Adolfo Suárez, Presidente del Gobierno en una época crucial de España, pasea por el jardín de la casa que le sirve de cobijo y de claustro. Quienes lo ven le recuerdan como la persona que propició la Reforma Política tras la muerte de Franco, legalizó el Partido Comunista y coordinó la elaboración de nuestra Constitución. Pero él no recuerda ya nada de eso, la demencia se instaló en su vida para borrar el pasado y el futuro, y vive ahora náufrago del tiempo y ajeno a su propia vida. A su lado caminan Fernando Alcón y su esposa, María José. Fernando, amigo desde la infancia, asesor y confidente, continúa visitándolo, como hacía cuando eran estudiantes, y como siguió haciendo cuando Suárez llegó a la Dirección de RTVE, durante su Presidencia y después del retiro de la política activa. Una amistad de medio siglo largo, un afecto que permanece en pie más allá de los vaivenes de la vida. Siguen visitándolo a pesar de que él no sabe ya quienes son, ni recuerda haberlos visto antes. Se despiden ya, y en la puerta buscan en su mirada al amigo ausente. De pronto, la expresión de Suárez se ilumina, y dice: “No sé por qué, pero os quiero mucho”.
Una de las condiciones de la enfermedad de Alzheimer que más dolorosas resultan es la aparente destrucción de la persona. La enfermedad mina progresivamente las áreas del cerebro que controlan la memoria y la relación con el mundo, y, como ocurre en otras enfermedades neurológicas en estadio avanzado, el enfermo se convierte a los ojos de los que lo rodean en una máscara inexpresiva, dando la impresión de que se ha volatilizado y que de la persona que quisimos no queda más que la apariencia externa vacía de contenido.
Es verdad, la demencia destruye la memoria por parcelas, y progresivamente el olvido borra extensas regiones de la biografía del enfermo. Pero respeta las estructuras ligadas a la vida afectiva, y aunque la expresión de esos afectos está atenuada o desaparece, los afectos mismos perduran incluso cuando no podemos darnos cuenta de ellos. Y no olvidemos que la vida humana –mi vida, la vida de cada uno- más allá de la expresividad y de los recuerdos, es la historia de mi relación con los demás, la historia de mi amor, de mis amores: “no puedo vivir sin mi vida” decimos cuando perdemos un afecto central; “esto no es vida”, cuando nos vemos impedidos para dedicarle el tiempo que nos gustaría.
Por eso es un error considerar que tras la pérdida de la memoria la persona ha desaparecido y que del enfermo “ya no queda nada”. No, la persona que queremos, y el amor con que nos quiere, siguen estando allí, ocultos pero vivos, y esperan la palabra cariñosa, la caricia de unas manos conocidas, el beso que abre su corazón al nuestro. No nos dejemos desanimar por la aparente frialdad con que los recibe, no les dejemos solos en su enclaustramiento. El amor es lo único que da humanidad a nuestra vida, y eso se hace más evidente, y se vuelve más valioso, cuando estamos desprovistos de cualquier otra posibilidad.