domingo, 21 de agosto de 2011

SIEMPRE ES NUEVO EL AMOR

Ha cruzado España una multitud de más de un millón de jóvenes. Vienen de todos los continentes, de todas las razas; andando, en bicicleta, en autobuses, desde países vecinos y desde países lejanos de nombres impronunciables, durante días o semanas, a veces después de haber ahorrado durante años para encontrarse aquí ahora. En todas las ciudades van dejando el recuerdo de su entusiasmo y de su alegría, de la sinceridad de una fe que proclaman sin vergüenza. Les hemos visto con sus mochilas y sus banderas, cantando al paso y sentándose en el suelo de las plazas para comunicar a los demás su itinerario de fe. No hablan de la crisis, de miseria –algunos la conocen muy de cerca-, de memorias del pasado, de odios ni revanchas. Cantan, rezan.

Para estos jóvenes, pasar unas horas en Madrid junto al Papa, oyéndolo y viéndolo de cerca, escuchando su palabra clara y estimulante, merece todo el sacrificio que les ha supuesto este viaje. Y también para el Papa, que, octogenario ya y con dificultades de movimiento, supera sus debilidades para acercarse hasta ellos, para convivir con ellos, para contagiarse de su alegría y dejarles el ejemplo de la fidelidad a la misión a la que ha sido llamado: “apacienta mis ovejas” (Jn 21, 16). Apacentar sus ovejas es proclamar la verdad y defenderla, desenmascarar la falsedad, llamar al pan, pan; y, al vino, vino, decirles que el bien es el bien y que el mal no es el bien, que no se dejen engañar. Alguien le ha pedido que no se meta en cuestiones como el aborto o la eutanasia. Es un ingenuo. O no ha entendido bien esta visita.

¿Qué podemos decirles a estos jóvenes? Se les está recibiendo en muchas ocasiones con una hostilidad que no pueden entender, con un rechazo que, en realidad, no va dirigido contra ellos. Ellos no entienden de guerras ni de mercados ni política ni de bandas sociales: no tienen poder ni dinero. Están aquí para encontrarse con Cristo-en-la-tierra (“Somos adictos a Benedicto”), para trasmitir un mensaje de amor y renovación interior, para cambiar el mundo. A su paso rugen los leones, les amenazan, les insultan, les llaman borregos y pederastas. No es importante, no tienen miedo: les anima una alegría invencible, una confianza firme. A mí me recuerdan a María, sentada a los pies de Jesús mientras a su alrededor el tráfago distrae la atención de Marta. “Marta, Marta, andas inquieta y preocupada por muchas cosas, pero sólo una es necesaria. María ha escogido la mejor parte, y no le será arrebatada” (Lc 10, 41-2).

No buscan enfrentamientos, porque saben que somos, todos, imperfectos, complicados, llenos de debilidades, de perezas, de contradicciones y paradojas. Y saben que podemos ser lobos para los que no piensan como nosotros, podemos lanzarnos sobre ellos y desplazarlos, destruirlos, los seres humanos somos así. Pero también saben que hay otra forma, que acoger, comprender y disculpar abre nuevas posibilidades, que el amor puede renovar el mundo. Eso sí, hay que vencer las dificultades que nos salen al camino. También las propias. Por eso se ha llenado el Retiro de confesonarios, y, en todas las lenguas, los jóvenes –pero también los mayores, que se han visto arrastrados por esa marea de fe- vuelven la mirada atrás, echan cuentas, restañan las heridas y se disponen a recomenzar con la ilusión renovada y el corazón limpio.

Durante cuatro días hemos asistido a la alegría contagiosa de la vida, del amor. Hemos visto cómo respondía la muchedumbre a la llamada de un Papa que les convocaba a no dejarse intimidar, que les animaba a ser sinceros, abiertos y francos, a estar orgullosos de su fe en el Resucitado, y a hacerlo presente en sus vidas por encima de burlas, incomprensiones y dificultades. Y hemos aprendido que es posible deshacerse del barro pegado en las alas y volar alto, sentir la mirada de Dios que sonríe complacido ante nuestro esfuerzo por ser mejores, y renovar el mundo. Hoy suenan las palabras de la última cena: “Os he destinado para que vayáis, y deis fruto, y vuestro fruto permanezca” (Jn 15, 16).