
sabremos algún día las cosas que ignoramos del universo precisamente por
haberlo “esbozado” en términos matemáticos.
Y también recuerdo la
respuesta de una destacada figura de la Física de su tiempo: -“Es la única pregunta que no se me
había ocurrido, y que realmente me hace pensar”.