martes, 2 de marzo de 2010

POR EJEMPLO, JOAQUÍN MONTERO

Acaba de clausurarse en Elche la II Olimpiada de Filosofía, en la que han participado jóvenes estudiantes de Bachillerato, que en su clausura nos instan a desobedecer las leyes injustas. Y resulta sorprendente: en tiempos en los que se acusa a los jóvenes de interesarse únicamente por el pan y el circo, y cuando se oye a menudo la queja de que estamos en tiempos de relativismo en los que tanto vale una opinión como la contraria, vienen unos jóvenes estudiantes a recordar una cuestión que solemos perder de vista: que una ley puede ser injusta, y que la ley injusta no obliga.

Para evitar que la injusticia se revista de legalidad jurídica se ha ideado la división de poderes: unos establecen las leyes, otros las ejecutan y otros resuelven las situaciones litigiosas. Pero cuando el poder judicial depende del legislativo, y éste es homogéneo con el ejecutivo y forma una unidad con él, entonces la capacidad de evitar que la injusticia adopte aspecto de legalidad se vuelve problemática.

La cuestión no se remedia con una oposición fuerte que actúe como alternativa de poder, en primer lugar porque eso no garantiza el final de la injusticia, pero, en segundo lugar, porque no se sabe qué es peor, si mantener una situación injusta o cambiar las leyes cada vez que cambia la mayoría; si una situación injusta estable en la que haya cabida, aunque sea marginal, a otras vías, o un justicia inestable incapaz de garantizar la continuidad de un proyecto.

Hacen falta, por tanto, otros controles. La moral, en la que se había venido confiando tradicionalmente, carece hoy del acuerdo social suficiente para ponerlo en la base de la vida de la comunidad. Nos queda confiar en la opinión pública, pero la opinión pública debe ser formada por los medios de comunicación, pues la única garantía es la publicidad de la actuación del César. Pero esa publicidad ha de ser honrada, no sólo veraz; no puede abandonarse a la mera manipulación interesada de los medios. Y para eso tenemos que contar con los principios de la ética.

Pero la ética puede resultar incómoda para el César, que para conseguir su objetivo, para imponerse al otro, podría servirse de cualquier medio, con tal de que resultase eficaz. “Si hay que abandonar los principios para imponerse, es honroso y bello abandonarlos” parece ser el lema, y no hay que esforzarse mucho para verlo hecho práctica política habitual. No es que se niegue el valor de la virtud, pero no es preciso poseerla, basta aparentarla.

Queda un resquicio para la ética: cada vez que yo engaño, robo, mato, pasan dos cosas. Una fuera de mí, y que podría ser que no me importase gran cosa: que en lugar de una verdad hay una falsedad, que un objeto valioso ha cambiado de sitio, que donde había una persona ahora hay un cadáver. Pero la otra cosa pasa dentro de mí, y me afecta más directamente: que me convierto en un mentiroso, en un ladrón, en un asesino. Independientemente de otras consideraciones, esta consecuencia es importante porque toca a mi núcleo, y, además, aunque comienza estando oculta, acaba por hacerse patente.

Por eso el político, que desarrolla su vida en el escaparate y tiene acceso al poder, está singularmente obligado a la excelencia: su ejemplo es didáctico para muchos de sus conciudadanos y la falta ética del César, cuando es evidente y duradera, acaba contaminando a sus gobernados, bien por la tendencia a la imitación, o siquiera sea por la aceptación de la injusticia que se presenta como inevitable. Y cuando desaparece la ética, cuando cada uno mira exclusivamente su propio interés, se imposibilita la continuidad de la propia comunidad política.

Coincidiendo con el manifiesto de la Olimpiada de Filosofía, hemos asistido a una muestra de ejemplaridad política del más raro tipo: la renuncia de Joaquín Montero a su cargo de concejal por el PSOE en el Ayuntamiento de Paradas (Sevilla) por coherencia en la defensa del más débil ante la aprobación en el Senado de la nueva ley que elimina trabas al aborto libre: “Jamás permitiré que mi nombre aparezca junto al de una organización que legitima la muerte de inocentes mediante la aprobación de leyes injustas”.

Independientemente de la valoración política que se haga, la valoración ética sólo puede ser laudatoria. Nos recuerda que la permanencia en el poder no es el valor máximo, y ejemplifica lo que nuestra sociedad proclama incesantemente: que la vida humana es el máximo valor.