La revista World Archaeology ha publicado
recientemente un trabajo del equipo de P. Spikins, de la Universidad de York,
en el que analizan los restos de un varón de Neanderthal de hace entre 45000 y
70000 años, con numerosas fracturas consolidadas en cráneo y extremidades, de
las que concluyen pérdida de la visión y del movimiento del brazo derecho y de
la pierna izquierda. Las lesiones le hubieran imposibilitado la vida en las
condiciones de la época, y, sin embargo, la consolidación de las lesiones óseas
y la deformación compensatoria de la pierna derecha demuestran una larga
supervivencia posterior. Los autores concluyen la existencia en su grupo social
de una atención hacia el desvalido aun cuando ya no está éste en condiciones de
contribuir personalmente al sostenimiento del grupo. Sólo así se explica la
larga supervivencia de un tullido semejante. El artículo revisa, además,
numerosos casos similares de diferentes homínidos fósiles, y establece alguna
comparación con grupos de primates actuales. Deja pensar que la humanización es
paralela a la hominización.
Es verdad que la historia de la humanidad
cursa con altibajos, y en diferentes momentos encontramos algunas sociedades
que se han convencido de que ciertos seres humanos, por diferentes motivos, son
”parásitos sociales” que es mejor que mueran ya: los nacidos con malformación,
los enemigos, los judíos, los aristócratas, los improductivos,…, o, en el mejor
de los casos, no son merecedores, como el resto, de una vida en plenitud de dignidad:
los negros, los esclavos, los siervos,…
Pero el desarrollo de la humanidad también
se refiere al sentido moral, y frente a estas costumbres inhumanas ha ido
abriéndose paso la idea de que todos los seres humanos son esencialmente
iguales y tienen igual derecho a la vida sean cuales fueran sus diversas
circunstancias. Y, así, hemos ido eliminando progresivamente –también con
altibajos- la esclavitud, la tortura, el infanticidio, el racismo, el abandono
de ancianos y enfermos,…, y hemos retirado a gobernantes y a jueces la facultad
de sentenciar a una persona a muerte.
Sin embargo, ahora queremos dar esta misma
facultad a los médicos. No sólo representa un enorme paso atrás, sino que
corrompe la Medicina y la pone al servicio de la muerte, exactamente lo
contrario de lo que está en su ADN. Por piedad, desde luego, nadie niega la
buena intención que se esconde detrás de esa iniciativa. Lo llaman “muerte digna”, que es una forma atractiva de presentarlo. Pero es una forma equivocada.
Porque la que es digna es la persona, y la
persona es digna siempre. El hecho de que viva –o muera- en condiciones
indignas no cambia esa verdad. Si las condiciones en que se vive
o se muere son indignas, hay que cambiarlas. Pero nadie es indigno porque sean
indignas sus condiciones. La dignidad humana es de raíz. Y le corresponde el
derecho radical e indiscutible a vivir. Es digno, ciertamente, renunciar a la
obstinación terapéutica sin esperanza alguna de curación - o mejoría- y esperar la
llegada de la muerte con los menores dolores físicos posibles; como es digno
también preferir esperar la muerte con plena consciencia y experiencia del
sufrimiento final. Nada de eso tiene que ver con la eutanasia; la provocación
de la muerte de un semejante, por muy compasivas que sean las motivaciones, es
siempre ajena a la noción de dignidad de la persona.
Pero
es que, además, es una compasión mal entendida, porque los promotores de esta iniciativa
consideran que el miedo a una muerte dolorosa puede ser tan intenso que haga
preferible la muerte misma como forma de evitarlo, pero la experiencia de las
Unidades de Cuidados Paliativos demuestra que cuando un enfermo que sufre pide
que lo maten, en realidad está pidiendo que le alivien los padecimientos, tanto
los físicos como los morales, que a veces superan a aquéllos: la soledad, la
incomprensión, la falta de afecto y consuelo en el trance supremo. Cuando el
enfermo recibe alivio físico y consuelo psicológico y moral, deja de pedir que
acaben con su vida.
Por otra parte, si convertimos la sensibilidad
personal -los sentimientos subjetivos- en fuente de moralidad de los propios
actos, se llega a conclusiones indeseadas: en la Edad Media se podía creer
sinceramente que atormentando al acusado se le hacía un bien, pues salvaría su
alma; en el siglo XVIII se podía pensar que tener esclavos era una forma de
ayudarlos a sobrevivir; y en la actualidad se puede creer que matar a un hijo
recién nacido subnormal es ayudarle a evitar sufrimientos futuros. Todos esos
sentimientos pueden ser subjetivamente bondadosos, pero resultan objetivamente
inhumanos. No podemos confundir las circunstancias que podrían atenuar la
responsabilidad - incluso hasta anularla- con lo que debe disponer la Norma, porque eso
haría imposible la convivencia: cualquier acto, fuera el que fuese, estaría
legitimado en virtud de los motivos íntimos de su autor, pues todo lo que
hacemos lo hacemos porque nos parece bueno.
Al Estado le corresponde defender la vida
humana, no clasificar las vidas humanas en dignas e indignas. Por eso establece
normas de tráfico, calendario de vacunaciones, normas de seguridad laboral,
criterios de calidad de los alimentos, lucha contra epidemias. Y hospitales,
policía, ejército, tribunales,…
¿Y defender la vida contra la voluntad del
propio interesado? Sí, también defender la vida contra la voluntad del propio interesado. En la conservación de cada vida
humana hay tanto interés personal como social, y ni uno de ellos debe
prevalecer en exclusiva sobre el otro, ni al revés. Ningún ser humano es una realidad
aislada, fuente autónoma y exclusiva de derechos y obligaciones. Por eso nadie tiene
derecho a eliminar una vida humana: ni la de otros ni la propia. Así lo ha entendido siempre la tradición jurídica occidental al considerar el derecho a la vida como indisponible.
En realidad, lo que sabían aquellos hombres
de Neanderthal ya nos lo había recordado John Donne en el texto que Ernest Hemingway
reprodujo en “Por quién doblan las campanas” y con el que quiero terminar: