La condición humana está latente en el fondo de todos los grandes temas que preocupan al hombre contemporáneo. Desde la cuestión de la población mundial a la economía, las libertades, la inmigración o los derechos de las minorías, todo se sustenta en el concepto que sostengamos de la condición humana. Ahora ha saltado a los periódicos el proyecto de fijar un punto de separación en el desarrollo del embrión, y queremos hacerlo sobre bases objetivas. Pero la verdad es que es éste un asunto sobre el que parece que no somos capaces de ponernos de acuerdo
Para empezar, porque no hay acuerdo sobre los criterios utilizados para definir a la persona. Y porque dentro de cada criterio, cada autor define unas condiciones distintas para conceder estatus personal. Si acudimos a la autonomía e independencia, las opiniones varían desde los que reconocen la autonomía del cigoto, y presentan en su apoyo las experiencias de fecundación in vitro, a los que observan la necesidad que un niño de cuatro años tiene de sus padres, y los que opinan que a medida que se gana en desarrollo personal aumenta la necesidad que tenemos de los demás: desde amigos y familiares con los compartimos dolores y alegrías, hasta historiadores, astrónomos, astrofísicos y geógrafos que nos explican dónde estamos y cómo hemos llegado hasta aquí; antropólogos, filósofos y teólogos, que nos dicen quienes somos; biólogos, químicos, físicos y matemáticos, que nos enseñan a desenvolvernos en la realidad; o músicos, artistas, poetas, que nos muestran la belleza. Sin todo esto la vida biográfica cae a niveles puramente biológicos.
No parece, pues, que sea fácil afirmar si somos o no autónomos, y qué significaría que lo fuéramos. Optamos, por tanto, por la capacidad de responder al entorno. Pero tampoco aquí encontramos acuerdo entre los sabios: unos exigen una actividad racional que no reconocen hasta mucho después del nacimiento (Engelhardt), otros atribuyen la conciencia al embrión en la trigésima semana del embarazo (Mc Mahan), algunos reconocen al sistema nervioso capacidad para registrar cambios ambientales en la séptima semana (Tauer), hay quien reconoce actividad neuronal primitiva en la placa neural y en la línea primitiva, hacia la segunda semana (Knoepffler), y aún hay quien interpreta como respuesta al entorno la activación del crecimiento embrionario por influjo del factor de crecimiento CSF-1 producido en el aparato genital femenino.
Vemos, pues, que todos admiten una reacción al entorno, pero si eso es o no un rasgo humano parece quedar a criterio personal más que apoyarse en certezas. Así que tampoco sacamos nada en claro por la vía de la respuesta al entorno. Quizá la clave esté en la complejidad biológica, de modo que en etapas incipientes esa complejidad no tendría la envergadura suficiente para justificar su concepción como persona. Se ha sugerido que nuestra complejidad biológica puede utilizarse como criterio para decidir cuándo un embrión humano adquiere el estatus de persona, y se ha señalado, en contraposición, el estadio morular del embrión, cuando todo parece un aglomerado informe, como momento indiscutiblemente no humano. Pero es difícil admitir sin más la complejidad biológica como criterio de humanización. En otra escala, semejante complejidad, y mayor, encontramos en la propia organización de la vida celular, y nadie propone que una célula cualquiera, por ese simple hecho, sea merecedora de ser considerada persona.
De modo que no está la clave en la complejidad biológica. Quizá se trate, más bien, de la determinación o indeterminación celular: si las células tienen su carácter ya determinado estaríamos ante un ser ya humano, mientras que la totipotencialidad del estadio de blastocisto sería indicativo de vida aún no humana. Pero, de nuevo, se trata de una posición arbitrtaria, y, por lo tanto, sospechosa: el descubrimiento de células madre en tejidos adultos pone de manifiesto que esa indefinición celular está al servicio, precisamente, de las necesidades del individuo.
Otro camino: si aún es posible que se originen dos gemelos será prueba de que no había aún una persona. Se ha establecido el límite en torno a la segunda semana, cuando ya no se desarrolla un segundo gemelo por separación de una célula embrionaria. Pero ese criterio se ha contestado tanto desde el punto de vista biológico -considerando que no se trata de la división del embrión, sino de la reproducción asexual del mismo, igual que la que observamos en las estrellas de mar, y eso supone la existencia previa del individuo- como desde el punto de vista de la antropología metafísica, afirmando que el hecho de que finalmente resulten dos personas es la prueba de que ontológicamente se trataba de dos personas desde el inicio.
Ya vemos que estos caminos no nos conducen a ninguna parte. Parece más fácil observar nuestra diferencia con los animales para descubrir en qué consiste ser persona. Consultemos una enciclopedia: si buscamos un animal, por ejemplo, “gato”, encontramos una descripción en la que encajan todos los gatos de todos los tiempos y de todos los lugares, porque un gato es completamente gato desde que nace, y no se diferencia esencialmente de otro gato. En cambio, si buscamos una persona, por ejemplo, “Julio César”, lo que encontramos no es una descripción, sino una biografía, que no es más que la forma en que se fue constituyendo la persona de Julio César hasta los Idus de marzo.
Esta es la cuestión: no somos completamente nosotros al nacer; nos dan la vida, pero no nos la dan hecha, tenemos que hacerla nosotros con nuestro vivir, vamos “realizando” lo que al principio no son más que “posibilidades” que tenemos que decidir. Por eso no estamos nunca “completos”, siempre estamos “por hacer”. Pero si lo que somos es un conjunto de posibilidades en vías de realización, ¿podemos negar que el embrión humano es, precisamente por el cúmulo de posibilidades que encierra, un ser humano con todo merecimiento?