A John Galbally, que me enseñó a ver más claro.
Sabemos que
nuestra libertad, de la que tan orgullosos nos sentimos, no es absoluta, que
tiene límites. El más evidente es la misma realidad, que nos impone sus propias
condiciones: cuando nos negamos a aceptarlas la realidad se “venga” con un
sistema implacable de resistencias. Así aprendemos que hacer concesiones en
materia de impenetrabilidad de los cuerpos o de la ley de la gravedad, pongo
por caso, nos pasa siempre factura.
Pero no existe
sólo la realidad física, estamos también inmersos en otras clases de realidad.
Y esa necesidad, que nadie discute, de respetar las condiciones que impone la
realidad del mundo físico, tiende a olvidarse cuando nos referimos al mundo de
lo humano: lo personal, lo social, lo histórico. Es verdad que su estructura es
más compleja, y, por ello, más difícil de descubrir y precisar, pero es tan
real como la otra, y despreciarla tiene un alto precio, un precio que se paga
con calamidades, con desastres.
En una sociedad
polifacética como la nuestra, en la que conviven puntos de vista tan diferentes
y opiniones tan enfrentadas sobre los más diversos asuntos, la acción del César
se complica por la necesidad de “engrasar” la maquinaria social para evitar
rozamientos y conflictos. Y puede caer en la tentación de atajar, de implantar
en la sociedad el proyecto que persigue sin tener en cuenta la realidad, que
reclama imperiosamente sus derechos.
Porque, a
diferencia de los deseos o la voluntad del hombre, que pueden acabar
desistiendo, la realidad no desiste nunca: no puede. Por eso tiene las más
graves consecuencias olvidarnos de ella. El ejemplo más evidente es el triunfo
y arraigo del nacionalsocialismo en la Alemania de los años 30: si examinamos
el grado de falsificación de la realidad que hay en sus orígenes nuestra
reacción es de asombro: ¿cómo pudo ocurrir? Y, sin embargo, aquella doctrina
arraigó en la nación que estaba a la cabeza del desarrollo filosófico,
científico y técnico del mundo en esa época, y trajo la devastación a Europa y
dolorosas consecuencias a buena parte del mundo. Lo cual, por cierto, es algo
que deberíamos recordar cuando nos insisten en que el desarrollo de las
naciones es el antídoto de la guerra.
Otro ejemplo de
lo que quiero decir lo encontramos en la única utopía que se pensó que podría
hacerse realidad: en la sociedad sin clases de Karl Marx no hay lugar para la
familia. Y es instructivo contemplar el esfuerzo soviético para sustituirla por
el Estado: facilitaron el divorcio como en ninguna otra sociedad; enseñaron que
los celos eran una perversión burguesa; arrancaron a los niños de sus madres
prácticamente al nacer -liberando así de un golpe a los niños para el Estado y
a las madres para las fábricas-; impidieron que los padres educasen a sus hijos
-al fin y al cabo, ciudadanos como ellos-... Pero la cosa no salió bien:
resultó que el proletario estaba tan expuesto a los celos como el burgués; que
las madres se desinteresaban de las fatigas de traer hijos al mundo si no se
les permitía conservarlos; que si los padres no podían corregir a sus hijos el
Estado se encontraba con tal índice de delincuencia que ni siquiera podía soñar
con contenerlo (¡y hay que recordar que se trataba del Estado soviético!). Y al
final del experimento, después de tanto dolor –dolor personal- inútil, tuvieron
que emprender, apresuradamente y a gran escala, la restauración de la vida de
familia. Pensaron que podían convertir la utopía en realidad, y descubrieron
que la realidad era exactamente lo contrario.
Hay que tener
un profundo respeto por la realidad: tenerla en cuenta, contar con ella. Y
estudiarla, y analizarla. Y rectificarla: tiene, ya lo sabemos, limitaciones, y
debemos intentar superarlas, y remediar lo que se pueda remediar. Pero no
podremos hacerlo dándole la espalda, ignorándola. Incluso para cambiarla, para
sustituirla por otra, tenemos que partir
de ella: acabamos de verlo.
Solemos hablar
de “Poderes” para referirnos a cada uno de los tres brazos en que dividimos las
funciones del Estado, y hasta hemos llamado “Cuarto Poder” a la facultad de
crear opinión. Pero si “poder” significa "facultad de imponerse",
ninguno de esos poderes puede compararse con la realidad, omnipresente e
incansablemente resistente. No nos conviene olvidarnos de ella.
Y no nos
conviene que la olvide el César.