En el último acto de “La taberna fantástica”, de Sastre,
uno de los personajes muere pese a los intentos de su amigo de evitarlo o
retrasarlo, y a sus gritos de “¡No te mueras!” responde sereno: “No puedo
evitarlo. Me muero superiormente a mí”. La frase, desnudada de la comicidad que
le proporciona el contexto, pone de manifiesto que hay cosas que están al
margen y por encima de nuestra voluntad. Como ya sabíamos todos, habría que
añadir. Sí, como ya sabíamos todos, pero parece que necesitamos que nos las
recuerden de vez en cuando, especialmente cuando nos dejamos llevar por deseos
e intereses particulares que pueden oscurecer la verdad.
Ésta es una de esas veces. Vamos a acostumbrarnos a oír
con insistencia voces a favor y en contra del anteproyecto de ley de Gallardón
de defensa de la vida del concebido, y conviene fijar algunas ideas para saber
hacia dónde cae eso de la vida del concebido. No podemos olvidar que, por encima de deseos personales, ideologías y
conveniencias políticas y electorales, la realidad es lo más respetable del
mundo. Conviene, por tanto, conocerla y tenerla en cuenta, para poder legislar
partiendo de ella, para no estar braceando en el vacío como náufragos.
En el siglo XXI el único conocimiento de la realidad que
viene con marchamo de autenticidad es el que proviene de la ciencia. Es verdad
que convivimos constantemente con otras formas de conocimiento, pero en cuanto
nos hacen tropezar con una afirmación científica las desechamos sin parpadear. Y,
en lo que se refiere a la vida, una de esas verdades científicas incontestables dice que no hay ningún cambio sustancial posterior a la constitución del genoma
que nos permitan afirmar que lo que ahora es una vida humana antes era una vida
no-humana. Después de la fecundación lo único que hay es el desvelamiento de lo
que estaba velado, el desarrollo de lo que estaba enrollado: nada nuevo, nada
que no estuviese ya ahí.
De tal manera es así, que si recogiésemos una muestra
biológica de un embrión y se la entregásemos a la policía científica para que
la estudiase con los medios de que dispone llegaría a la conclusión inevitable
de que se trata de restos humanos, porque encontraría en el ADN de aquella
muestra las mismas secuencias repetitivas –denominadas “secuencias Alu”- que
constituyen el DNI bioquímico de nuestra especie. De modo que averiguar si un ser
es humano o no es un camino muy trillado, y nuestros legisladores sólo tienen
que preguntar a los expertos. Quiero subrayar que estoy hablando de averiguar si es humano o no lo es. No se
trata de decidirlo: la cuestión está ya
decidida de raíz, “superiormente a nosotros”. Esas secuencias Alu características
de la especie humana zanjan la cuestión.
Se puede, efectivamente, legislar contra la realidad,
como se puede vivir contra la verdad. Pero ya no estaríamos hablando de
justicia, de la que Ulpiano dio una definición que viene rodando por la cultura
humanista desde hace ya dos milenios: dar a cada uno lo suyo. Lo suyo. No
cualquier cosa, no lo que decida el legislador, no lo que apetezca al mayor
número de ciudadanos. No: lo suyo. Lo suyo, lo que le corresponde antes de que nadie
se lo dé. Por eso, la ley no establece lo que es suyo -eso le toca a la
realidad-, la ley lo que hace es configurar una situación como justa –si reconoce
aquello que le corresponde a la realidad- o injusta-si lo niega-.
No hay más.