lunes, 5 de mayo de 2014

APOYADOS EN EL ADN PARA ZANJAR LA CUESTIÓN



En el último acto de “La taberna fantástica”, de Sastre, uno de los personajes muere pese a los intentos de su amigo de evitarlo o retrasarlo, y a sus gritos de “¡No te mueras!” responde sereno: “No puedo evitarlo. Me muero superiormente a mí”. La frase, desnudada de la comicidad que le proporciona el contexto, pone de manifiesto que hay cosas que están al margen y por encima de nuestra voluntad. Como ya sabíamos todos, habría que añadir. Sí, como ya sabíamos todos, pero parece que necesitamos que nos las recuerden de vez en cuando, especialmente cuando nos dejamos llevar por deseos e intereses particulares que pueden oscurecer la verdad.

Ésta es una de esas veces. Vamos a acostumbrarnos a oír con insistencia voces a favor y en contra del anteproyecto de ley de Gallardón de defensa de la vida del concebido, y conviene fijar algunas ideas para saber hacia dónde cae eso de la vida del concebido. No podemos olvidar que, por encima de deseos personales, ideologías y conveniencias políticas y electorales, la realidad es lo más respetable del mundo. Conviene, por tanto, conocerla y tenerla en cuenta, para poder legislar partiendo de ella, para no estar braceando en el vacío como náufragos.

En el siglo XXI el único conocimiento de la realidad que viene con marchamo de autenticidad es el que proviene de la ciencia. Es verdad que convivimos constantemente con otras formas de conocimiento, pero en cuanto nos hacen tropezar con una afirmación científica las desechamos sin parpadear. Y, en lo que se refiere a la vida, una de esas verdades científicas incontestables dice que no hay ningún cambio sustancial posterior a la constitución del genoma que nos permitan afirmar que lo que ahora es una vida humana antes era una vida no-humana. Después de la fecundación lo único que hay es el desvelamiento de lo que estaba velado, el desarrollo de lo que estaba enrollado: nada nuevo, nada que no estuviese ya ahí.

De tal manera es así, que si recogiésemos una muestra biológica de un embrión y se la entregásemos a la policía científica para que la estudiase con los medios de que dispone llegaría a la conclusión inevitable de que se trata de restos humanos, porque encontraría en el ADN de aquella muestra las mismas secuencias repetitivas –denominadas “secuencias Alu”- que constituyen el DNI bioquímico de nuestra especie. De modo que averiguar si un ser es humano o no es un camino muy trillado, y nuestros legisladores sólo tienen que preguntar a los expertos. Quiero subrayar que estoy hablando de averiguar si es humano o no lo es. No se trata de decidirlo: la cuestión está ya decidida de raíz, “superiormente a nosotros”. Esas secuencias Alu características de la especie humana zanjan la cuestión.

Se puede, efectivamente, legislar contra la realidad, como se puede vivir contra la verdad. Pero ya no estaríamos hablando de justicia, de la que Ulpiano dio una definición que viene rodando por la cultura humanista desde hace ya dos milenios: dar a cada uno lo suyo. Lo suyo. No cualquier cosa, no lo que decida el legislador, no lo que apetezca al mayor número de ciudadanos. No: lo suyo. Lo suyo, lo que le corresponde antes de que nadie se lo dé. Por eso, la ley no establece lo que es suyo -eso le toca a la realidad-, la ley lo que hace es configurar una situación como justa –si reconoce aquello que le corresponde a la realidad- o injusta-si lo niega-.

No hay más.